La nota de Franco Hessling fue publicada por el portal La Tinta y muestra cómo la crisis obliga a algunos a escarbar entre los desechos ajenos para sobrevivir. Historia de quien teniendo un oficio no puede ejecutarlo y quien pudiendo levantar su casa vive en un rancho.
Un páramo. Cuando todo parece inhóspito, una precaria construcción a modo de casilla asoma dando la sensación de ser un vestigio de una vida que antes estaba radicada allí, quizá sea un viejo obrador, a pesar de que no se observa ninguna construcción cercana. Al irse arrimando, se ven los chicos corriendo junto a unos perros. Dato incontrastable: que el rancho no es un resto arqueológico de un pasado remoto, sino que es la imagen de un presente lóbrego. Un “changuito” regordete y con cara risueña se acerca y advierte que entrará a buscar a su papá.
—¿Cómo aprendiste la albañilería?, le consulto a David (34), papá de Valentín (10), el pibe de actitud amable que todavía sigue jugando a la “pilladita” con su hermana Milagros (8) alrededor del rancho.
—Lo aprendí por necesidad, porque tuve que salir a laburar. Primero, fui ayudante, no sabía ni preparar mezcla, y después fui aprendiendo -apoya la mano en uno de los pallets que, a unos metros de la casilla que también es de pallets, hacen las veces de rejas, hundidos en el suelo-. Pero, hoy por hoy, yo tengo mi oficio y no le puedo dar uso porque no hay trabajo -sacude el otro brazo para espantar las moscas-.
Hasta mediados del año pasado, David hacía changas en la construcción con un tocayo suyo. Sobre éste, asegura que pasó de ser patrón a convertirse en un amigo y que “siempre le salían trabajos grandes”. Recuerda que, una vez, hicieron un edificio de tres pisos. Duda. Capaz que fueron cuatro plantas. Le pega un grito a Valentín y le pregunta, el nene no responde con exactitud, se limita, siempre sonriendo, a extender un brazo hacia el cielo dando a entender que el edificio era altísimo. “A veces, lo llevaba conmigo a trabajar porque me sigue mucho”, aclara sobre su hijo.
La familia está asentada entre el vertedero San Javier y el barrio Justicia, en la profunda zona sudeste de la ciudad de Salta. Varios metros antes de llegar al basural, cuando todavía no se lo divisa y sólo se lo advierte por la pestilencia, hay varios microbasurales. Un camino de mierda -literalmente-, que delata la proximidad con los grandes montículos de porquería que van a parar al sumidero municipal, donde disponen sus residuos tanto Salta capital como otros municipios del Valle de Lerma. En esos pequeños montículos que están como anticipo informal del San Javier, hay niños, más o menos de las edades de Valentín y Milagros, que juegan como si estuviesen en un arenero. Da esa sensación hasta que uno se detiene a observar con mayor detalle, entonces se percata de que no están jugando, sino que están revolviendo para llevarse algo que sirva. Y, de paso, algún juguete. Una pelota. O cualquier objeto que se pueda patear.
—¿Desde hace cuánto que no te sale ningún trabajo?
—Desde el año pasado. La opción sería ser un trabajador independiente, pero, en las condiciones en las que vivo, no me puedo comprar una máquina ni herramientas para salir a generar trabajo con lo que sé hacer. Y los chicos tienen que comer todos los días -el albañil abre los brazos y levanta los hombros con resignación-.
Nunca antes sentí que la frase popular que parangona lo urgente y lo importante tenía tanto sentido. Como los chicos tienen que comer todos los días y la changa que ha conseguido últimamente David es revolver la basura en el sumidero municipal de Salta capital, no tiene tiempo de buscar otro trabajo que tenga que ver con su oficio ni de planificar cómo transformarse en un trabajador por cuenta propia. Cobra por día y según la cantidad de basura que logra clasificar para su posterior venta.
Las jornadas que no lo llaman, pues la changa no es constante, se queda con los chicos para que su compañera, María (29), salga un rato del rancho. No tienen puerta, irse todos al mismo tiempo sería una invitación a que les roben. Desde octubre del año pasado, cuando se asentaron ahí, David y María se organizan para que siempre por lo menos uno de los dos cuide del lugar. “Ella ahora se volvió a inscribir porque quiere terminar el colegio y yo la apoyo”, sentencia él, otra vez haciendo descansar un brazo en los pallets que hacen las veces de rejas.
