La senadora volvió a atosigarnos con dios y jura que la marea verde es una cuestión de las grandes urbes que no representa a Salta, mientras el tesón pro derechos de la cineasta pincela una voluntad colectiva y feminista que impugna a la Salta monacal. (Daniel Avalos)
Hay una Salta senil que languidece. Todos la conocemos. Se trata de una salteñidad irradiada por las usinas eclesiásticas y patricias que se encargó de ir a nuestro encuentro para transferirnos su pretérito bagaje cultural. Uno que respondiendo a intereses sociales específicos se internalizó durante décadas como propio de todos los salteños, aun cuando muchos de esos salteños fuéramos víctimas de esos valores que reivindican a un dios omnipresente, a una Fe que como todas aborta las preguntas y en donde la cerrazón ante lo “extraño” devino en deber de cruzados que prefieren morir calcinados antes de ver cómo lo “ajeno” degenera lo salteño.
Como en otras dimensiones sociales, tal “salteñidad” cuenta con sus halcones y palomas. Ente los primeros hay personajes como Martín Grande, Andrés Suriani o Alfredo Olmedo quienes consideran que a la hora de defender la salteñidad deben salirse con las suyas a como dé lugar y sin ceder nada; mientras las palomas serían algo así como malos discípulos del italiano Giuseppe Tomasi de Lampedusa. Hablamos del autor de la novela El Gatopardo que narra la historia del príncipe Fabricio Salina; un aristócrata lúcido quien percatándose que su mundo desaparecería ante el avance de la modernidad, decide evitarlo adoptando los cambios necesarios sin poner en peligro lo fundamental popularizando una frase que se volvió definición política desde los 60 cuando se publicó la novela primero y se la llevó al cine después: “cambiar para que nada cambie”.
En el debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo, la salteñidad echó mano a halcones y palomas. Los últimos cada vez involucran menos a dios en el debate porque comprenden que la inmensa mayoría consideran que dios nada tiene para decirnos en esta discusión. Por eso como malos discípulos de Lampedusa, promueven cambios altisonantes que no amenazaran lo “esencial” y cuyo ejemplo gigantesco fue la desopilante propuesta del gobernador Urtubey: usar la inteligencia artificial para evitar embarazos adolescentes no deseados.
Como lo estrafalario no dio resultados los tanteos se suceden. Ahora apareció uno en boca de la senadora nacional Cristina Fiore quien nos advirtió del peligro de caer en el pecado de la omisión, para luego repetir lo que lo que ya había expuesto Pablo Kosiner en los desbordantes días previos a la sesión del 14 de junio pasado: “Hay que entender que la Argentina no es sólo Buenos Aires, que es amplia y diversa. Lo que pueda aparecer en los medios o en las calles de Buenos Aires no refleja a todo el país y menos lo que piensan los salteños». Ahora que el proyecto está en el senado nacional, el argumento reapareció con Fiore quien adelantó su rechazo a lo aprobado en diputados aduciendo entre otras cosas que “en Buenos Aires se vive un micro clima y al vivir eso uno cree que esa parte de la sociedad representa a todos. Y claramente no es así. Salta es diferente”.
Aclaremos que el objeto de estas líneas no es impugnar a quienes se oponen al proyecto de legalización de aborto que poseen el derecho de exponer sus razones; tal como lo hacen quienes insisten en que estamos ante una problemática social, ante un tema de salud pública y bregan para que la suprema instancia normativa no sea la conciencia individual sino un marco legal que escuchando todas las voces pueda parir un criterio superador para sancionar una ley que dé respuesta a los problemas terrenales.
Dicho esto, digamos que el objeto de estas líneas es impugnar el argumento comarcano de esa salteñidad oficial: las salteñas y los salteños estamos abstraídos de las discusiones que al parecer son propias de las grandes urbes; no importa que Salta sea la segunda provincia del país con más egresos hospitalarios por aborto – 1.764 – según lo declarara el Jefe de gabinete nacional en una visita al congreso el 16 de marzo pasado, los salteños – según Fiore y Kosiner – no nos inclinamos a esas discusiones porque estaríamos incorregiblemente apegados a vaya saber que telúricos debates.
Y uno los escucha y no sabe bien cómo interpretar semejante definición. Puede que la misma sea subsidiaria de esa corriente de pensamiento que asegura que las “luces” residen en las grandes ciudades mientras en “el interior” estamos idiotizados por lo que alguna vez fue la vida rural. Razonamiento que necesariamente lleva a Kosiner y a Fiore a concluir que las y los salteños somos gente sencilla de costumbres sencillas en el mejor de los casos, o personas desmedidamente estúpidas en el peor de ellos. Lo curioso, sin embargo, es que al hablar, esos legisladores no se contemplan como practicantes del oscurantismo sino como garantes de que los salteños podamos practicarlo sin que nadie nos perturbe.
