El ex Decano de Humanidades de la U.N.Sa. compartió una reflexión en el programa que se emite en FM La Cuerda (104.5). “La solidaridad en clave ´justicia social´ pone a prueba sus posibilidades a setenta años de su forja peronista”, enfatizó.
Ayer el presidente de la Nación pidió recuperar “la solidaridad como regla” y añadió que de esa forma se construyen las “mejores sociedades”. Al parecer, el sentido de esas afirmaciones resulta transparente y nos exime de toda reflexión. Sin embargo, la noción de solidaridad tiene su espesura significativa. Ha sido central, por ejemplo, para que Emil Durkheim, el padre de la sociología, pudiera explicar las diferencias entre sociedades premodernas y modernas. La solidaridad mecánica propia de las primeras se obtenía mediante valores y creencias compartidas, mientras que la solidaridad orgánica surgía en las sociedades donde los individuos, diferentes entre sí, son cohesionados por la dependencia mutua que se desprende de la división del trabajo.
Pedir que la solidaridad sea la regla, y hacerlo en un momento excepcional como lo es la pandemia, es también un modo de señalar que la excepción debe producir una nueva regularidad.
Pero ese deseo que es a la vez una exhortación, debe sortear los obstáculos que impiden la dispersión de posiciones al momento de establecer cómo debe ser comprendido. Especialmente cuando las exhortaciones han mantenido una larga filiación con el poder pastoral de occidente, revitalizado por la figura de un Papa argentino, tiene su propio modo de asumir la solidaridad como amor al pobre y como oposición al individualismo egoísta. Desde que el jesuitismo alimentó la Doctrina Social de la Iglesia, el interés por el pobre se articuló con la lucha contra la pobreza generada por la economía en las sociedades modernas. La solidaridad cristiana está atada a un modo de vida que tiene tanto de interpelación al neoliberalismo bajo las formas del capitalismo financiero, como de dificultades para contener las libertades demandadas por otras formas de vida, que también tienen sus propias construcciones de la solidaridad. Son otros amores los que animan las solidaridades de los feminismos, las diversidades y las disidencias sexuales.
La distribución equitativa del riesgo a la muerte visibiliza a través de la pandemia las imágenes de la solidaridad que habitan en el espacio ya no del amor, sino de la guerra. La idea de un enemigo invisible puede nutrir un nacionalismo sanitario de poca duración, pero también puede introducir nuevamente la hipótesis de que la guerra es permanente, que debajo del silencio de la paz social está el tronar de unas luchas que en sus derrotas no han perdido el último aliento.
La lucha de clases generó la solidaridad de clase, pero la doctrina peronista ha renunciado a esa forma de concebir lo social y es por eso que la solidaridad que se pregona, toma la forma inicial de los cuidados de sí y de los otros, expresada en sus niveles elementales bajo la forma del auxilio a los más necesitados hasta sus aspiraciones máximas de distribución de las riquezas, que toma el nombre de la justicia social.
La solidaridad en clave de justicia social está poniendo a prueba sus posibilidades a setenta años de su forja peronista, en el conjunto de fuerzas que pugnan por actualizar sus sentidos, las organizaciones de la economía popular piden solidaridad a la CGT, los feminismos piden sororidad y acompañamientos, la teología del pueblo pide solidaridad bajo la consigna tierra, techo y trabajo. La solidaridad como regla, trastoca las reglas neoliberales, pero las reglas están puestas en juego entre gobernados y gobernantes, más que nunca en nuestro presente singular.