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Aunque David me advirtió que no le pareció muy grato que, unos meses atrás, miembros de la Fundación Volver a Empezar le llevaran dos yogures y se sacaran una foto con ellos para nunca más retornar, yo regresé al día siguiente con una caja con doce envases de leche. Mi escasa creatividad combinada con mi culpa de pibe universitario no me permiten más que eso. Me disculpo, el hombre de 34 años echa una sutil carcajada y responde que está todo bien, que esto no es lo mismo que cuando fueron los de la fundación “para hacerse los buenitos, los que estaban ayudando”. Subraya de nuevo que “sólo buscaban sacarse la foto”.
A fines del año pasado, decidieron en conjunto con María que la situación no daba para más. Estaban viviendo en la casa de los padres de ella, hacinados. Como había surgido la posibilidad de ir a changuear como “ciruja” (clasificar la basura del sumidero para después venderla por kilo) en el vertedero San Javier y había un espacio yermo, aunque sinuoso, entre el barrio Justicia y el basural, tomaron la determinación de instalarse ahí. Con pallets, igual que las rejas que delimitan su zona, hicieron un rancho donde están radicados con tres de sus cuatro hijos (Guadalupe de 13 años, la más grande, se quedó a vivir con su abuela porque ya empezó el secundario). El rancho no tiene más de diez metros cuadrados cubiertos y allí conviven David, María, Valentín, Milagros y, la más pequeña, Trinidad (3).
David se crió en la segunda etapa del inmenso barrio Solidaridad, también de la zona sudeste de Salta capital, que, en un tiempo no muy lejano, fue un asentamiento. Allí todavía vive su mamá y es donde él viene dejando algunos enseres que estuvo comprando para, en un futuro, poder instalar su propio carrito de comida rápida. “Lo último que compramos fue la calitera”, se refiere a la “carlitera”, aquella plancha que se usa para hacer minutas.
La cercanía con el relleno sanitario no es anecdótica. La fetidez inunda todo alrededor, muchas y variadas moscas, cuerpos yacentes de animales y una densidad que, sin mucha sugestión, provoca que a uno se le nuble la vista. El ambiente está cargado de gases, no hay que ser ingeniero para percibirlo. Basta detenerse un momento y hacer un paneo general para notar lo insalubre que puede ser vivir ahí.
—¿Vas a construir acá? -digo señalando el terreno donde está el rancho.
—Sí, vamos comprando ladrillos de a poco -contesta el albañil y apunta con el dedo a un grupo de ellos que tiene apilados al costado de la casilla-. Lo primero que vamos a hacer es un baño, por lo menos para los chicos.
—¿Cómo hacen ahora con el agua?
—No tenemos agua corriente, pero gracias a un vecino -menea la cabeza hacia la casa levemente más sofisticada y grande que está unos metros más allá de su rancho- que se puso en campaña y juntó muchos metros de manguera para traerla de un barrio que está a unos 600 metros de acá -se refiere a Justicia-, pudimos rebuscárnosla. Allá, en medio del monte, puse una canilla y ahí -señala un pozo que está frente a los “palletsrejas”- estoy cavando el pozo para encontrar la red de cloacas y poder engancharme para hacer el baño.
En el vertedero San Javier, las condiciones laborales son poco menos que draconianas. Nadie que no pertenezca a las tres cooperativas que tratan los residuos puede ingresar -aunque, por necesidad, los “cirujas” igual entren-, se trabaja sin barbijos, botas ni elementos mínimos de resguardo.
Ni la empresa que monopoliza el servicio de higiene urbana y tratamiento de residuos, Agrotécnica Fueguina, ni la Municipalidad de Salta demuestran interés en que los que allí trabajan se sientan humanos. Todo el día hay gente revolviendo basura, las cooperativas se dividen en jornadas de ocho horas cada una y así mantienen la clasificación de residuos activa a tiempo completo. De vez en cuando, la firma llama a la Policía para que saque a los cirujas, a quienes se identifica porque, a diferencia de los cooperativistas, no tienen chalecos fosforescentes.
