Se cumple 39 años del hundimiento en el que murieron 323 argentinos, 25 de ellos salteños. Reproducimos la nota que en abril del 2018 Daniel Avalos publicó en base al testimonio del veterano salteño Jorge García.
Jorge Alfredo García es un tipo humilde, de hablar pausado. Araña los 60 años, es de color tierra como lo somos la mayoría de los salteños y peina una caballera tupida salpicada de canas más bien gruesas que de cuando en cuando, mientras habla de Malvinas, alisa hacia atrás sin mucho éxito. Es el presidente del Centro de Ex Combatientes en la provincia, institución a la que parece interpretar como una especie de hermandad irrompible conformada entre los que sobrevivieron a los helados campos de batalla del mar y territorio austral en donde el silbido de las balas, los bombardeos, las llamas, los heridos, los cadáveres y la acechanza permanente de la muerte terminaron por desarrollar en poco tiempo un tipo de relación con el compañero que a otros puede tomarnos años.
García me recibió hace un año en la sede de calle Córdoba 782 y los detalles de esa charla nunca se borran. Allí me ilustró sobre los salteños y Malvinas: 617 veteranos censados en Salta. La mayoría de ellos nacidos acá, algunos oriundos de otras provincias pero que ahora residen en la nuestra y otros que también son salteños, pero hace tiempo rumbearon a otros puntos del país. Entre el 65% y 70% de ellos, prestaron servicios durante el conflicto en la Marina, donde el propio García ingresó a los 17 años. No había en él vocación militar alguna, sino más bien el deseo profundo de escapar a la amenaza de la pobreza que sobrevolaba a su familia con unos padres que libraban una batalla cotidiana para sostener cinco hijos.
Entonces Jorge dejó Villa Primavera para incorporarse a la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada en 1980. Dos años después y con el rango de Cabo 2º del Cuerpo de Comunicaciones recibió su primer destino: el Crucero ARA General Belgrano, a bordo del cual partió el 16 de abril de 1982 hacia el teatro de operaciones con una misión precisa: interceptar comunicaciones inglesas que permitieran esbozar los movimientos y planes del enemigo.
El ARA General Belgrano era todo un mundo según García. Tan grande que había lugares que él desconocía como desconocía también a cientos de los 1.093 tripulantes que el comandante del crucero en aquel periodo, Héctor Bonzo, registró para un libro de su autoría al que tituló con ese número. Como todos los mundos, el ARA también daba sorpresas. Una de las buenas ocurrió en marzo de 1982 cuando el barco seguía anclado al continente: allí Jorge se cruzó con Elio Moya, un amigo de Villa Primavera que haciendo la colimba fue destinado al crucero.
Los conocidos del barrio volvieron a encontrase el 2 de mayo cuando el conflicto ya había estallado y ellos surcaban el Atlántico Sur. Mate de por medio hablaron del barrio y de los “zafarranchos” de “combate” y “abandono” al que se habían habituado en alta mar. Los primeros se activaban cuando una sirena potente pero entrecortada indicaba a los tripulantes que estuviesen donde estuviesen, debían dejarlo todo para dirigirse a los puestos de combates establecidos; los segundos se anunciaban por la sirena igual de potente pero dilatada en el tiempo que ordenaba agilizar disciplinadamente los movimientos para abandonar el crucero.
Allí, entre mate y mate, otro hecho inesperado, esta vez de los malos, los sorprendió: “Sentimos la explosión. El barco como que se levantó y volvió a caer. Luego las luces que se apagaron, el humo denso y un olor pesado a hierro, pólvora y cosas quemadas que penetraba todo. Desde allí fue usar algún conocimiento que tenía, pero sobre todo puro instinto”. En el relato la palabra “instinto” cobraban enorme dimensión: avanzar hacia la supervivencia sin pensar en nada. García no se avergüenza de haber actuado con ese impulso entre inconsciente y clarividente sin el cual, parece creer, sólo hubieran quedado un puñado de tripulantes.
