martes 3 de diciembre de 2024
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Matías Cánepa | El ministro salteño que enfrentó a los docentes con obstinación y perdió

El índice de cualquier manual político muestra el fracaso del titular del área educativa ante los Autoconvocados. Solo la intransigencia de algunos sectores en huelga podría amortiguar un poco la dura derrota del funcionario. (Daniel Avalos)

Evitemos los rodeos para ir al grano: el ministro de Educación salteño quiso ser un halcón que impusiera su voluntad al movimiento de Docentes Autoconvocados, pero ocurrió exactamente lo contrario. El resultado sólo puede explicarse por la forma en la que Matías Cánepa encaró en nombre del gobierno el conflicto. Terminó asemejándose a los personajes literarios que el peruano Mario Vargas Llosa calificaba de suicidiarios: aquellos que optan por matarse políticamente de a poquito.

Aclaremos que su gestión al frente del área educativa fue opaca desde el principio. En marzo del 2020, los Autoconvocados protagonizaron un paro que iba cobrando fuerza hasta que el confinamiento obligatorio decretado por el presidente de la Nación desactivó por completo el conflicto. A ello le siguió un contexto pandémico que produjo un shock psicológico, social, económico y escolar que nos dejaba con la desoladora certeza de que nuestros niños, niñas y jóvenes serían víctimas principales de una tragedia educativa.

En medio del desierto, algunas voces se alzaban. Advertían que todo lo que el Ministerio podía hacer para acondicionar el sistema educativo no se hacía. Algunos optaban por la prudencia argumentando lo razonable: el Gobierno era objeto de una inédita presión externa -la pandemia- capaz de superar los mejores propósitos. Otros insistían por lo bajo con la versión de un Cánepa que estaba allí sin objetivo alguno, como esperando que el tiempo resuelva lo que él no hacía o lo que su gestión desplazaba hacia adelante.

Cuando se llegó a la media normalidad educativa, la última versión se impuso. Esa fue la atmósfera que envolvió el inicio del conflicto hace un mes. Cánepa anunció entonces que los Autoconvocados no serían parte de las negociaciones y emergió como un “jefe” extraño. Tenía a disposición algo de lo que muchos carecen cuando se lanzan a una batalla: conocimiento suficiente sobre el espíritu, las demandas y la organización de los Docentes Autoconvocados. Le alcanzaba con googlear noticias al respecto para reparar que repetía errores de gobiernos que nunca alcanzaron resultado alguno con esa actitud; o podía preguntarle al actual titular de la cartera económica –Roberto Dib Ashur– sus vivencias como ministro de Educación de Urtubey ante el mismo contendiente.

Habría escuchado o debiera haber concluido lo que muchos saben y que acá deberemos resumir así: pasan los años y se renuevan los referentes del sector, pero no hay nada más amable, paciente, metódica y dura que una docente autoconvocada en lucha. Pero no había caso. Cánepa no abandonaba el dogma. Se abrazaba a él con tanta fuerza que, por momentos, algunos creímos que en cualquier momento desplegaría acciones que evidenciaran un plan novedoso y capaz de doblegar a los alzados. Hoy sabemos que nada de eso existía. Sólo había en el ministro vanidad y obstinación. No es lo mismo una y otra cosa. La primera se satisface cuando el vanidoso cree que los otros interpretan su defecto con fortaleza de carácter; mientras lo segundo descansa en el capricho liso y llano. Difícil saber cuándo pasó de una emoción a la otra, aunque es claro que el defecto de temperamento se visibilizó varias veces: una conferencia de prensa que duró tres minutos para ratificar la negativa al diálogo, un destrato permanente, las amenazas con descontar los días no trabajados o el pavoneo de recurrir a suplentes para reemplazar a los huelguistas.

La estrategia volvió a sucumbir ante un movimiento que antes con Romero, luego con Urtubey y ahora terminan pareciéndose a esos equipo de fútbol de barrio que retratara en sus cuentos el genial Osvaldo Soriano: planteles con las vestimentas desteñidas que se engrandecen moralmente con los reveses; que son dueños de un coraje entendido no como exhibicionismo ni alarde físico, sino como discreta capacidad para soportar la adversidad; y que en medio de sucesos que parecen predecir una derrota aplastante, encuentran nuevos impulsos para la lucha. Fue fácil observarlo: el ninguneo, la proscripción gremial, el macartismo y hasta los forcejeos con la Policía no hicieron más que reforzar –otra vez– la convicción entre los y las docentes de que protagonizaban una lucha ante un adversario poderoso al que, sin embargo, podían resistir con éxito.

Los resultados están a la vista. Los días de tensión que tuvieron su pico el martes, deslizaron a otro poder del Estado a intervenir en el conflicto. Si se trató de una jugada política del Procurador o de un honesto intento de apaciguar las aguas, es algo que el que escribe desconoce. Lo seguro es que allí el ministro hizo la bandera blanca para confirmar sus límites y la de sus colegas con los que encabezaron el asunto; la preocupación de intendentes que preguntan cómo pagaran el aumento acordado a sus empleados municipales; pregunta que obliga al ministro de Economía a calcular cómo auxiliará a esos jefes comunales; mientras los legisladores oficialistas balbuceaban maldiciones al descubrir que mientras explicitaban su oposición a que el Gobierno recibiera a los Autoconvocados, los mariscales de la derrota arriaban las banderas del ninguneo para sentar en la mesa de negociaciones a delegados que explicitaron nuevas demandas, recibieron el visto bueno de los derrotados y se retiraban altivos informándoles que tras las asamblea de hoy comunicarán lo decidido.

Es de esperar que el proceso vivido no se desdibuje con una asamblea de acusaciones cruzadas entre quienes concluyen que deben levantar la medida y los que quieren ir por más como ocurrió en la última gran huelga de julio del 2019, cuando Urtubey decidió no llamarlos a paritarias y terminó capitulando ante ellos a fines de aquel mes. Sólo eso daría algún respiro al ministro de Educación que a veces parece estar agonizando en cargo. No porque este esté fenecido en el puesto, sino porque debe luchar denodadamente para – justamente – no perecer.

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