Informes de especialistas han señalado que el tratamiento que hace Agrotécnica Fueguina con los residuos urbanos no sólo genera líquidos lixiviados, además concita gases contaminantes. Pese a ello, la administración de Gustavo Sáenz, el intendente que fue candidato a vicepresidente de Sergio Massa en 2015, decidió renovar y mejorar el contrato de la compañía.
Quienes van a revolver mierda en el vertedero no tienen derecho a hablar con alguien ajeno a la empresa Agrotécnica ni a faltar a una jornada laboral -pese a que cobran por día-. Ambas cosas son motivos de sanción.
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“Está muy difícil ahora, no hay laburo. Mirá cómo vivimos nosotros -David señala su rancho- y viviendo de la basura. Hemos venido en octubre, como te dije, porque iba a golpear puertas para que me dé trabajo y la gente me decía que no. No es que uno quiera vivir de la basura o que quiera ir a meterse a un basural, sino que la situación te lleva, la misma pobreza te lleva a depender del basural”.
Se desploma antes de continuar, baja la cabeza y se le anuda la garganta: “Es la realidad que nos toca vivir hoy en día a muchos argentinos y que duele. A mí me duele porque los chicos también tienen que sufrir. Nosotros como grandes también sufrimos, pero somos grandes, ¿no? Nos la podemos aguantar, pero los chicos no”.
Aunque le vendría bien, David todavía no consiguió entrar en ninguna de las tres cooperativas. Presume de no haber caído en las adicciones, como la mayoría de los que crecen en su condición de marginalidad, e incluso resalta que algunos de los que sí cayeron y nunca pudieron salir tienen trabajos más dignos que el suyo. Recae otra vez en la actitud taciturna.
Se percata de que estoy mirando unos cables de electricidad que van por el suelo y se apresura a justificar que sabe que son peligrosos para los chicos, pero que es la única forma de tenerlos a la vista para cuidar que no se los roben. Otra vez, suena arrogante al decir que los “piperos” lo hurtan para vender el cobre. El mismo cobre que él extrae de entre los desechos del sumidero y que también utiliza para generar ingresos. “Hace poco, conseguimos un tele para los chicos”, confiesa retomando el ánimo cabizbajo.
David tiene un hermano mellizo que sí trabaja para una de las cooperativas. Entró gracias a un amigo de la infancia de ambos que “nunca se pudo recuperar de la adicción”. Rememora que, cuando eran adolescentes, iban al basural a extraer cosas, pero que nunca pensó que iba a tener que volver y que sería su única fuente de ingresos.
—¿Y éste te acompaña también al basural? -me refiero a Valentín, quien evidencia pura idolatría por su papá.
—A mis hijos no llevo a ninguno. Aunque hay chicos trabajando ahí -pese a que está prohibido-, yo no quiero que vayan a revolver la basura. Ni siquiera los dejo que se acerquen, lo más cerca que pasan por ahí es cuando vamos al río a pescar, porque tenemos que ir por el camino que está al costado del basural sí o sí.
Se alivia al tomar en cuenta que todavía no sacó nunca comida del basural para alimentar a su familia. Me cuenta que el “verde” y el “jumbo” -los containers que traen cerrada la basura de los supermercados de las cadenas Vea y Jumbo, ambas de la trasnacional Cencosud- son el patio de comidas para la mayoría de los cirujas. Los esperan con ansías, semana a semana.
“Voy por necesidad, si no, no iría porque es un lugar espantoso. El olor, el calor, los gases tóxicos, todo lo que hay ahí -por el sumidero- es horrible. La contaminación que hay es insoportable”, sentencia el albañil.
Antes de marcharme, noto que tengo una bolsa de magdalenas a medias en el auto. Les había regalado leche, pero me estaba llevando el pan. Me bajo de nuevo y se las paso, pienso que ojalá no llegue el momento en que David también cuente las horas para el arribo del “verde” y del “jumbo”. Enciendo el motor y me distraigo un rato mirando el celular, luego levanto la mirada y lo último que veo es a Valentín, siempre sonriente, con la boca llena de magdalena.