Por eso narra que Elio Moya corrió en dirección a su lugar en el barco y que él se impuso llegar a cubierta como paso imprescindible para sobrevivir. Corrió dos pisos hacia arriba y una vez en cubierta se instaló en la radio principal que se convirtió en una atalaya que le permitió ver el horror: marinos que emergían desesperados desde el interior del crucero a la cubierta, algunos sosteniendo heridos que gritaban y otros tratando de apagar las llamas que devoraban los cuerpos que insistían en huir de esa mole de acero que terminaría convertida en un gigantesco ataúd para la mayoría de los 323 argentinos que murieron tras el ataque del submarino nuclear británico HMS Conqueror: 25 de esos muertos habían nacido en Salta y según el libro de Héctor Bonzo, se recuperaron los cuerpos de sólo 22, cuatro de los cuales eran salteños: Bernardino Campos, Ramón Fabián, Omar Madrid y Ricardo Torres.
El resto de los salteños caídos quedaron sepultados en las heladas aguas del Atlántico Sur aquel domingo 2 de mayo de 1982: José Chaile, Luis Flores, Ricardo Gallardo, Juan Gómez, Ignacio González, Ramón Gutiérrez, Isaac Jira, Carlos Medina, Ricardo Paz, José Ramírez, Hilario Ramos, José Rodríguez, Jorge Ruíz, Ricardo Torres, Omar Vargas, Jorge Vélez, Martín Vetancu, Mario Vilca Condorí, José Villegas, Mario Zabala, Ramón Salazar y Marcos Lamas; éste último un joven de 16 años que partió a Malvinas por haber ingresado a la Escuela de Mecánica de la Armada con 15 en 1981, tal como era posible en aquel entonces.
De vuelta a casa
Tras observar desde la cabina principal de comunicaciones del ARA General Belgrano el espectáculo dantesco que se sucedía en la cubierta del crucero, el superior de Jorge Alfredo García le ordenó cargar su salvavidas, amarrar una bolsa con elementos de supervivencia e ir en busca de la balsa que cada tripulante tenía designada para casos como ese. El salteño no llegó a la suya. La mole de acero estaba decididamente ladeada y su balsa había quedado en el extremo que se empinaba. Esto, más la lluvia, el viento y el petróleo derramado en la cubierta hicieron del intento una empresa imposible.
Decidió entonces literalmente deslizarse hacia el otro extremo donde terminó montándose a una balsa que maltrecha les sirvió a los seis tripulantes para alejarse del buque en picada hasta que por fin pudieron saltar a otra en mejores condiciones que amontonaba a varios náufragos que durante 28 horas rezaron, se alentaron y celebraron el vuelo de un avión que planeó sobre ellos arqueando las alas para uno y otro lado informándoles que los había visualizado. Finalmente el “Aviso Francisco de Burruchaga”, uno de los buques viejos que hacían de apoyo logísticos a los de guerra, los rescató del mar y los depositó en Ushuaia hasta que con los días partieron a Bahía Blanca donde se enteró de la muerte de su compañero de promoción Juan Carlos Bollo y se alivió al saber que Elio Moya estaba vivo.
Tres años después pidió la baja de la Marina: las mezquindades en la conducción de la guerra ya eran cosa probada, la vergüenza de la ESMA ya estaba siendo enjuiciada y la precariedad de los ingresos no prometían sacarlo de la pobreza por la que había ingresado a la marina en 1980, con sólo 17 años. “Volvimos y estuvimos solos. Recién en 1991 el Estado nacional nos reconoció con una pensión, aunque acá Roberto Romero y Ulloa nos dieron una mano. El primero suministrándonos la obra social del IPS y buscándonos trabajo y Ulloa donándonos esta casa donde funciona el Centro”.
Así terminó mi encentro con García hace un año, recordando de nuevo a los que pelearon en las islas. “Ni Los chicos de la Guerra ni Iluminados por el fuego [dos películas nacionales que recrearon el conflicto bélico]”, enfatiza García que aclara: “ellas hacen referencia a cuestiones que pudieron ser propias de experiencias particulares. aunque en general los que pelearon lo hicieron con hombría. Lo reconocieron hasta ellos…”, vuelve a enfatizar el veterano recordándonos que si alguien desea saber cómo ha luchado siempre es mejor preguntárselo al enemigo más que del amigo.