En este extracto del libro El oficio del operador político en Salta, el autor Daniel Ávalos refleja el ascenso de Juan Carlos Romero de la mano del entonces presidente Carlos Menem. Poderes en las sombras, jugadas maquiavélicas y temperamentos temibles.
“Yo soy un militante político pero mi oficio, si tuviera que definirme, es el de un operador político. Todo lo que un operador tiene de Maquiavelo y todo lo que un militante haría desde un punto de vista ideológico tienen un patrón común que es el triunfo, llegar al Poder. El militante cree llevar adelante una revolución o un cambio social, quiere modificar para ser protagonista, del mismo modo que Maquiavelo le indicaba al Príncipe cómo llegar al poder. No son cosas enfrentadas”.
Así se definió Torres ante quien escribe, en la primera entrevista que le realizara para el semanario Cuarto Poder en abril de 2014. En otra charla, posterior a un largo reportaje, Torres evocó con una sonrisa su primer encuentro con Juan Carlos Romero en el año 1986. “Traía puesto un sombrero panameño”, dijo con asombro, mientras trataba sin éxito de recordar el nombre de la persona que hizo de nexo entre ambos. El objetivo de aquella reunión era simple: que el entonces senador nacional más joven del país contara con la colaboración de alguien con buenas relaciones en la Cámara Alta nacional, que poseyera un conocimiento preciso de los pasillos que conviene transitar y supiera qué puertas deben tocarse para sellar acuerdos que siempre dependen de la exitosa combinación de movimientos y múltiples decisiones emanadas de innumerables personas.
Torres también resaltó aquella vez que, desde el principio, vio un Romero con enorme vocación de protagonismo y que entre ellos había una coincidencia fundamental: la época de los viejos caudillos provinciales –Roberto Romero personalizaba ese estilo en Salta– había concluido. Desde entonces, el recorrido conjunto de Romero y Torres es indudable. Puede verificarse con los antecedentes que uno y otro estamparon en sus respectivos currículums: uno como senador, el otro como asesor. Ejemplifiquemos: el del primero apunta que durante los años 1986-1992 presidió la Comisión de Economía del Senado Nacional; que en 1990 era Secretario de la Comisión Bicameral de la Reforma del Estado; luego, Secretario de la Comisión Especial de Deuda Externa del PARLATINO –en 1992– y que en 1994 fue Convencional Constituyente por Salta para el proceso de Reforma de la Constitución realizado en la provincia de Santa Fe. En todos los ámbitos mencionados aparece Torres como asesor.
Los esfuerzos de Romero por incorporarse al establishment justicialista nacional no lo distrajeron de la tarea de convertirse en referente del justicialismo salteño. En 1991 integraba el Consejo Provincial del Partido Justicialista de Salta; más tarde presidió el Congreso Provincial del Partido y fue también el Vicepresidente Primero del Consejo Provincial. Ángel Torres, mientras tanto, era nombrado coordinador del Foro de Intendentes Justicialistas de Salta en el año 1994. Un año después, el “jefe” se convertiría en gobernador de Salta y crearía para Torres un cargo con rango ministerial: Secretario Privado del mandatario.
En esas elecciones, Romero se enfrentó a un partido de innegable crecimiento desde 1982 y que desde el año 1991 controlaba el Estado. Dos variables siempre potentes en elecciones de cualquier tipo. Lo último es tan obvio que nos permite prescindir de cualquier comentario. Sobre lo primero conviene detenerse brevemente. Fundado por quien fuera gobernador de facto en los últimos años de la dictadura –el marino Roberto Augusto Ulloa–, el Partido Renovador de Salta (PRS) fue consolidándose a fuerza de buenas performances electorales. Podemos corroborarlo con los registros del Centro de Estudios Nueva Mayoría que publicó datos sobre elecciones en Salta para la categoría diputados nacionales. En 1983, el PRS alcanzó el 7,7% de los votos; dos años después, el 22,7% (71.135). En 1987 baja la performance, aunque con el 19,7% (68.274) dejaba en claro que se había convertido en parte estructural de la política salteña. De allí que en 1989 le disputara a la UCR la condición de segunda fuerza: mientras el PJ triunfa con el 39,7% y la UCR alcanza el 25,8%, a corta distancia aparecía la Confederación Federalista Independiente, que lideraba el PRS con el 25,6% (84.039). Dos años después, logra lo que hacía ocho años parecía imposible: triunfar en las elecciones de 1991 con el 53,3% de los votos (189.009) frente al 36% que obtiene el PJ con la candidatura de Roberto Romero.
