La Agrupación Tradicionalista Gauchos de Güemes mandó a deshacerse de pañuelos pintados alrededor de un monolito dedicado al héroe gaucho. Lo hizo en nombre de valores sectoriales que siempre promovió un elitismo caduco. (Daniel Avalos)
Desde hace años que lo venimos remarcando: el gobierno de Urtubey entregó la administración de los valores a sectores caducos del patriciado provincial. La Agrupación Tradicionalista Gauchos de Güemes es una de esos sectores y tal vez la medida que mejor pincela eso, fue aquella ley del año 2010 que le entregó la escolta del Gobernador en los desfiles cívicos – militares.
En sí misma, esa medida no era algo para alarmarse. No se trataba de una ley que modificara el curso de la historia salteña. Se trataba de una que venía a confirmar que la solemnidad local gozaba de buena salud y la letra de aquel proyecto graficaba bien al celebrar que se vería “marchar al lado del vehículo oficial a los gauchos con sus atuendos y ponchos rojos”. También podíamos tolerar la escena pintoresca que seguramente despierta en muchos salteños la sensación de que se trata de algo digno de mérito. Lo que si nos preocupaba o nos preocupa era y es confirmar que ese sector social sigue ocupando espacios encargados de administrar valores que se irradian a la sociedad como si fueran propias de todos los salteños. No es así. Esos valores representan a un selecto grupo que por mucho tiempo le otorgó dirección política e ideológica a la mayoría de los gobiernos provinciales. Grupos para quienes la historia provincial adquiere sentido con ellos mismos y cuya edad de oro fue el siglo XVIII en el cual se consolidaron como clase unánime y disciplinada.
Selecto grupo que asegura reivindicar al gaucho que devino en actor fundamental en la hora de la independencia nacional. Pero gauchaje que no pocos patricios salteños de la independencia aborrecieron por ser el aliado político militar fundamental de Güemes. Ocurrió cuando esos patricios perdieron el entusiasmo revolucionario, cuando descubrieron que la guerra con los españoles cortaba el circuito comercial entre Salta y el Alto Perú, región esta última en donde ellos volcaban su producción o prestaban servicios de transporte. Güemes recurrió entonces al impuesto compulsivo sobre ese patriciado para financiar sus guerrillas y concedió a sus guerrilleros gauchos una serie de derechos que mermaron los privilegios de los pudientes que finalmente celebraron la muerte del “tirano”, tal como suelen definir las clases dominantes a los caudillos que intentan subordinar los intereses privados a las causas colectivas.
Doscientos años después, los descendientes del sector siguen reivindicando a sus antepasados como herederos de la gesta güemesiana y por ello mismo se autoperciben como guardianes de la esencia de la salteñidad. El tema es que cuando la palabra esencia hace su aparición, uno no puede más que recordar a escritores como Martín Caparrós quien alguna vez dijo: “Cuando escucho la palabra ‘esencia’ (…) desenfundo mi revólver”. Evidentemente exageraba con lo del revólver pero graficaba bien la peligrosidad de la palabra. El esencialismo, finalmente, es la materia prima de la construcción de proyectos detestables. La idea conservadora de que existe algo puro en el pasado, al que hay que volver, el lugar en donde residen las ideas maravillosas, inmutables e inmunes a las circunstancias históricas.
Tal esencialismo reside en ese patriciado venido a menos al que sólo le quedan los laureles pretéritos y el deseo de resguardar los valores propios de las extrañeces. Así, como una extrañez, esos gauchos calificaron a los pañuelos pintados alrededor del monolito que recuerda el lugar en donde Guemes fue herido mortalmente en junio de 1821. Quien comando la “épica” misión de despintar los pañuelos fue el presidente de la Agrupación, Francisco Aráoz quien declaró que su “epopeya” nada tenía que ver con posicionamientos ideológicos sino con el simple resguardo de valores inmutables personalizados en la figura del héroe gaucho.
Aráoz por un lado miente y por otro lado hace gala de una honda ignorancia. Lo último es propio de alguien que reivindicando el concepto de “tradición” queda atado a una noción que por definición excluye de lo virtuoso el cambio y la novedad. Esa es la condición que le impide entender que en un país como el nuestro en donde el hecho traumático por excelencia fue la dictadura de 1976, la conciencia ciudadana emergió con organizaciones como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo que se convirtieron en un símbolo viviente de aquello que los argentinos no queremos más: los Golpes de Estado y el terrorismo de Estado.
Pero Aráoz, decíamos, también miente cuando asegura que su accionar carece de cualquier razonamiento de tipo ideológico. Para confirmarlo alcanza con repasar algunos hombres fuertes de Agrupación: su predecesor en el cargo, Carlos Diez San Millán. El mismo que cobro renombre en el selecto gauchaje oficial presidiendo tal Agrupación y por sus dotes de pseudo poeta. La pieza más importante de su producción no se caracterizó por su capacidad para esconder el sentido profundo de sus sentires y pensamientos con bellas palabras, sino más bien por destilar odio explícito. Lo escribió y lo difundió por mail cuando murió el expresidente Néstor Kirchner el día que en todo el país se realizaba el Censo 2010.