Lo dicen sin acomplejarse pero a costa de la verdad porque lo ocurrido en Salta durante los meses previos a la aprobación del proyecto en diputados no fue distinto a lo ocurrido en las grandes urbes: miles de salteñas plenamente involucradas en la discusión. Compromiso que se forjó tras un largo proceso que tuvo su primera irrupción pública un 3 de junio del 2015, cuando la consigna NiUnaMenos deslizó a una multitud a las calles e impulsó una agenda que tiene en la legalización del aborto un eje fundamental. Una marea entre las que se destacaron jóvenes que se arroparon con pañuelos verdes para adueñarse una y otra vez de las calles desbordando los moldes que la pretendida salteñidad impone; mujeres que finalmente el 14 de junio confirmaron con la conducta de los diputados nacionales salteños que están huérfanas de representación.
Pero volvamos a las expresiones de Kosiner y Fiore para preguntarnos de dónde les viene esa idea del salteño abstraído. Respondamos que de curas, escritores, periodistas, instituciones educativas, políticos y políticas oficiales que forjaron una idea de salteñidad bien pincelada por una literatura que monopoliza las bibliotecas públicas y que siempre recibió la atención de los gobiernos. Algunos la llaman “regionalista”, otros “localistas”, otros “tradicionalistas”, aunque todos coincidan en considerarla como un ejercicio empeñado en identificar y resaltar la singularidad de la comarca para excluir las conexiones de la misma con el todo. Caricatura provinciana en donde el paisaje y los animales poseen más importancia que las personas; en donde el protagonista de un relato es un toro muerto pero no las problemáticas del innombrado trabajador que tumbó a la bestia. Hombres y mujeres que esa literatura y esa salteñidad sugieren como seres primitivos, en el que no anidan ilusiones ni rebeldías ante una realidad que lo consume y que para considerase salteños de bien deben aferrarse a lo puro, a lo típico y a lo sin extrañeses que degeneren el buen origen.
Gritemos fuerte que muchos sentimos qua nada nos ata a esa cosmovisión aun cuando la misma se proclame continente cultural de todos los salteños. Advirtamos que tal cosmovisión debe ser replanteada por los de afuera y por los de adentro. Los primeros bien representados por la vicepresidente Gabriela Michetti quien al asegurar que “todo el Interior está en contra” del aborto, viene a confirmarnos que aquellos que se sienten dueños de un espíritu crítico repiten como loros lo que le susurran salteñas/os incapaces de asimilar la experiencia de miles de salteñas que viviendo en las orillas de ese Poder, rechazan la direccionalidad política y social que ellos imponen.
Otras salteñas que pueden no ser mayoría en término numéricos, pero practican y difunden valores que empiezan a imponer modalidades que van camino a convertirse en hegemónicos entre la población de 16 y 35 años; sector etario que pronto serán mayoría cuantitativa y cuyo rasgo esencial es que no canoniza tradiciones, homilías, teorías ni libros consagrados.
Mujeres que conforman un colectivo en el que cohabitan experiencias de vida, costumbres, creencias y valores múltiples; heterogeneidad indiferente a las moralinas extemporáneas y en donde los mandatos de la tradición son señalados por impedir el acceso a derechos de los que sí gozan los varones; multitud rebelde que incluyen a las protagonistas de la herejía mayor en una provincia rebosante de machos que se persignan ante el “desacato” con que las travestis marchan por las calles haciendo de su condición un espectáculo propio de las celebridades femeninas exitosas; multitud de la que también forman parte miles de católicos que reniegan de los arcaísmos y se esfuerzan por explicar que el dios terrible y vengativo de los puritanos no existe.
Difícil encontrar en ese proceso que avanza tumultuariamente una idea o una figura que sintetice los múltiples y complejos pliegos de esa realidad. Pero a riesgo de ser injustos atrevámonos a ubicarla allí a la cineasta salteña Lucrecia Martel: por su condición de mujer en una provincia que pretendiéndose cortesana trata de reducirlas a siluetas secundarias; por su origen familiar que nada tiene que ver con los pretéritos y aristocráticos blasones; por ser parte de una revolución comunicacional de la que participan la enorme mayoría de las adolescentes y jóvenes salteñas que se replantean todo a partir de las novedades técnicas y narrativas que posibilitan los nuevos descubrimientos; por poner su prestigio personal al servicio de una causa que la expone también a los mordiscones de una salteñidad que le declara una guerra santa por considerarla dispuesta a premeditados y gozosos actos de sacrilegio.
Lucrecia Martel, en definitiva representa bien a miles de salteñas que con un coraje desprovisto de cualquier alarde físico van al encuentro de un enemigo poderoso. A veces con manifestaciones que desbordan las calles, otras con acciones que reúne un pequeño número de militantes que estoicamente enfrentan la adversidad sin ceder a las tentaciones de la autocompasión; y otras ametrallando con cartas pública a quienes consideran al movimiento de mujeres como el símbolo de una cristiandad torcida. Por si todo esto fuera poco, resulta que a la valentía y a la inteligencia, Martel le suma todo aquello que le es propio a quienes son sensibles a la belleza, conocen el arte y se apasionan por la historia.