Con legisladores nacionales propios y el control del parlamento provincial durante los primeros dos años de su gobierno, Ulloa hizo lo que su ideología le ordenaba: sumarse a las reformas neoliberales impulsadas desde Nación, aunque haciendo mal lo que Menem hacía lamentablemente bien. Y es que el PRS adoptó medidas que afectaron negativamente al electorado popular, pero, a diferencia del menemismo, vaciló, se sofocó con las palabras y fue incapaz de emular a un Menem que derrotó las resistencias populares e impuso los valores del neoliberalismo hasta en sectores que serían víctimas del modelo. Roberto Ulloa, en definitiva, no pudo imponer medidas antipopulares en un contexto democrático, tal como lo había logrado durante su gobierno de facto. No por pericia propia, sino porque en aquellos años negros contaba con un aliado principal para imponer tales recetas: la represión y la sumisión que ella generaba.
Romero se enfrentó a ese partido de gobierno que se deshilachaba y no tenía a su líder –Ulloa– como adversario directo por estar prohibidas las reelecciones. En contrapartida, el entonces senador nacional llegaba a la provincia como un candidato de potencia indiscutible. Podía presumir de un prestigio parlamentario puesto al servicio del “proceso de transformación nacional”; de haber encontrado un lugar en ese menemismo que asociando liberalismo con modernización emitía eslóganes simples, beligerantes y efectivos que se reproducían como verdades absolutas. Se trataba de variables que despertaban admiración entre quienes anhelaban tener un representante salteño en el “Círculo Rojo” nacional. Nadie desconocía, además, que el candidato era parte de una élite provincial con acceso a información privilegiada y que, por ello mismo, asegura saber qué es lo que conviene a la provincia. El razonamiento de la dirigencia y no pocos ciudadanos era lógico: Juan Carlos era parte de una familia de Poder, hijo de un exgobernador, tenía solvencia económica y era propietario del medio de comunicación más importante de la provincia.
En definitiva, reunía las condiciones para ser ungido por un justicialismo salteño huérfano de liderazgo tras la muerte de Roberto Romero en febrero de 1992. El exgobernador había sido el caudillo indiscutido entre 1983 y 1987 cuando ejerció la gobernación y retuvo el poder suficiente para vetar las iniciativas del peronista que lo sucedió, Hernán Cornejo (1987-1991), quien quedó preso de la crisis económica galopante, la potencia de la oposición no peronista de entonces, las zancadillas de “Don Roberto” y de su propia incompetencia para sortearlas. Todo culminó con el triunfo del PRS de Roberto Ulloa, aunque el escenario en 1995 era distinto por el desgobierno renovador y por cómo el equipo de campaña de Juan Carlos Romero modificó el contexto político en favor propio.
Lo primero se relacionaba con una Salta donde el incremento del desempleo y la pobreza no podían disimularse, el atraso en el pago de salarios estatales eran casi la norma y las huelgas interminables: el combo deslizó a Ulloa a hablar de una Salta “inviable”. Lo segundo, en cambio, se relacionaba con razones de estrictas estrategias políticas: en 1991 Ulloa le había ganado a un peronismo dividido y aglutinando el voto antiperonista con un frente que incluyó a los radicales; aunque en 1995 el radicalismo presentó fórmula propia. Viejos militantes radicales admiten hoy lo obvio: la fórmula José María Farizano-Roberto Soto de la UCR fue fogoneada por el propio Romero con el objetivo de debilitar a la del gobierno: Jorge Oscar Folloni-Julio César Loutayf. Los números electorales mostraban lo acertada que resultó la maniobra: Romero arañó el 48%, el partido del gobierno superó el 42% y los radicales llegaron al 8%.
