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Efemérides | José Félix Uriburu, el salteño que protagonizó el primer golpe de Estado en el siglo XX

Fue el 6 de septiembre de 1930 y como buen golpista, dijo que venía a poner fin a los “desquicios” provocados por la democracia. El manifiesto del golpe lo redactó Leopoldo Lugones que generó el marco conceptual para todo el golpismo del siglo XX. (Daniel Avalos)

Haciendo honor a la casta de la que procedía, Uriburu fue hijo de dos primos hermanos: José y Serafina Uriburu. Nació en Salta el 20 de junio de 1867, partió a Buenos Aires en 1881 para concretar sus estudios secundarios y cuatro años después ingresó al Colegio Militar dando inicio a una carrera que coronó con lo que fue el primer golpe de estado del siglo XX. Un golpe que no sólo inauguró un proceso de medio siglo de interrupciones violentas de gobiernos constitucionales; sino que también dio el marco conceptual para todos los golpes que le siguieron hasta llegar al más macabro de todos: el de 1976.

Ese marco conceptual quedó estampado en el “Manifiesto Revolucionario” redactado por Leopoldo Lugones, ese hombre al que muchos señalan con el desmesurado título de gran poeta nacional y cuyo aporte fundamental fue justificar con palabras las acciones de Uriburu en 1930. Leamos a Lugones: “Exponentes del orden y educados en el respeto de las leyes y de las instituciones, hemos asistido atónitos al proceso de desquiciamiento que ha sufrido el país en los últimos años”.

Los golpistas son así. Poderosos que siempre están atónitos ante los desquicios que produce la democracia. Ciudadanos que se sienten elegidos y que en nombre de las leyes que violentan y las instituciones que desmantelan se sienten autorizados – escribió Lugones en ese manifiesto – a apelar “a la fuerza para libertar a la nación”.

Uriburu ejecutó la idea tras años de conspiraciones y por ello mismo se convenció de que era el redentor de la nación y encarnar eso que el mismo Leopoldo Lugones en el panfleto “La hora de la espada” había identificado como “Jefes Predestinados”: aquellos que deben mandar “por su derecho de mejor, con o sin ley, porque esta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad”. Pero Uriburu no era lo que creía ser. Apenas pudo convertirse en un simulacro criollo de Benito Mussolini al que sin éxito quiso emular en lo personal y en lo que a conformación de la sociedad se refiere.

Como el Duce italiano, pretendió movilizar a las masas aunque sólo logró montarse en el descontento con el gobierno de Irigoyen y aglutinar una runfla de jóvenes “bien” que queriendo ser los camisas negras italianos gozaron de impunidad para que de su elitismo ofendido brotara la furia contra hijos de inmigrantes a quienes identificaban como elementos corrosivos al ser nacional.

A Uriburu, además, nada le salía como quería: en vez de encabezar una revolución precisó de una Corte Suprema de Justicia a la que prometió no importunar a cambio de una acordada que, reconociendo su gobierno provisional, legalizaba lo ilegal; conformó un gabinete repleto de miembros de la Sociedad Rural y el Jockey Club; a diferencia de las experiencias fascistas europeas a las que aspiraba a parecerse, no creó vigorosas instituciones en las que asentar su poder porque sólo consiguió el apoyo de la marina y de un ejército que en cuestión de horas quedó al mando de quien impulsándolo a derrocar a Irigoyen y hacer el trabajo sucio, pronto se convertiría en presidente del país: Agustín P. Justo.

