“Esteco, la ciudad imposible”, es el título de la novela de Sonia María Diez Gómez. Una historia cuyo personaje central es Lisandro Molinari y que se desarrolla en un infierno de ciudad que según la historia oficial salteña desapareció con los terremotos de 1692. (Raquel Espinosa)
En la mitología griega las Parcas son las encargadas de anunciar a los mortales sus últimos instantes de vida y las Furias o Keres las que los aniquilan. Luego, las almas sin carnes descienden al reino de Hades o Plutón, al fondo de la tierra. Atraviesan el lúgubre río Estigia en la barca de Caronte y llegan a destino donde esperan el veredicto de los jueces. Para los justos el premio será ir a los Campos Elíseos; para los malos, el suplicio del Tártaro. El equivalente de este lugar cargado de connotaciones negativas en distintas religiones es el infierno. A él se asocian los sufrimientos, los suplicios o tormentos, la destrucción, la oscuridad, el fuego eterno, etc.
En Esteco, la ciudad imposible, la nueva novela de Sonia María Diez Gómez, el infierno está localizado en tierra americana, más precisamente en Salta, en el noroeste de la República Argentina. Baso mi afirmación en expresiones que la autora manifiesta en forma reiterada y que el lector no puede dejar de advertir:
“Talavera de Esteco es el mismísimo Infierno” señala al comienzo del capítulo 7. Y para refrendar lo dicho agrega: “Talavera es el horror y el espanto”. Esta proposición que luego queda demostrada al discurrir la historia está preanunciada en los paratextos. El “Romance de Esteco” asocia a la ciudad con “soles rojos de espanto”, “soles de infierno y muerte”, con el horror y con el castigo divino. Se trata de una “tierra antropófaga”. La primera parte del texto, además, ostenta el título de “Ciudades de espanto”.
Ahora bien, ¿por qué Esteco es percibida como el mísmísimo infierno? Como leyenda o mito Esteco está vinculada a los orígenes de la literatura argentina. Como una serie de hechos reales, como intentos fundacionales de una ciudad colonial, es tema insoslayable para indagar en los orígenes del país. El misterio instalado y la curiosidad por develarlo convocan al rigor en la investigación y al poder de la imaginación. Sonia María Diez Gómez entiende que ése es el camino para abordar un tema tan apasionante y, a la vez, tan poco conocido como es la génesis y el destino de la ciudad de Esteco. Para lograr esos objetivos no hay otra forma posible que la lectura de libros y documentos, las reflexiones previas y la exploración in situ del territorio donde otrora se erigió esta ciudad que también fue la pasión de otros estudiosos como el destacado antropólogo Juan Alfredo Tomasini, a quien reconocemos como Lisardo en la ficción.
Esteco se erige como ese infierno tan temido para los colonizadores españoles en sus sueños de descubrimientos y fundaciones y es el infierno que persigue en sueños a Lisardo con visitas infernales, con insomnios, con sombras y fantasmas.
El capítulo I se abre con Lisardo Molinari, el personaje que, atormentado por sueños y pesadillas en torno a una ciudad perdida, guiará al lector en el descubrimiento de la legendaria ciudad. Munido de indumentaria apropiada y de un mapa que consiguió en Sevilla, abandona su casona de San Isidro, en Buenos Aires, para internarse en el chaco salteño. Paralelamente, en sucesivos capítulos, otros personajes aparecen igualmente atormentados por sueños. Se trata de Jerónimo de Holguín, Diego de Heredia y Juan de Berzocana, los sublevados o traidores que desean fundar la ciudad encomendada a Francisco de Aguirre. Es la historia de la conquista de América. El emblema de toda conquista humana caracterizada por las ambiciones, la codicia, las ansias de fama y el poder.
En busca de la ciudad de los Césares sólo llegarán a la comarca de los indios estecos. Lejos del paraíso soñado encontrarán el infierno: montes cerrados, exigua vegetación, lodazales, solazos, vientos tempestuosos y continuos e interminables arenales. Repetirán la historia de Gonzalo de Abreu y del mismo Francisco de Aguirre. Los sueños que los guían son “sueños de ilusos”. Pese a todo, Esteco, la ciudad bastarda nacerá por primera vez con otro nombre, con el de Cáceres, en homenaje a la ciudad de Extremadura de la que es oriundo Holguín. Nacida de la traición esta villa fue oficialmente fundada en 1567 por Diego de Pacheco que la rebautizó con el nombre de “Nuestra Señora de Talavera”, en honor a su ciudad natal como era costumbre. Fue la segunda ciudad fundada en el Tucumán, después de Santiago del Estero.
La fundación constituye un hito altamente significativo: en primer lugar porque nace antes que Salta, la capital de la provincia homónima y porque, a pesar de tener un nuevo nombre, la seguirán llamando Esteco. Su importancia se potencia por ser sede del Obispado del Tucumán. Tiene tres iglesias y hasta ella deben ir los jóvenes egresados del nuevo Colegio Máximo de Córdoba a retirar sus títulos. La primera Colación de Grados de la Universidad de Córdoba también tuvo lugar en la ciudad de los estecos en el año veintitrés.