De allí que la unidad del peronismo antes de las elecciones resultara crucial. Torres jugó un rol importante. Fue el lado peronista en la cabeza de un Juan Carlos que nunca se sintió cómodo ni con el estatismo justicialista, ni con el folclore partidario repleto de actos sudorosos y referentes territoriales que mientras hacen bailar un escarbadientes entre los labios, escuchan las demandas de un dirigente, se sacan la astilla de la boca y escupen entre los colmillos para arrojarse a la tarea de llevar el nombre de un candidato a los rincones más periféricos de la provincia. Es obvio que la tarea no era exclusiva de Torres y que este no necesariamente bajaba al terreno, pero sí hacía de estratega que desde lo alto de una colina monitorea la correcta ejecución de los movimientos. La unidad peronista era condición necesaria para el triunfo y esa unidad debía asociarse a una “renovación” personalizada en un Romero que no toleraba los desbordes.
El trabajo era factible. Por las condiciones del propio candidato y porque –aun cuando los diferentes sectores acostumbraban a publicitar sus peleas internas explicitando que los apoyos debían reportar beneficios prácticos para el bando– la cúpula señalaba que en esa característica residía el germen de la balcanización extrema que se desarrolló hacia el año 1991. El discurso era simple y poderoso: terminar con el disenso era la condición de posibilidad para retornar al Poder. La teoría mantuvo vigencia durante años. En un libro que Juan Manuel Urtubey publicó en 1999 [NdR: “Sembrando Progreso], el entonces diputado nacional lo repetía: “Lo que permitió la llegada al gobierno del Cap. Roberto Ulloa, a pesar de la unidad formal del Justicialismo, fue la división entre el candidato a gobernador Roberto Romero y quien en ese momento ejercía el gobierno, el Dr. Hernán Cornejo”.
Pero volvamos a 1995 y los trabajos para garantizar la unidad. Era claro que el equipo de campaña contaba con poderosas herramientas para conseguirlo: El Tribuno llegaba a los rincones más alejados de la provincia, mientras los semanarios políticos que se popularizaron desde los años 80 atravesaban al 100% de un activo político que leía allí lo que el principal medio de la provincia no profundizaba: los detalles más escabrosos de las roscas políticas y las campañas negativas más descarnadas. Semanarios, además, dirigidos por personas que en general habían sido funcionarios, dirigentes o militantes del propio peronismo. Solo el semanario Cuarto Poder podía presumir de un staff vinculado a la UCR de Salta y cuyo director llegaría años más tarde a candidatearse para la intendencia, sin éxito. No obstante, los números editados en esa coyuntura se imprimían gratis en los talleres de El Tribuno por lo funcional que era a la estrategia de campaña romeriana: fuertes críticas al gobierno renovador y apoyo a la fórmula del radicalismo que solo podía restarle votos al partido del gobierno.
Aunque los estilos variaban, los mensajes eran bien homogéneos: el aumento del desempleo, de la pobreza, los problemas para pagar salarios o las movilizaciones recurrentes eran atribuibles a la inoperancia, incapacidad e ineficacia del gobierno renovador. Romero, en cambio, era el atajo para incorporar la provincia al proyecto nacional. Un movimiento de manual que, sin embargo, sofisticó la elaboración de los mensajes a partir del trabajo de consultoras nacionales que, midiendo el humor social con datos estadísticos debidamente recolectados y analizados, permitían generar un “candidato producto” que pudiera satisfacer las demandas de la población.
Torres relató a quien escribe que aquella vez contrataron los servicios del histórico publicista del peronismo Pepe Albistur, el hombre que había participado de la campaña de Ítalo Luder en 1983, en la de Carlos Menem en 1989 y que más acá en el tiempo se involucró con las campañas de Néstor Kirchner y la propia Cristina Fernández. De los dos últimos, incluso, fue Secretario de Medios hasta 2009 cuando, blanco de denuncias por irregularidades en la gestión, terminó alejándose del gobierno sin que esto supusiera rupturas del vínculo político y hasta personal.
En la Salta de 1995, un eslogan de esa campaña sintetizaba bien los muchos pliegos del enunciado romerista: “Salta merece lo mejor”. La aspiración era clara y acorde a lo que el menemismo popularizó con su modelo: el acceso a bienes y servicios propios del primer mundo. El eslogan incluía otro mensaje: la aspiración era factible si el electorado se quedaba “con el mejor de los candidatos”. La frutilla del postre fue el tramo final de la campaña: el apoyo decidido de la cúpula del gobierno nacional que así se presentó como el garante poderoso del pacto entre el Romero candidato y la sociedad.
