No se dio fuerza de ley a la adhesión al protocolo nacional por el aborto no punible. Relatos sobre llamados “sacerdotales” a diputados que le temen más a una homilía que a Clarín, aprietes por whatsApp y el misticismo de Andrés Suriani en el recinto. (Daniel Avalos)
Hay sucesos que, aunque ya se hayan relatado, a algunos les gusta volver a leer de nuevo. A veces porque tienen chispa literaria, otras porque revelan aspectos que sintetizan los pliegos fundamentales de la realidad. Lo ocurrido el pasado martes en la legislatura provincial es uno de esos episodios. En esa sesión, bloques tan distintos como el Justicialista y el Partido Obrero, habían acordado unificar viejos proyectos legislativos para convertir en ley lo que el gobernador Urtubey dispuso por decreto: derogar el restrictivo protocolo provincial del año 2012 para adherir al que rige en la nación para posibilitar el aborto no punible. Uno que surgió de un fallo de la Corte Suprema de Justicia que, aquella vez, habilitó ese derecho para las mujeres embarazadas por abusos sexuales.
La ley debía ratificar la decisión del Gobernador quien la tomó a partir de un hecho traumático: el caso de la niña de 10 años violada por su padrastro y que no podía acceder al derecho por el pésimo protocolo que el mismo gobernador impulsó hace seis años. Dicho esto, enfaticemos lo siguiente: el decreto del Gobernador y la iniciativa de los diputados no venían a crear un orden nuevo en la materia, sino a subordinar a la provincia a un orden que ya existe en el conjunto nacional.
La sesión finalmente se vino abajo por falta de quórum, justo antes de que se tratase ese proyecto. Ocurrió tras un cuarto intermedio solicitado por el experimentado Santiago Godoy, quien tras años de vivir en el torbellino del poder político provincial, pareció concluir que lo que en principio se presentaba como un debate intenso pero exitoso se estaba convirtiendo en una batalla complicada: de esas que exigen un esfuerzo superior al calculado, uno que no necesariamente garantizaba la aprobación del proyecto, situación que provocaría que el proyecto quedara sepultado al menos por dos años. La lógica aconsejó entonces lo que algunos llamarían una retirada táctica que permitiera acondicionar mejor el terreno para un nuevo intento que algunos consultados aseguran podría ser en dos semanas.
Pero hay algo en lo que muchos coinciden: el despliegue de los sectores vinculados a la iglesia para hacer fracasar el tratamiento fue subestimado para este caso puntual. “Pueden hacer menos ruido que otros grupos, pero son un ejército silencioso, disciplinado y persistente”, declaró a quien escribe una de las frustradas legisladoras para pincelar el empuje de quienes sintiéndose portadores del bien, la luz y la santidad, luchan contra lo que consideran la confusión mundana y pecadora.
Una milicia que, además, identificó los puntos débiles de quienes pretendían reformar aspectos de la terrenalidad salteña mediante la ley y se valieron de los modernos mecanismos de comunicación para ejecutar dos maniobras finalmente exitosas: confusión primero y amenazar con el infierno después. Esos puntos débiles fueron varios diputados de pueblos chicos que, aunque carentes del entusiasmo original, habían adelantado el apoyo a la iniciativa hasta que, llamados desde el “más allá”, les advirtieron que estaban apoyando la despenalización del aborto.
La guerra psicológica empezó entonces a dar resultado. Mientras los sacerdotes y laicos que impugnaban la ley se sentían los portadores de una moral divina y duradera, los diputados que eran objeto de las presiones empezaban a ser presas de la incertidumbre y a evaluar la posibilidad de desertar del compromiso original. La diáspora se evitó momentáneamente cuando legisladores menos temerosos a las trompetas del apocalipsis corrieron a explicar que la discusión era otra y solo venía a reforzar una decisión ya tomada por el gobierno provincial.
La calma duró poco. Entre otras cosas, porque los llamados sacerdotales pasaron de la primera a la segunda etapa al redoblar la apuesta: se comunicaron con los legisladores de los Valles Calchaquíes y el norte provincial para informarles que serían objeto de las homilías domingueras que en esos pueblos poseen más audiencia e influencia entre los votantes que un programa de Clarín en horario central.
Paralelamente, otros diputados se preguntaban quiénes habían filtrado sus números telefónicos, que empezaron a recibir entre 50 y 60 mensajes de WhatsApp que les recordaban que, de apoyar la iniciativa, se convertirían en cómplices de una atrocidad. Las posibilidades de un desbande efectivo ya era un hecho y era impulsada en el recinto mismo por el dipu-apóstol Andrés Suriani, quien buscaba conectarse con los atribulados diputados como lo hubieran hecho los viejos cristeros mexicanos que se declaran dispuestos a morir en su lucha contra un laicicismo al que consideran dispuesto a premeditados y gozosos actos de sacrilegio.
El Poder Pastoral salteño, en definitiva, se impuso el pasado martes en la Legislatura. Hablamos de ese Poder de la Iglesia sobre la cristiandad – en este caso legislativa – y que es ejercido por los sacerdotes que aseguran al rebaño que deben soportar los pesares a cambio de la felicidad en el reino de los cielos y de los votos en muchos lugares de nuestra provincia. Una concepción quietista y que sofoca varias conciencias para mantenerlas sujetadas y tranquilas, aun cuando vaya a contramano del grueso de la sociedad que, incluso considerándose católicos, son hijos de profundos y a veces imperceptibles movimientos que han convertido en anacrónico lo que esa cúpula eclesiástica y sus monaguillos laicos presentan como verdadero e inmutable.