En 1975, después de una feroz represión contra los trabajadores del Ingenio Ledesma, Montoneros llevó a cabo una acción que terminó en una persecución que terminó en nuestra ciudad.
En la revista Evita Montonera, uno de los medios oficiales de propaganda de la agrupación que lideraba Mario Firmenich, se publicó el relato de una acción contra parte de la dirigencia del Ingenio Ledesma, después de una feroz represión sufrida por los trabajadores del lugar. Fue en el número 5 de la revista, publicado en junio de 1975, y se titulaba «La epopeya de Ledesma”.
El artículo, una mezcla de crónica con manifiesto, no llevaba firma, y recogía las acciones realizadas por Montoneros después de una represión contra “más de 1500 obreros” que había dejado 17 heridos y más de cincuenta encarcelados. El texto describía a Ledesma como “un imperio económico del azúcar” que ocupaba “distintas ramas de la producción y todas las gamas de la explotación”. “Para no entorpecer esa explotación y sofocar voces de rebeldía, fue intervenido el sindicato que nuclea a los trabajadores”, informaba. Agregaba que la primera respuesta a la represión fue una huelga de una semana, “aunque en condiciones negativas: el cuerpo de delegados no funcionaba y la gente estaba asustada”.
“Nuestros compañeros allí presentes definen dar una respuesta integral al conflicto. Progresivamente, comenzamos a ser la única fuerza con presencia política y con propuestas, pero la respuesta militar era imprescindible: la lucha espontánea de masas demostró sus limitaciones y había desánimo. Se veía la ausencia de organización y respuesta militar”, continuaba el artículo, que intentaba explicar las razones de la medida. “Esto es una característica de la hora que vivimos -seguía-; debido a la represión y el terrorismo del gobierno la lucha de masas siempre resultará insuficiente y para avanzar estamos obligados a presentar otro tipo de lucha también. Responderle al enemigo con las mismas armas que usa contra nosotros. Por eso, la concepción aplicada en Ledesma es la que debemos aplicar en cualquier conflicto”.
“Luego de analizar las distintas posibilidades se decide poner un caño en la casa de Lemos, gerente general del Ingenio. Queda a una cuadra de la comisaría y la manzana tiene cuidador. Esas son las dificultades. Pero a la noche la cana se encerraba en su local y sólo restaba engañar al cuidador: un auto con la luz giratoria en el techo y una chapa policial cumplieron ese objetivo”, indicaba la nota. Se refería al ingeniero Alberto Lemos, que un año después, durante el Apagón de Ledesma, cedió los vehículos del Ingenio para la represión porque quería “limpiar el país de indeseables”.
Los cuatro miembros de Montoneros que llevaron a cabo la acción estudiaron las rutas del lugar. Tenían a disposición un Fiat 125 y un Renault 6. Estaban armados con un mauser, una ametralladora PA3 con dos cargadores, pistolas y tres granadas. Del grupo se destacaban Manuel, “un viejo compañero de la organización, gran conocedor del trabajo con los campesinos y especial para moverse en esas zonas”, y Felipe, “un gran chofer operativo”.
“La operación se cumple normalmente. El cuidador cree el camelo, el caño se pone, son arrojados panfletos y comienza la retirada. A partir de allí los imprevistos. A Manuel se le va la renoleta en una curva y vuelcan. Deciden incendiarla y seguir todos juntos en el Fiat”, relataba la revista.
A la altura de El Quemado, todavía en Jujuy, a 200 metros del ingreso a un camino secundario que llevaba al punto final de la retirada, la policía los encandiló y obligó a detenerse. “Les piden documentos personales y Felipe da el suyo; los demás se hacen los boludos, preguntando qué pasa. Una metra los apunta desde cinco metros de distancia y dos policías dan vueltas alrededor del Fiat, hasta que se colocan uno al lado del responsable y otro junto a Manuel. La situación ya no da para más”.
Con un movimiento rápido, Felipe hizo marcha atrás y el resto abrió fuego mientras retomaban el camino hacia Ledesma. Dos policías, entre ellos un comisario, fueron abatidos. Los cuatro lograron escapar, pero no pudieron rescatar el documento de Felipe.