En agosto de 1995, Eduardo Menem –hermano del entonces presidente y poderoso senador de la Nación– declaró a El Tribuno que en “Salta no hay otra propuesta mejor a la de Romero (…) es el mejor candidato para gobernar Salta, porque conoce los problemas del Interior (…) es un hombre que comparte la filosofía del gobierno nacional, que ha tenido una actuación brillante en el Congreso”. Eso no fue todo. En la presentación del programa de gobierno, Romero estuvo acompañado por el vicepresidente electo, Carlos Ruckauf; mientras en la caravana de cierre de campaña se mostraron con él los gobernadores de Buenos Aires y Santa Fe. Ambos fueron testigos de cómo el salteño recorría las calles de la ciudad montado en el “menemóvil”, que el presidente reelegido, en mayo de ese año, envió a Salta para dejar en claro quién era su hombre en la provincia.
Ministro sin cartera
Juan Carlos Romero asumió la gobernación en diciembre de 1995. Una de sus primeras medidas fue reformar la Ley de Ministerios. Allí se dejaba establecido que la figura del Secretario Privado tendría rango ministerial. Torres ocuparía ese puesto y de él empezó a decirse de todo: ministro sin cartera, ideólogo y/o ejecutor de las políticas de gobierno, el funcionario con gastos reservados inagotables, la persona que influía en la elección de los ministros, el monje negro que se enriquecía ilícitamente, el hedonista de moral dudosa, el enemigo declarado del vicegobernador Walter Wayar, el malvado que pedía la cabeza de los subordinados que osaban desacatarse contra el orden político que Romero iba instituyendo, la persona que podía discutir con el propio jefe sin por ello poner en riesgo la cercanía en la que basaba su propio poder.
A Torres, en definitiva, muy tempranamente la autoridad parecía emanarle del cuerpo. Lo destacan viejos dirigentes y funcionarios, pero también personas que por entonces eran empleadas públicas. Es el caso de Cristina Cobos, una histórica militante de los Derechos Humanos en Salta y que por entonces se desempeñaba como Jefa del Departamento “Registro Oficial de Leyes y Decretos”: la oficina encargada de archivar los originales de leyes, decretos y resoluciones producidas por el ejecutivo provincial. Cristina recuerda que en el año 1996 pidió hablar con Torres para frenar las pretensiones de un secretario de Estado que buscaba quedarse con la oficina que ella ocupaba.
Me atendió un poco jocosamente, me preguntó qué pasaba y le explique que necesitaba que hablara con Aníbal Caro [Secretario de Empleo] que yo no podía correrme del lugar con todo el material que estaba a mi cargo y me dijo ‘¿Por qué defendés tanto esos libros? ¿Qué son, pornográficos?’. La respuesta me produjo tal enojo que le dije ‘usted me está faltando el respeto en primer lugar, y en segundo lugar qué tengo que hacer acá yo, salteña, empleada con treinta años de servicio y usted es porteño. A usted no le interesa ninguno de los que estamos acá, tampoco lo que es Salta ni lo que tiene Salta, así que la verdad es que yo no sé qué hago acá’. En realidad, no se enojó. Me miró, siguió sonriendo y me dijo: ‘bueno, no te enojes. Ya voy a hablar con Aníbal Caro’. Me levanté y me fui.
Las gestiones no dieron resultado. Aníbal Caro terminó apoderándose del espacio y Cristina con sus documentos terminaron arrinconados en un lugar cercano a la cocina en donde estuvo hasta el año 2006. La entonces Jefa de Departamento atribuyó el desenlace al simple desinterés por su trabajo y no a la falta de autoridad de Torres, de cuyo poder hablaban todos según el recuerdo de Cobos: “Yo siempre escuchaba a los y las ordenanzas porque son los que entran a los despachos, miran, escuchan y saben. La verdad es que el cartel que tenía Torres era el del ‘temible’, ‘poderoso’, ‘el que hacía lo que quería’ y el que ‘más venia tenía del gobernador’”. Cobos, incluso, sumó otra variable para medir la influencia y la autoridad del secretario personal del gobernador Romero en aquellos años.
