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50 aniversario | Del festejo al debate: la UNSa y un desafío pendiente: vincularse con la sociedad salteña

El 11 de mayo de 1972 cientos de estudiantes celebraron en la plaza 9 de Julio el hecho. Pedían una universidad que forme a un salteño partícipe de los problemas de la región. La necesidad de reactivar la promesa. (Daniel Avalos)

Es cierto que la lucha por contar con una universidad pública en la provincia había tomado dos décadas, pero aquel 11 de mayo de 1972 muchos concluyeron que la ley 19.633 que creaba la UNSa suponía un antes y un después. Un repaso por los medios gráficos de entonces lo confirma. Las noticias publicadas el 12 de mayo de aquel año estaban ilustradas con estudiantes eufóricos que festejaban dando vueltas a la plaza 9 de Julio.

Todos discutían qué modelo de universidad era el deseable y la sugerencia común era ponerla al servicio del medio en donde se levantaría. Hasta el presidente de la Federación Universitaria Argentina había llegado a Salta para participar de esas discusiones y declaró que la UNSa debía formar “antes que a un técnico, a un hombre argentino, integrado culturalmente y partícipe de los problemas de su región y su época (…) al servicio de las necesidades populares”. Los profesionales no se quedaban atrás. Preveían un Instituto de Desarrollo Regional con investigaciones que impulsaran la región y una docencia que “proporcione elementos científicos capitalizables por el alumno en su búsqueda de comprensión de los problemas que afectan al país y el NOA”. Todo plasmado entre los fines institucionales que se resumieron así: orientación regional, proyección cultural, generación de conocimientos, sensibilidad con el medio, educación desde perspectivas éticas.

La promesa enorme en algún momento dejó de funcionar. Las explicaciones abundan. Primero la abofetearon los sectores fascistas del peronismo de entonces que atacaron el intelectualismo universitario; luego vino el golpe de Estado de 1976 que la vació de fines, contenidos y hasta de recursos humanos. Lo último puede corroborarse con estadísticas que la universidad publicó en 1991: los 4.662 estudiantes de 1975 se redujeron a 3.716 en 1979 y de los 573 profesores de 1975 quedaron 451 en 1976.

La UNSa después de la dictadura

La democracia se encontró con una universidad que había sufrido el aniquilamiento físico y el desarme moral de los sectores que la habían impulsado. La primavera alfonsinista revitalizó la población de todos los claustros, pero la universidad seguía en muchos casos copada por funcionarios medios o altos que habían copado los cargos durante los años de plomo. Eran la personalización de lo viejo que se negaba a morir. De allí que un análisis de trazo grueso muestra recorridos zigzagueantes, aunque sería injusto realizar sentencias sin analizar los múltiples pliegos de aquella realidad. Quien escribe no lo ha realizado, pero intuye que un ejercicio de esa naturaleza podría disculpar incluso ciertos claroscuros que, sin embargo, no opacaban en nada la visión que la sociedad salteña poseía de la UNSa: era el foco que irradiaba nuevas ideas y estilos, la residencia de los experimentos científicos, el lugar donde intelectuales desmenuzaban el pasado para sentar las bases de un futuro más venturosa y la base de operaciones de estudiantes dispuestos a ganar las calles si los poderosos de afuera y de adentro del país insistían con su arrogante posición de querer llevarse todo por delante.

Esas eran las ideas que –al menos– recibíamos de nuestros padres los adolescentes y jóvenes de un barrio de trabajadores como Castañares. La universidad era la condición de posibilidad para ascender socialmente y transitar por ella era garantía de prestigio familiar que nuestros padres desenfundarían sin complejo alguno en cada compra diaria en el almacén del barrio. Algunos de los que entramos concluimos pronto que el mito familiar no estaba muy lejos de la realidad. Las asambleas universitarias eran el escenario de oradores que evidenciaban asombrosa riqueza de palabras, arte para combinarlas y maestría para cambiar de tonos y volúmenes con el objeto de captar la atención de todos. No menos sublime era participar de los congresos académicos en donde prestigiosos docentes de otras universidades e incluso de otros países se escuchaban hablar tan embelesados de sí mismos como nosotros los estábamos de escucharlos.

Una luz tenue

Pronto nos iríamos dando cuenta que esa universidad era solo una parte de la misma y una parte que se iba apagando. Eran los primeros años de la década del 90 del siglo XX. Había que estar muy distraído para no percibir lo que estaba ocurriendo, sobre todo para aquellos que todavía creían en la necesidad de que los intelectuales se comprometieran con su realidad, ese imperativo moral que había provocado tantas tensiones entre los universitarios y un Poder siempre dispuesto a dejar caer su faz represiva sobre los primeros. Los años 90 supusieron un quiebre en ese sentido. Fueron la cristalización de un neoliberalismo triunfante que cargó contra intelectuales que aun pecando de vanguardismo estuvieron atravesados por un ideal igualitarista y democrático. El lugar de estos fue ocupado por profesionales cansados de debates ideológicos, académicos indiferentes a lo que ocurría por fuera de la universidad, científicos que desconfiaban de la polémica y de las posiciones fuertes, estudiosos que se especializaron en analizar los infinitos pliegues del Poder para supuestamente deconstruirlo e impugnarlo, aunque finalmente acordaban con éste una forma de apaciguar las tensiones pasadas.

