Cada 12 de julio se conmemora el “Día de las Heroínas y Mártires de la Independencia de América”, en memoria del nacimiento de Juana Azurduy de Padilla. Un repaso por la obra de la salteña Juana Manuela Gorriti muestra el aporte de las mujeres a la gesta emancipadora.
Como una marca del destino, Juana Manuela Gorriti nació en el año de la independencia nacional (1816). Lo hizo en Salta y con el tiempo se convertiría en la fundadora de las novelas de ficción que siempre reflejaron los padecimientos generados por la guerra de independencia contra España y las luchas internas que la siguieron a la misma.
No podía sorprender. Era hija de José Ignacio Gorriti quien se involucró con la revolución de mayo y fue gobernador de Salta; casándose en 1833 en Bolivia con Manuel Isidoro Belzú quien sería presidente de ese país y fuera asesinado en medio de las guerras civiles que caracterizaron al continente tras la consolidación de los nuevos estados americanos.
Corresponde más referirse a ella a partir de los trabajos de otra escritora salteña que ha buceado en esa vida signada por la tragedia y la viudez provocada por la guerra. Me refiero a Raquel Espinosa, quien analizando la vida y obra de Gorriti muestra cómo la viudez que en aquellos años dejaron desprotegidas a cientos de mujeres fue manejada por la salteña con una dignidad fuera de lo común.
Y es que Gorriti como esposa del caudillo boliviano lo acompañó a todos los destinos que le imponían al militar; aunque finalmente terminara separándose e instalándose con sus hijas primero en Arequipa y finalmente en Lima. Muchos de los conflictos de pareja se explican por la rebelión de la salteña contra la sociedad patriarcal que imponía a las mujeres un papel excluyente en la vida pública.
Gorriti no. Ella leía, opinaba, escribía y conspiraba y a esas actividades se sumaron los rumores de romances clandestinos de ambos cónyuges por lo que el fin de matrimonio en 1848 era previsible. No obstante, cuando Juana Manuela, casi 20 años después se enteró del asesinato de su exesposo retornó a La Paz para rescatar junto con una hija, el cadáver de Belzú que yacía en el Palacio Presidencial.
En su biografía sobre Belzú, dice Raquel Espinosa, Juan Manuela cuenta que durante tres días desfilaron por la capilla ardiente levantada en la residencia de su hija mayor, hombres, mujeres, ancianos y niños angustiados por la muerte del Tata, tal como llamaba el pueblo al militar que según los historiadores fue un precursor del populismo en el continente.
Sea como fuere, la guerra y las muertes que trajeron no la abatieron. Y aunque la viudez la dejó más desamparada siguió luchando. Le aparecieron nuevos amores, nuevas lecturas y nuevos trabajos que incluyo la educación de señoritas y la organización de veladas literarias.
Como a tantas otras vidas, las guerras por la independencia la habían expulsado de su patria a ella y a su familia, le habían arrebatado sus bienes y sus amigos. En Bolivia las mismas luchas contribuyeron a la disolución de su matrimonio y determinaron su viudez. A la muerte de su esposo sucedieron las muertes de sus hijas. Debió también sufrir las muertes violentas de sus hermanos. Una vida, en síntesis, signada por la tragedia.
Años más tarde, como hija de un guerrero de la independencia se la notificó de una pensión que recibiría por una ley sancionada durante la presidencia de Domingo Sarmiento pero la pensión implicaba que Juana Manuela, entonces de casi 60 años, residiera en Buenos Aires para poder cobrarla cuando en Lima había encontrado un hogar seguro.
Con las únicas armas con que sabía defenderse, las palabras, disparó contra los responsables de esa injusticia a quienes tildó de “zánganos”: “He aquí yo – escribió – que en la vejez, edad de reposo, para escapar al rudo trabajo de la enseñanza, voy peregrinando en busca de un pedazo de pan que mi país me echa como una limosna cacareado y dado en cara en pago de la inmensa fortuna que mi padre prodigó para darle la independencia.”