“Juan Carlos Romero se caracterizó durante su gestión –por lo menos en la primera, 1995-1999– por ser una persona maltratadora a un nivel tremendo: desde la ordenanza hasta allegados de su entorno. Vi gente temblar ante situaciones equivocadas y tener que decirle a Romero ‘nos equivocamos y tenemos que hacerlo de nuevo’. Era como el fin del mundo. Pero también comprobé que al que no maltrataba nunca era a Torres y al ‘Loviche’ Saravia, que era un abogado que llegó a ser Secretario General de la Gobernación y ministro de la Corte. Él vivía en Buenos Aires y estaba a cargo de una consultora que redactaba todas las leyes y documentos de Romero. Saravia siempre hablaba conmigo, pero yo estaba muy a la defensiva con este tipo de personas porque sabía de dónde venía: escribió los libros de Guardia de Hierro”.
El Loviche se llamaba José Adolfo. Era un letrado cuyo recorrido político se inició en los años 60 e incluyó la tarea periodística. Sobre él se montaron leyendas rosas y negras en base al rol que jugó durante los años 70 y 80. Todos coinciden en que junto al ministro Gilberto Oviedo y al propio Ángel Torres conformaron un trío estratégico en la primera gestión de Juan Carlos Romero: Saravia como pieza clave en el montaje de la ingeniería jurídica del orden romerista; Oviedo como operador económico-financiero y Torres como operador político. Nadie duda de esa división de tareas original, aunque claramente sólo Torres trascendió en el tiempo y en importancia a los dos primeros.
Los Golden Boys: la nueva burocracia estatal
“Hay otros operadores en los cuales yo me enrolo y en dónde la política está por encima de la administración. (…) Siempre trabajé la interrelación con personas, con grupos, o formadores de opinión y no los detalles técnicos o intelectuales de la administración pura. Del mismo modo fui el hombre que agrupó a un grupo de jóvenes en donde estaba Juancito [Urtubey] y que la opinión pública calificó con un clima de denostación, los “Golden Boys”. Pero lo que la sociedad no meritó es que muchos de estos chicos no tenían afiliación partidaria y fueron convocados a trabajar en la administración pública. Teníamos chicos de entre 25 y 30 años que en un momento dado del gobierno de Romero los podías exportar”.
Torres nunca se acomplejaba de su condición de operador político. Sí quería dejar en claro qué tipo de operaciones eran las que él ejecutaba. En esa entrevista que le realizara, enfatizaba que su trabajo nunca fue el de nutrir de dinero a los jefes políticos a partir de entramados financieros que, en Salta, se asocian a figuras como Emilio Cantarero o Gilberto Oviedo: el primero, hombre de absoluta confianza de Don Roberto y el segundo, como ya lo mencionáramos, un ministro poderoso de Juan Carlos. Torres se atribuía para sí la tarea de indicarle al Príncipe para dónde iba la bocha, identificar oportunidades políticas – electorales y, en Salta, la conformación de un grupo de jóvenes que devendrían en altos funcionarios del Estado.
El contraste entre los criterios valorativos de la sociedad y los del propio Torres, no era algo que le quitara el sueño. No sólo porque estaba convencido de que los criterios de la política y la administración colaboraron para hacer “viable” la provincia “inviable” de Ulloa, sino, fundamentalmente, porque un operador político que se precie de tal se valora a sí mismo por la destreza y el éxito de las estrategias que apuntalen los lineamientos políticos del jefe. De ese éxito cotidiano, incluso, depende la posibilidad de que el operador cuente con los recursos y las herramientas para seguir “operando”. En el caso de Ángel Torres, eso fue evidente. Romero reformó la Ley de Ministerios provincial e introdujo el cargo de “Secretario Privado” que el exmilitante de los “Demetrios” ocupó con rango de ministro. Tuvo a disposición fondos reservados, era parte del entorno más inmediato del gobernador, su influencia en cuanto a toma de decisiones era indisimulable, ejercía el Poder sin complejos y todos suponían que todo lo que hacía estaba previamente hablado con el gobernador: hasta la confección de listas blancas y negras que servían para facilitar el ascenso de algunos y privar del mismo a otros.
El impulso a esa camada de jóvenes funcionarios se enmarcaba en la estrategia general de fortalecer el liderazgo de Romero y dar forma “antropomórfica” al proyecto político provincial: si la economía se había independizado de la política y la ideología, la gestión debía depender de una élite de “expertos” en la administración de un Estado que entregó a los agentes privados la explotación de los servicios públicos, el manejo de las finanzas provinciales y los recursos naturales. A ese orden, además, había que resguardarlo de las “artificiales” reglas de la política para no entorpecer la “generación de riquezas”.
