Tras analizar en una nota anterior cómo el espacio condiciona en tiempos de cuarentena, la autora nos propone ahora bucear en cómo este tiempo excepcional condiciona a nuestro propio cuerpo. (Raquel Espinosa)
En el artículo anterior vimos cómo el espacio nos condiciona en esta época de cuarentena en relación a la ciudad, el campo y la casa propia. Ahora nos enfocaremos en un espacio más reducido: nuestro propio cuerpo, considerado como espacio propio e irreductible, como lo describiera Foucault. Un espacio que se configura siempre de manera singular pero nunca de forma estable y permanente. Partiendo entonces de esta consideración podemos reflexionar acerca de ciertas prendas o accesorios que se apropiaron, en cierta medida, de ese espacio más reducido y privado que es nuestro cuerpo. Los invito a leer algunas curiosidades sobre los barbijos, también denominados barboquejos, barbiquejos, tapabocas o, simplemente, máscaras.
Barbijo es un sustantivo masculino que algunos diccionarios registran como término propio del lenguaje rioplatense y como variante de “barboquejo” o “barbiquejo” (Diccionario Larousse, 1980). Otros lo registran como vocablo derivado de “barba” y precisan que es sólo usado en Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. En España y otros países de habla hispana se utilizan las palabras “barboquejo” y “barbiquejo” que derivan del latín “barba” y “capsus”, quijada. En este caso el sustantivo sirve para nombrar una cinta o correa que sujeta una prenda de cabeza por debajo de la barbilla. En Perú, se usa la misma palabra para referir a un pañuelo que, a modo de venda, se pasa por debajo de la barba y se ata por encima de la cabeza o a un lado de la cara. (R. A. E., Diccionario de la Lengua Española, 2001).
María Fanny Osán y Vicente Pérez Sáez también registraron, en un libro de su autoría, “barbijo” como un arcaísmo, es decir, como una palabra ya en desuso, con dos significados: uno de los cuales nos habla de la pieza de tela con que, por asepsia, los médicos y auxiliares se cubren la nariz y la boca. La segunda acepción corresponde al cordón del sombrero hecho de tiento que pasa por debajo del mentón y lo sujeta a la cabeza” (Diccionario de Americanismos en Salta y Jujuy, 2006).
Los diccionarios registran un último uso propio de Argentina y Bolivia: “chirlo” o “herida en la cara”, acepción que no parece actualmente muy vigente.
En el contexto de la pandemia que sufrimos en 2020, conocida como Covid-19, hemos escuchado estos términos con mayor o menor frecuencia, según los medios informativos. También apareció el término “tapaboca” o “tapabocas”. A continuación transcribo lo expresado por la Real Academia Española en su diccionario antes citado: “(De tapar y boca).1. m. Chile. Golpe que se da en la boca con la mano abierta.//2. Bufanda, prenda para cubrir el cuello y, a veces, también la boca.// 3. Coloquialmente se dice de la razón, dicho o acción con que se hace callar a alguien, especialmente cuando se le convence de que es falso lo que dice.//4. En Cuba es la mascarilla para proteger de agentes patógenos o tóxicos.//5. En Cuba, México y Uruguay también es la mascarilla del médico. Así, llegamos a la última palabra que funciona como sinónimo de barbijo: máscara. Todos estos vocablos tienen en común el aludir a prendas o accesorios que funcionan como protectores del rostro y, al mismo tiempo, para ocultarlo total o parcialmente, como sucede con la mayoría de los barbijos empleados actualmente y que sólo dejan la parte superior descubierta y donde, como consecuencia, se destacan los ojos.
Si la Etimología y la Lingüística nos ilustraron hasta aquí ahora recurriremos a la Literatura para ejemplificar el uso de estos términos en algunos textos de escritores locales y extranjeros.
El primero es de Fernando Villalón, Conde de Miraflores de los Ángeles, que fue un poeta español nacido en Sevilla en 1881. Este hombre vivió siempre en Andalucía, se dedicó a la agricultura y la ganadería de reses bravas y fue amigo de los miembros de la generación del 27, especialmente de Rafael Alberti. Escribió los siguientes versos que vienen muy adecuados para la ocasión: “¡Que me entierren con espuelas y/ el barbuquejo en la barba,/ que siempre fue un mal nacido/ quien renegó de su casta”.
En El viento blanco, Juan Carlos Dávalos describe a uno de sus personajes: “Así armado, sin olvidar el barbijo, el gaucho arremete a todo galope por la selva”. En la novela En tierras de Magú Pelá, Federico Gauffin realiza una descripción similar pero usando otro término: “Apretó la cincha, se acomodó el barbiquejo y de un brinco se encaramó al caballo”.
Para terminar cito una escena de La peste de Camus: “El doctor seguía mirando por la ventana. De un lado del cristal el fresco cielo de primavera y del otro lado la palabra que todavía resonaba en la habitación: la peste. La palabra no contenía solo lo que la ciencia quería poner en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias entre ellas el carnaval de los médicos enmascarados durante la Peste negra… Del otro lado del cristal el timbre de un tranvía invisible resonaba de pronto y refutaba en un segundo la crueldad del dolor”.
En la novela de Camus el narrador percibe que la palabra “peste” resuena porque es una obsesión en el personaje del médico pero también lo era en cada uno de los habitantes de Orán, la ciudad en la que habita y, seguramente, se replicaría en cada médico y en cada habitante de otras ciudades con la misma situación. A muchos kilómetros de distancia y muchos años después los habitantes de distintas ciudades y zonas rurales del planeta sufrimos sensaciones similares. Barbijos y máscaras se han impuesto en nuestra vida diaria y son, en sí mismos, símbolos de la situación actual.
Desde los cristales de alguna ventana en cada casa nosotros también nos asomamos como el médico de la novela. Cada uno ve algo que percibe distinto, extraño, tal vez. En este lugar desde donde escribo no escucho las voces de los vecinos la mayor parte del tiempo; no se oyen rugir autos o camiones ni saludos efusivos en las calles. Extraña sobre todo la ausencia de los niños y jóvenes que alborotaban el espacio público antes de la cuarentena. Nadie pone música fuerte, nadie grita, nadie sale. Solo se escucha el motor del 7D, la línea de transporte público local, cada media hora y, aunque he leído mucho sobre casos extraños de trenes, es la primera vez que veo un ómnibus fantasma. Si bien sé que lleva un conductor – que obligatoriamente va cubierto con un barbijo- no veo ningún rostro asomado por las ventanillas. Ni chofer ni pasajeros. Como los médicos en la novela de Camus, el ómnibus también se ha convertido en un enmascarado. Me parece el enmascarado perfecto.