Lo macabro, sin embargo, fue que el trabajo sucio de Uriburu fue bien sucio. No sólo por el aporte conceptual que legó a los futuros golpistas; también por la impronta antipopular de las medidas dictatoriales que en ese y otros golpes siempre fueron en auxilio de la rentabilidad de los poderosos. Algunas publicaciones (Gustavo Dalmazzo: “El primer Dictador. Uriburu y su época”) dan algunas ideas al respecto: disolvió el Congreso, intervino las provincias y también las universidades que desde 1918 gozaban de autonomía; redujo las inversiones en obras públicas salvo las vinculadas a la patria agroexportadora; cesanteó 37.479 empleados públicos entre diciembre de 1930 y mayo de 1931; suspendió las leyes laborales; libró una desaforada lucha contra el bolchevismo comunista en la que fueron encasillados todos los opositores al régimen; inauguró la Sección Especial de la Policía Federal que terminó siendo comandada por el hijo del poeta Lugones que también se llamaba Leopoldo pero al que le decían “Polo” y adquirió fama no por escribir arengas sino por perfeccionar los métodos de tortura e inventar la picana eléctrica; además, el gobierno de Uriburu instauró la Ley Marcial el 1º de febrero de 1931 por la cual fusilaron a anarquistas entre los que sobresalió el caso de Severino Di Giovanni a quien el genial Osvaldo Bayer inmortalizó con un libro menos popular que la “Patagonia Rebelde”, pero igual de riguroso en lo que acopio de documentación se refiere.

José Felix Uriburu, Leopoldo Lugones y Lisandro de la Torre en el palco oficial de Newells.

Rodeo de dignidad

El fin del anarquista fue de una dignidad de la que carecía el dictador. Si lo primero puede registrarse es porque de ello quedó constancia en las muchas crónicas periodísticas que cubrieron un fusilamiento que el dictador convirtió en espectáculo público para amedrentar “subversivos”. Roberto Arlt, fue uno de esos cronistas y su relato formó parte de las “Aguas Fuertes” que publicaba en el diario El Mundo.

Con su estilo impersonal, Arlt estampó frases como las que siguen: “(…) Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huida hacia las sienes como las panteras. Labios finos y extremadamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte (…) Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno (…) El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta el agua para el mate (…) El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita ´Venda no´. Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso”.

Así redacta Arlt la escena final del hombre que va a morir y espera el momento con una entereza que a todos enmudece. Un segundo antes de que el pelotón apriete los cinco gatillos que producirá el fogonazo letal, Di Giovanni grita “Viva la anarquía” y el grito y el estruendo de los disparos enmudece a los elegantones de galera y zapatos de baile que celebraban al gobierno decidido a terminar de una buena vez, con las escorias que contaminan la pulcra esencia del ser nacional”. La escena provoca que el reportero del diario Buenos Aires Herald también citado por el libro de Osvaldo Bayer, le dé a su nota un cierre inesperado para los lectores de ese medio gráfico: “La descarga terminó con el más hermoso de los que estaban presentes”. Roberto Arlt, también conmovido por la dignidad del fusilado y la frivolidad de los ciudadanos bien, finaliza su nota haciendo referencia a ese sector de la sociedad: “Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: ´Está prohibido reírse´. ‘Está prohibido concurrir con zapatos de baile’”.

La huida sin entereza

El fin de la experiencia dictatorial de Uriburu careció de la dignidad reseñada por la prensa de la época para las víctimas del dictador. Sus reformas corporativistas a lo Mussolini mediante las que pretendía que distintos sectores productivos y sociales reemplazaran a los partidos políticos, nunca tuvieron chances de realización.

Debió creer que el desprestigio del radicalismo en 1930 suponía apoyo automático a él y al golpe y entonces autorizó en abril de 1931 elecciones para gobernador en Buenos Aires en la que arrasaron los radicales motivando que el dictador invalidara los resultados. Cansados del simulacro de liderazgo, el orden conservador del que el propio Uriburu era parte prefirió acabar con el experimento y rearmó el régimen que el irigoyenismo había trastocado a partir de 1916.

Uriburu hizo entonces su último aporte: llamó a elecciones nacionales para fines del 1931 y condicionó tanto las mismas que el radicalismo se abstuvo de participar. La abstención garantizó el triunfo de Agustín P. Justo a quien el propio dictador le puso la banda presidencial en febrero de 1932. La década infame y el llamado fraude patriótico habían nacido. Uriburu partió entonces a Paris dos meses después, el 29 de abril de ese año, finalmente pereció.

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