El último camino
“Por suerte encuentran otro camino secundario, aunque ya no pueden dirigirse al punto final de retirada elegido anteriormente: el coche los delataría y darían vuelta el pueblo hasta encontrarlos. Además, ahora tienen la foto de Felipe. Por otro camino secundario deciden ir hacia General Güemes, pero al pasar por El Arenal, un poblado de treinta casas, presumiblemente un cana informa a la policía acerca de la ruta que llevan los compañeros”, seguía el relato, que agregaba que se acercaba el siguiente enfrentamiento: “Al paso de Güemes se instala una camioneta policial que se cruza en el camino al verlos avanzar y se bajan a esperarlos con las armas listas. Nuevamente marcha atrás para evitar el enfrentamiento. La camioneta los persigue haciendo fuego. Los compañeros rompen la luneta trasera y responden con el mauser. Con la luneta de adelante rota por las balas enemigas, Felipe conduce maravillosamente, casi acostado para evitar los impactos. Manuel recibe un raspón y todos se cortan con los vidrios; esa es la sangre de la que luego hablarán los diarios. Después de cinco tiros de mauser, la persecución cesó: un policía quedó herido y el resto habrá pensado que era mejor seguir viviendo”.
Los caminos se cerraban para el grupo. General Güemes ya no era una opción y el auto tenía manchas de sangre. Se dirigieron hacia una finca para conseguir caballos pero no pudieron obtenerlos. Estaban obligados a caminar hasta Salta, el único lugar que ofrecía seguridades. Se encontraban a setenta kilómetros de distancia.
“Caminan el jueves de mañana hasta que a las 14.30 arriban al cruce de la Ruta 34; esperan la noche para pasar al otro lado. El trámite se hace bastante complicado; camiones del Ejército y la Policía están estacionados cada cinco kilómetros. Finalmente lo cruzan y se internan en los cañaverales. Juntan un poco de caña, para comer, y antes del amanecer buscan un río para que no falte el agua. Bordeándolo, caminan de día por la senda de los animales y de noche por caminos más abiertos. Sabían que no podían dejarse ver; tenían la experiencia del negro Sabino Navarro y su fuga en Córdoba: cada vez que aparecía para conseguir vehículo o comida, detectaban por donde estaba. A partir del viernes comenzaron a tener hambre, que se manifestaba en una intensa acidez de estómago; Manuel era el más afectado, aunque su aporte fue fundamental por el conocimiento que tenía de la zona. Se orientaba por el paisaje o por el sol. Caminan todo el viernes y todo el sábado y en la madrugada del domingo arriban a las puertas de Salta. Los primeros días los aviones daban vueltas muy encima, aunque a partir del sábado ya estaban más alejados, por lo que tuvieron la certeza de que los habían desorientado”.
La revista resume que los cuatro montoneros estaban “barbudos, manchados de sangre, con la ropa desgarrada por los espinillos del monte”. Tenían que entrar a Salta durante la noche y esconderse hasta encontrarse con compañeros del movimiento.
“De los cuatro, uno no tenía problemas para llegar hasta lugar seguro y se va. Había que resolver la situación de tres. Las alternativas eran dos: copar una casa cualquiera antes del amanecer y esperar allí hasta el momento del encuentro con compañeros, o ir directamente a la de un conocido, aunque no sabían cuál era la situación de esa casa en cuanto a seguridad. Optaron por ésta última alternativa e ingresaron a Salta”, continuaba el artículo.
Ya en nuestra ciudad, al llegar a la casa notaron que no había nadie y que el lugar estaba un poco revuelto: “A uno de ellos no le gusta la situación, pero Felipe dice que no va a aguantar en la ciudad porque su foto ya debe estar en los diarios y Manuel considera que de haber sido allanada la casa hubiesen dejado un cana de consigna. Deciden quedarse”. Fue un error. Montoneros tenía una máxima que esa noche no se cumplió: “Ante la duda, siempre hay que irse”.
“Sólo les queda esperar unas horas para que uno de los tres vaya a buscar a otros compañeros. Quedan Felipe y Manuel, el tercer compañero parte hacia la cita. Allí confirma lo que había sospechado: la casa ha sido allanada el día anterior. Otro compañero corre hacia la casa para avisarles a Felipe y Manuel; deben abandonarla inmediatamente. Pero llega tarde: la casa estaba rodeada y la zona plagada de canas. No puede hacer nada”, agrega el texto.
Felipe y Manuel murieron en el enfrentamiento. “Las armas largas las habíamos escondido antes de entrar a la ciudad; en la casa estaban solo las pistolas y además Felipe y Manuel estarían durmiendo cuando llegó la cana”, recordaba el único sobreviviente de la acción, que agregaba que “era imposible resistirse debido a la cantidad de patrulleros y policías que fueron”.