El gobernador y su secretario comulgaban con esa concepción. Si a la misma llegaron por caminos distintos es algo que desconocemos, aunque claramente debieron reforzar el posicionamiento tras años de trabajo en el Senado Nacional como parte del establishment menemista. Allí fueron protagonistas de una tendencia creciente en el país que luego aplicarían a Salta: el auge de los think tank financiados por organismos internacionales que pedían “todo el poder” a los tecnócratas promercado. El éxito del Plan de Convertibilidad instaurado en el país en marzo de 1991 por Domingo Cavallo, por ejemplo, catapultó a su creador como el modelo de funcionario a emular: título académico, especializaciones en el exterior, manejo de idiomas y desprecio por las reglas de la política siempre asociadas con el juego de palabras inconducentes.
Las tareas en ese sentido comenzaron de inmediato y las víctimas del proceso no tardaron en aparecer: parte importante de la vieja dirigencia justicialista salteña, cuya formación y estilos eran tildados de poco modernos. Podían ser referentes de mediano peso electoral o dirigentes marginales que habían prestado servicios durante la campaña, aunque finalmente fueron desplazados de los principales cargos por un romerismo que veía en ellos a personas sin reconocimiento ni prestigio para ocupar lugares importantes en la administración. Muchos cargaban ya con sus años, aunque también había entre las víctimas jóvenes que no daban con el perfil.
No obstante, sería un error concluir que el romerismo prescindió de los “políticos” a quienes les reconocían vocación para la rosca, capacidad para contener descontentos y base electoral. Este grupo se nutría fundamentalmente de legisladores e intendentes que se subordinaron al nuevo Jefe y era el que podía garantizar recursos, gestiones y servicios del Estado a quienes mostraran subordinación y lealtad. La balcanización del justicialismo salteño, en definitiva, había llegado a su fin. Ello supuso neutralizar el factor que lo hacía posible: tribus justicialistas con un poder de fuego insuficiente para imponerse al conjunto, pero suficiente para mantenerse con vida en ese hervidero que era el peronismo provincial. Ya en el Poder, Romero y Torres centralizaron los recursos, los distribuyeron con criterios que estuvieron lejos de ser neutrales y dejaron en claro que al nuevo Jefe no le interesaba convencer, sino ordenar. El axioma alcanzaba incluso a la gestión cotidiana. Otra vez Cristina Cobos puede venir a nuestro auxilio. Cuando relata aspectos de aquellos primeros años de gobierno, resalta lo siguiente: “Rrecuerdo muy bien palabras de los abogados y hasta de la misma Secretaria General de la Gobernación –la doctora Sonia Escudero– que enfatizaba que ‘las palabras del gobernador no se discutían, se cumplían’. Era pecado decir que no, o discutir una orden”.
Ese mandato estuvo inscripto desde el inicio en los Golden Boys. Cualquier tipo de razonamiento político en sus orígenes no podía prescindir de una premisa fundamental: el ascenso que protagonizaban se lo debían al gobernador y a su secretario, que era el ejecutor de la idea del primero. Quien mejor lo pinceló por escrito fue Juan Manuel Urtubey en su libro publicado en 1999 y que aquí ya mencionáramos.
“Agradezco al equipo de colaboradores que acompaña en su gestión al Gobernador de la Provincia, principalmente a su Secretario Personal, Sr. Ángel Torres, quien muchas veces supo acercarme la médula del pensamiento de Juan Carlos Romero, en el marco de su constante y estratégica tarea, fruto de una visión que impulsa la formación de nuevos cuadros dirigenciales del justicialismo”.
Ya volveremos a Urtubey. Ahora señalemos que el perfil de quienes integraban ese grupo era bien homogéneo: jóvenes de entre 20 y 30 años titulados en carreras como derecho y contaduría; la mayoría sin militancia política, aunque provenientes de familias que poseían algún tipo de vinculación con el Poder local; precoces apóstoles de un pragmatismo que valoraba como positivo todo lo que acercara al Poder y reforzadores sin complejos de aquello que el militante o los medios opositores describían como una estridente frivolidad asociada al apego a la buena vida, la costosa vestimenta, una cultura del personal training y un estilo canchero que parecía no conformarse con saberse exitosos, sino además que todos notaran que efectivamente lo eran.
El extracto publicado prescindió de las notas al pie de páginas de la publicación original. Quien desee acceder al libro puede pedirlo al 3874496462.