El 30 de abril pasado, Facundo salió de su casa en Pedro Luro rumbo a Bahía Blanca para ver a su novia. Fue detenido por la Policía y se le hizo un acta por violar la cuarentena. La causa fue caratulada como “desaparición forzada”.
A casi tres meses de la desaparición, con una investigación plagada de irregularidades, efectivos policiales con declaraciones contradictorias, testigos que dicen haber visto al joven de 22 años en una camioneta policial y una familia que hace un par de semanas recusó al fiscal que investigaba el caso por “abierta parcialidad”; resulta imposible hacer silencio ante el caso de Facundo Astudillo Castro. Nada se sabe desde el día 30 de abril pasado.
La causa que investiga lo sucedido fue caratulada como “desaparición forzada”. Conviene precisar el concepto que según la ONU posee tres componentes principales: cuando se priva a alguien de la libertad sin el consentimiento de la víctima; cuando en tal desaparición participaron agentes gubernamentales y cuando esos mismos agentes gubernamentales se niegan a revelar el paradero de la víctima. Esas son las razones por la cual el delito se convierte en imprescriptible.
Tal definición hace que a este caso no se lo pueda asemejar a otros que siendo también lamentables poseen un carácter distinto: una cosa es que el Estado sea incapaz de encontrar una persona desaparecida por el accionar de bandas criminales; y otra muy distinta e infinitamente más grave es que sean estructuras del propio Estado las sospechosas de la desaparición. Ocurre hoy con el caso de Facundo y ocurrió hace años con Santiago Maldonado.
El hecho genera una pena insondable a quienes creemos que un caso así debería generar una comunión espiritual entre todos los argentinos que, siendo hijos de una historia trágica plagada de desapariciones, deberíamos tener resuelto la posición ante problemáticas como esta. Ello no siempre ocurre y alguna de las razones que explican el “silencio” se asocia a cálculos políticos mezquinos o simple indiferencia
Una y otra conducta responde a aquello que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal: ese horror que no habita sólo en los portadores patológicos de la maldad, sino en las zonas grises por donde transita el grueso de los seres humanos que negando lo obvio, permite que los responsables de hechos de ese tipo se resistan a aceptar su responsabilidad.
Lo cierto, sin embargo, es que Facundo Astudillo no aparece ni entre los vivos ni los muertos; que esa ausencia provoca en su familia un dolor que somos incapaces de imaginar y que tal dolor se multiplica porque la desaparición no es hija de un capricho del destino, sino producto de un acto criminal atroz cuyo principal sospechoso es una fuerza del Estado.
Por si eso fuera poco, la sospecha de la muerte queda en eso, en una sospecha que no puede ser confirmada. He allí el acto de crueldad mayor contra personas que como todas, no saben si serán buenos o malos hijos, buenos o malos padres, buenos o malos esposos, buenos o malos trabajadores, pero sí saben que van a morir y siendo la muerte tan angustiante, las sociedades generó durante miles de años los ritos necesarios para hacer un duelo que permita manejar el dolor. Ni a Facundo ni a su familia se les permite hasta ahora esa posibilidad. Simple y poderosamente porque ni él ni su cuerpo aparecen.