Se titulaba “El pasajero del infierno” y entre otras cosas decía lo siguiente: “No lo sé, y no es por suerte/ que en el día de este censo/ el descuento te llegara/ y te borre para siempre de mi suelo”. Uno versos más adelante dice: “¡Basta ya! Y esto se acaba/ el tiempo malo no es eterno/ lo que ha de ser será/ y el diablo se ha vuelto p’al averno/ Escuchen el llanto tan sentido/ de algún piquetero revoltoso/ cuando doña la Justicia me lo mande/ a la cueva de barrotes como a un oso”. Finalmente San Millán remataba la maldición mal rimada de la siguiente forma: “El cruel emisario de la hoz/ que acompaña al cruel martillo/ ha partido al pago del invierno/ y seguro llegado al infierno”.
El gauchaje elitista es como Diez San Millán y el propio Aráoz se muestran: seres de emociones primitivas que apegados a las sentencias simples pero absolutas, odian todo lo que posea un aroma distinto al que ellos pregonan. Auténticos “gorilas” que odian al caudillo pero desprecian aún más a los sectores populares que los sigue y que Diez San Millán retrató en clave bestial: el piquetero que lloraba a Kirchner debe ser encerrado en una cueva con barrotes como se trataría a un oso.
Pero no sólo de valores caducos viven los guardianes de la tradición. También comparten el interés por rapiñar en negocios más mundanos y que en junio de 2015 tomaron la forma de negocio inmobiliario. La historia empezó en febrero de 2010 cuando miembros menos notables de la tradicional institución impugnaron una asamblea convocada por Diez San Millán en marzo de aquel año y que debía autorizar la venta de una propiedad de 5 hectáreas en La Isla. Con el dinero de la operación se construiría una escuela de destrezas gauchescas en el predio que la Agrupación posee en Lomas de Medeiros. La iniciativa se frustró cuando algunos socios argumentaron que al predio de La Isla asistían chicos con síndrome de down y autismo para hacer equinoterapia, que el lugar era el preferido del gauchaje del interior y que la cifra de la venta era irrisoria.
Dos años después, Carlos Diez San Millán, retomó la iniciativa. Rubricó un edicto en agosto de 2012 convocando a una asamblea extraordinaria para el 9 de septiembre con el objetivo de “transferir a título oneroso el predio de propiedad de la Agrupación, sito en el Departamento Capital camino a la Isla, Ruta 26, Km 2, consistente en un lote de terreno, con todo lo en él edificado, plantado (…) al mejor postor con el único fin de destinar los fondos a la realización del salón de eventos y accesorios conforme a plano presentado con presupuesto, en el predio Lomas de Medeiros…”.
La contraofensiva generó la reacción de otro gaucho: Víctor Hugo Campos, el mismo que había encabezado la rebelión en febrero de 2010. Empezó entonces una disputa gauchesca que adaptándose a las características del siglo XXI consistió en que los contendientes acumularan coraje no para batirse a sablazos, sino para enfrentar judicialmente al adversario. La cuestión económica fue central en la disputa: Campos aseguraba que el predio de La Isla según las valuaciones oscilaban entre los 15 y los 10 millones. Carlos Diez San Millán concretó la operación por casi 6 millones.
Según el boleto de compra-venta el “precio único, total y definitivo” fue de $5.994.252. No vendría en efectivo sino con un conjunto de obras que incluía un salón de fiestas de 1.263 mts2; un edificio de 162 mts2 para depósito de forrajes, herrería, carpintería y guarda de herramientas; otra construcción de 182 mts2 con casa habitación para un empleado; y finalmente, sobre la torre del tanque de agua una construcción que se asemeje a Finca la Cruz. Un detalle que pretendía darle un toque enteramente güemesiano al lugar, aunque en el fondo el salón de fiesta para niñas bien en nada se parecerá a las pulperías del siglo XIX a donde el gaucho pobre iba en busca del licor que encendiera la imaginación.
Pero hay más: la idea de cambiar predio por obras fue de otro socio selecto del club: Leopoldo Van Cawlaert, el ex ministro de Educación provincial quien oficiaba de esos monjes medievales que caminan con la mirada fija en el cielo y escupiendo maldiciones contra los pecadores que habitan esta torcida provincia. El funcionario que se hizo tristemente famoso por algunos improperios: “Los estudiantes son todos porros” fue uno de ellos y el asegurar que la educación sexual nos llevaría a un “revolcadero sexual” fue otro.
Los exabruptos tenían y tienen un alto valor analítico: revelan la arcaica concepción de estos sectores que proviniendo de la rancia oligarquía provincial, asumen gustosos el rol de patovicas de una salteñidad caduca y sin impulso vital que, francamente, ya deberían tenernos hartos.