domingo 13 de octubre de 2024
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Rebeldía y esperanza | Multitudes marcharon en defensa del más original invento argentino: la educación pública

Fue cuantitativamente impresionante y cualitativamente esperanzadora: ni triste, ni llorona ni de perdedores. Una hoja de ruta distinta a la vigente que habrá que transitar precisando objetivos y haciendo caminos para alcanzarlos. (Daniel Avalos)

La vida se había vuelto un tango. De esos de la década del 30 del siglo XX. Tangos discepolianos compuestos durante la Década Infame en donde un centenar de seres tan copetudos como poderosos exportaban materias primas, montaban una ingeniería jurídica que legalizaba el despojo y controlaban el gobierno con elecciones fraudulentas. Tangos que relataban la vida de seres marginados por ese régimen al que no sabían cómo transformarlo y debían contentarse con señalar las inequidades que producía.

La música de ayer fue otra. La cantaron más de un millón de personas en los principales espacios públicos del país. Había mayoritariamente jóvenes, pero también niños, adultos y jubilados. Tenían la expresión decidida, las miradas inquietas, el pecho inflado y estaban a gusto con lo que protagonizaban: una sonora rebelión. La misma estuvo lejos de responder a un estímulo aislado. Se fue incubando a través de un malestar generalizado, expectativas frustradas y presiones económicas. Por eso los docentes, los no docentes y estudiantes universitarios la anunciaron hace casi un mes. Desde entonces debieron darse un plan de acción, coordinar nacionalmente, explicar a la sociedad contra qué se estaban rebelando, lo justo que resultaba hacerlo y convocar al conjunto de la sociedad a algo que finalmente resultó un éxito.

El detonante fue el ataque libertario a la educación pública en general y a la universidad en particular. No se trata de un hecho tribal. Se trata de una arremetida contra el más original y auténtico invento argentino: la educación pública. Una que empezó a incubarse a fines del siglo XIX -la época que Milei presenta como la edad dorada a la que deberíamos volver- cuando Sarmiento convirtió en obligatoria la educación primaria; que tuvo grandes hitos durante el siglo XX con la Reforma Universitaria de Córdoba en 1918, la gratuidad de la enseñanza superior durante el peronismo y la efectiva democratización educativa. Traducido: en nuestro país las puertas de la educación superior se abrieron a todos y cualquier hijo de obrero podía aspirar a convertirse en un profesional. Es una historia que fascina más a los extranjeros que a nosotros mismos. Tiene sentido. La opacidad de lo cercano nos impide ver con claridad lo que está ante nuestros ojos, mientras la distancia le permite al extranjero comparar lo que ocurrió acá con otros muchos países donde las familias de trabajadores deben elegir a cuál de sus hijos enviar a estudiar o convencerse de que sus hijos no pueden pretender sobrepasar el nivel de la enseñanza secundaria.

Pero el rol de nuestra educación pública no puede entenderse sin recurrir a lo que el alemán Hegel denominaba “Volksgeist”. Quien escribe no es amigo de esos conceptos filosóficos. Las más de las veces me resultan incomprensibles y algunas veces hasta me arrancaron lágrimas al confirmarme que la metafísica no es lo mío. Pero ahora viene bien echar mano a ese concepto que reducido a lo mínimo posible sería una especie de rasgo perenne que atravesando a un pueblo lo singulariza de los otros. Una forma de conciencia inmutable en el tiempo: la aspiración de protagonizar una movilidad social ascendente es el rasgo argentino que a su manera escenifica desde hace más de un siglo la obra “M’hijo el dotor”, que narra los vaivenes de una familia de inmigrantes en donde las infancias son humildes, los esfuerzos muchos y el final feliz deviene cuando el hijo se convierte en profesional.

Ese espíritu argentino se consolidó en la segunda mitad del siglo XX cuando al calor de un crecimiento económico mundial, la educación superior se presentó como el exclusivo y necesario espacio que garantizaba la profesionalización de los hijos de laburantes y le abría las puertas del mundo del trabajo en escalas superiores a las de unos padres que vivenciaban la experiencia de manera sublime. La universidad, en definitiva, era la condición de posibilidad para ascender socialmente y transitar por ella era garantía de un prestigio familiar que nuestros padres desenfundarían sin complejo en cada compra diaria en el almacén o la verdulería del barrio.

Es cierto que desde hace décadas ese proceso es abofeteado. La sociedad de mercado ya no espera con los brazos abiertos a nuestros egresados que se frustran primero y resienten después. También es cierto que la universidad ya no tiene el prestigio de antes; que aunque es pública y gratuita son cada vez menos los estudiantes provenientes de sectores humildes que ingresan, cursan y egresan de ellas; que es una práctica equivocada, perniciosa y pedante que los libros que allí se consumen terminen levantando una muralla de incomunicación con el medio que la circunda, y que cada vez es más urgente una profunda transformación interna. Pero todo ello debe producirse mientras funciona y no como pretende Milei cerrándolas o dejándolas abandonadas a su suerte. La marcha de ayer fue una rebelión contra esa política que ataca en última instancia a la gran aspiración nacional: educarse para desarrollarnos como personas y como sociedad.

He allí el móvil poderoso de la rebelión de ayer. Queda por ver cuáles serán las consecuencias prácticas del acontecimiento. Algunas almas nobles de la izquierda y del progresismo ya lo interpretan como un cambio radical de la direccionalidad política nacional que terminaría desempolvándose del proyecto Milei. Habría que ser prudentes. Lo de ayer fue muy importante, pero abrazarse a un triunfalismo ingenuo puede ser una desmesura. La política es un fenómeno más esquizoide y complejo. Está compuesta por innumerables decisiones que responden a una gran cantidad de sectores y personas. Pero insistamos: lo de ayer fue crucial. Produjo un agujero en el muro de la realidad levantada por Milei. Un tipo de realidad a la que presentan como la única posible y a la que nos piden adaptarnos aún cuando nos sofoque. Celebremos. A esa realidad que es bien hija de puta ayer le hicieron un hueco que permite que la historia otra vez esté en debate.

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