Nuestra Señora de Talavera se convertirá en un feudo con señores y vasallos, trabajos inhumanos, esclavitud y represión para los que protestan. El enclave de la ciudad corresponde a una naturaleza desmesurada, marcada por los contrastes, que la autora describe detalladamente y que puede ejemplificarse con una frase que, según mi parecer, la sintetiza acertadamente: “en ese valle hostil pero fértil”. Lo inhóspito se combate en los primeros años con el trabajo de más de dos mil aborígenes y con los pioneros que los organizan y que padecen junto a ellos los peligros del Chaco.
La ciudad y sus habitantes son, en esta primera parte de la novela, los protagonistas indiscutidos. Personaje colectivo cuyos integrantes merecen citarse con nombre y apellido. Por eso se transcriben las listas completas de los documentos históricos. Y en ese punto esos nombres pasan del registro histórico al plano literario donde adquieren dimensiones que la historia no se atrevería a expresar:
“Ellos, los primeros demonios y santos de la maldita Esteco”. El lector asiste a la transformación de la comarca que pronto se enriquece y llega a la opulencia por ser un lugar estratégico, por el comercio y por su producción. Sin embargo, asiste, paralelamente, al anunciado final. La población será presa de las pestes, “la insensible acequia”, la soledad y la falta de agua entre otros males. La que fuera la cuarta ciudad del Tucumán en importancia no da para más en “esas calurosas tierras olvidadas por Dios”. Deberá mudar. Así, la ciudad, ese personaje colectivo, vuelve a mover el relato con sus acciones y adquiere características trágicas porque no puede cambiar su destino.
“Las órdenes del Gobernador son emigrar”. En esa frase se condensa el drama del desarraigo, del abandono, del éxodo que abrirá una dolorosa grieta entre los que deciden partir y los que se quedarán. Esteco se presenta como una ciudad quebrada, un pueblo partido en dos. La nueva localidad renace con el nombre de Nuestra Señora de Talavera de Madrid. Entre los ríos Las Piedras y Pasaje se abren nuevas esperanzas para la población. Pero la euforia inicial engañada por un progreso que no será sostenido en el tiempo dará paso a la disforia y el infierno estequeño volverá a imponerse. Si ese espacio se presenta adverso para los hombres, mucho más para las pocas mujeres que aparecen en el relato, condenadas al hartazgo y al eterno sufrimiento. Tal el caso de doña Isabel González. Su historia trágica reproduce la tragedia colectiva. En esas tierras no hay lugar para el amor. El Obispo don Melchor Maldonado y Saavedra profetiza, como lo haría Tiresias, el destino inexorable de Esteco: los terremotos y los hombres devorados por la tierra. El tiempo que durante el relato parece transcurrir con la monotonía propia de esas vidas condenadas se detiene en una fecha precisa: 13 de septiembre del año 1692.
Más de trescientos años después, Candelaria y Lisardo, los protagonistas de la segunda parte de la novela serán los encargados de darle sentido a los hechos que marcaron el nacimiento y la muerte de la denominada ciudad imposible. La profesora de Historia Regional y el antropólogo persiguen sueños similares: sacar a luz los misterios de la ciudad perdida. Durante las excavaciones cada nuevo hallazgo es motivo de alborozo, de placer: un arpa judía, un broche de mujer, la loza de Talavera… La lectura que de esos objetos llevan a cabo los protagonistas es un intento de hacer inteligible el mundo que eligieron habitar. Ellos, tal como los conquistadores y fundadores de ciudades durante la época colonial, persiguen sueños que no son más que “sueños de ilusos”. Si, como afirma el narrador, Lisardo morirá y la ciudad que persigue “nunca saldrá a la luz en su totalidad”, Esteco es una utopía. Una metáfora de la pasión por el conocimiento que ambos protagonistas padecen. La ciudad es una obsesión que lleva a Lisardo a abandonar el mundo por esa pasión a la que está destinado: “…sólo soy un hombre apasionado que hace lo que le gusta. Y soy egoísta, imagínese, hago solo lo que a mí me gusta”. Candelaria, que ha devorado los libros que él escribió, deslumbrada, lo idealiza al extremo de afirmar: “Él es Esteco”. La fusión entre la ciudad y el investigador se concreta en el desenlace, cuando el cadáver de Lisardo, “el Quijote de Esteco”, se confunde con el de otras víctimas del terremoto. El cuerpo frío de Candelaria yace a su lado. Ambos han sucumbido al embrujo de Esteco, “la Reina de los Chacos”.
Especialistas en Geología afirman que los terremotos son cíclicos, es decir, que si ocurrieron en el pasado volverán a ocurrir en el futuro con igual o mayor intensidad. Estos hechos suceden a través del tiempo en forma correlativa pero en la historia aquí narrada el tiempo transgrede las reglas y vuelve atrás para fundir el pasado con el presente. La literatura puede crear ese mundo alternativo que a los protagonistas les está vedado en la realidad. Ellos viven otras vidas adentrándose en el mismísimo infierno con tal de seguir explorando en sus conocimientos. Invito a los interesados en historia y en literatura argentina a leer esta novela y compartir el placer de leer, de experimentar, como afirma Roland Barthes, ese sentimiento de alegría, de júbilo, de plenitud que da la lectura de algunos textos escritos por otros. Como seres apasionados que somos, como lo hacía Lisardo, los lectores encontraremos en esta obra la oportunidad de hacer lo que nos gusta.