Lo hicieron retomando la tesis de las dos culturas. Nos decían que la ciencia es algo que se vincula al ámbito de la verdad, mientras la política o la filosofía al de los valores. El enunciado era exitoso y por ello no faltaban docentes sostener que explicaran en público y confesaran en privado que ellos eran estudiosos del campo científico (producían conocimientos) y nada tenían que ver con los usos que terceros realizaran de sus producciones. La versión académica de tal postura es la “neutralidad valorativa”, esa que sentencia que la tarea de reunir datos e interpretar sus significados debe realizarse sin importar que los resultados validen o contradigan los valores del investigador, de la comunidad o del Estado mismo. La Universidad Nacional de Salta estaba – ¿está aún? – repleta de esos intelectuales que a cambio de tranquilidad en el trabajo aceptaba desvincularse de sus compromisos como ciudadanos.

Allí estaba el germen conceptual del divorcio entre universidad y medio. Los años en los que el país se deshilachaba vinieron a confirmarlo y cuando finalmente todo estalló (diciembre del 2001) hasta diarios como “La Nación” renegaban que los intelectuales argentinos no previeran el caos. No era de extrañar. La sabiduría de esos intelectuales ya no “venía de esta tierra” sino de las novedades teóricas posmodernas de una Europa que la convertibilidad menemista les permitió saborear. Los cientos de papers leídos para engordar un curriculum que les permitiera conservar el lugar que ocupaban hicieron de ladrillos que levantaron una muralla de incomunicación con una sociedad repleta de hombres y mujeres que sin la menor jactancia intelectual contradicen las leyes de la economía, se inventan trabajos y nuevas formas de producir porque simple y poderosamente deben sobrevivir. Esos hombres y mujeres empezaron a hablar menos de la universidad, empezaron a sentirla como algo menos trascendente para sus vidas, a concluir que los saberes que allí se producen o el prestigio que allí se consigue no supone ningún beneficio práctico para el medio en el que se desenvuelve. La universidad empezaba a dejar de ser la casa de todos, incluso la de aquellos que nunca pusieron un pie en el predio pero la sentían suya por el deslumbramiento que les generaba.

La universidad del nuevo siglo

La primera década del siglo XXI supuso un reverdecer del compromiso político de sectores universitarios con los problemas del país. Habrá que admitir, no obstante, que terminaron imponiéndose las cúpulas – al menos de la UNSa – que administraron ese compromiso para incorporar sin complejos a la universidad las lógicas de la “política realmente existente” que la academia tantas veces desmenuza para condenarla en público pero reproduce en silencio: aceptar el liderazgo de un “Don” universitario que privatiza Poder debilitando los mecanismos democráticos para asegurase influencia sin necesidad de recurrir a fraudes electorales para ser reelegido; un “Don” que junto a los “Dones” de los decanatos perciben salarios que escandalizan por ser superiores al del gobernador y sus ministros, pero fundamentalmente por representar casi 37 veces el ingreso del docente de menor rango (Víctor Claros dejó el cargo de Rector percibiendo en marzo un sueldo de $639.516 con los aumentos otorgados, aunque la escala salarial hasta febrero ya era impresionante:  Rector $554.847 y Decanos $488.265); “subordinados” que como los políticos de carrera creen que todo lo que acerque al Poder o a un cargo es bueno y todo lo que aleje de ellos es malo, axioma que termina explicando compromisos por conveniencia o capitulaciones súbitas; o “subordinados” que desarrollan enormes competencias para forjar anillos de contención sobre la catedra particular con el fin de obturar la competencia y hasta descabezar a quienes vienen sobresaliendo sobre el resto.

Por supuesto que las crisis presupuestarias hacen más difícil lo que ya es complejo. En el reciente proselitismo para elegir Rector y decanos, el gremio docente de la UNSa tuvo el buen tino de evidenciar la precariedad reinante: los cargos de dedicación simple que arrancan con un sueldo básico de 17 mil pesos hoy representan el 68% del plantel docente contra el 50% que representaban en el 2015; mientras los cargos exclusivos – a los que debemos multiplicar por 4 el básico recién mencionado – representaban el 25% en el 2015 y hoy solo el 11%. ¿Cuántos pueden desarrollar tareas de docencia, investigación, gestión y extensión al medio en ese contexto? Pero también deberemos admitir lo siguiente: muchas de esos docentes que son víctimas de ese modelo universitario son los que terminaron alimentando con votos, silencios y acuerdos a ese modelo que nos mostró que la academia no es inmune a un clientelismo que en este caso canjea promesas de ventajas académicas por dependencia política.

Claro que entre las casi 40 mil personas que conforman la comunidad universitaria salteña hay personas magnificas, intelectuales brillantes, docentes comprometidos y estudiantes prometedores. Claro que hubo proyectos enormes y recorridos profesionales destacables, pero difícilmente puedan hacer algo por sí mismos. Precisan que la comunidad universitaria vuelva a abrirse de espíritu en vez de cerrarse para evitar que algún “foráneo” le amenace el cargo; precisa también que las autoridades que asumieron ayer –Daniel Hoyos y Nicolás Innamorato– ratifiquen en el cargo lo que prometieron en campaña: desmontar el modelo imperante y reforzar estructuras de funcionamiento razonables para una universidad que debe recuperar las consignas que celebraban los jóvenes que el 11 de mayo de 1972 vitoreaban el triunfo, debatían qué profesionales formar y al servicio de qué debían poner el logro. Fortalecer una universidad pública que no se perciba exclusivamente como un sector que demanda derechos particulares, sino como una que se valora a sí misma por el grado de entrega al conjunto y por desarrollo que genera para la sociedad suena seductor. No hacerlo sería continuar con un proceso en donde a los “señoríos ilustrados” le siguen otros.

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