Millones recuerdan la cadena nacional en donde Fernando De La Rúa informó – en la noche del 19 de diciembre – que para poner límites a los violentos declaraba el Estado de Sitio. Ni bien terminó de hablar, el país comenzó a estallar. (D.A.)
“Decidí poner límites a los violentos que se aprovechan de las penurias ajenas. Por eso y según las atribuciones que la Constitución Nacional me confieren, he declarado el Estado de Sitio…”. El discurso que se pretendía enérgico, resultó el punto final de una cuenta regresiva que se inició el 1° de diciembre cuando el Ministro de Economía, Domingo Cavallo, anunció el “corralito”, una medida “extraordinaria” que a su entender garantizaba el funcionamiento de la economía y el ahorro de argentinos que, sin embargo, se volcaron a un peregrinaje inútil por los cajeros automáticos que sólo eyectaban unos cuantos billetes por persona.
La clase media argentina descubrió así que para el modelo instaurado en los 90, ellos también eran variables de ajuste; que el Ministro al que escuchaban como a un gurú años antes, ahora los arrojaba a las calles con cacerolas que sirvieron para tratar de violentar las persianas cerradas de los bancos y un replicar devenido en símbolo de protesta.
Fue entonces cuando lo imposible ocurrió: esos sectores se unieron con los miles de excluidos que desde 1995 fueron expulsados del mercado de trabajo. Seres que hacía años estaban imposibilitados de protagonizar una huelga por ser desempleados y desde entonces hallaron en los piquetes y en los cortes de ruta una forma de protesta que tuvo en la clase media a los detractores más enfervorizados. El corralito, sin embargo, suspendió por un tiempo esa fragmentación que se materializó con la consigna “Piquetes – cacerolas: la lucha es una sola” que demandaba “que se vayan todos”.
La explosión final la determinó el anuncio del Estado de Sitio de un De La Rúa desorientado. La televisión esperó el final del anuncio e inmediatamente mostró que en la Casa Rosada grupos de motociclistas bocineaban; que a ellos se sumaban autos y peatones; que las calles de otras ciudades del país hacían nulo caso al mensaje presidencial.
El desenlace empezaba a resultar obvio a pesar de que el diario “La Nación” renegaba que los intelectuales argentinos no previeron el caos. No era de extrañar. Como muchos otros, esos intelectuales tenían los ojos y el pensamiento posados en las últimas novedades teóricas de una Europa que la convertibilidad les permitió saborear.
Por unas horas las movilizaciones presentaron los rasgos propios de algarabía. Y como era evidente que asistíamos a un hecho trascendente, algunos pensamos que don Arturo Jauretche tenía razón: nada importante se hace sin alegría. Pero la situación fue mutando al espanto de una represión brutal. Las multitudes aceptaron el desafío de una lucha desigual con fuerzas de seguridad que a las 5 de la mañana del 20 de diciembre recibieron dotaciones nuevas de gases lacrimosos y balas de goma y plomo.
La luz del nuevo día mostró ciudadanos que aguantaban de pie o sentados la arremetida policial hasta que la brutalidad obligaba a la dispersión que no podía amordazar la bronca ni la solidaridad y provocaba que tras las corridas, la multitud volviera sobre sus pasos para confluir otra vez en una comunidad de singularidades fundidas por fuerzas tan extrañas como poderosas.
La renuncia de Domingo Cavallo fue ofrecida como pieza de paz que no alcanzó. Se entendía. A los años de miseria se sumaron las imágenes televisivas que mostraban el horror mientras empezaban a difundirse los nombres de los muertos que finalmente llegaron a 29: Gustavo Benedetto; Claudio Lepratti; Sandra Ríos; Graciela Acosta; Yanina García, Rubén Pereyra; Luis Pasini, Romina Iturralde; Rosa Paniagua; Diego Ávila; Mariela Rosales; Julio Flores; Damián Ramírez; Ariel Salas; Pablo Guías; Roberto Gramajo; Enrique Víctor; Eduardo Lepente; Elvira Avaca; Ramón Arapi; Diego Roncagna; Alberto Márquez; Juan Delgado; Carlos Almirón y 5 argentinos no identificados.
En la tarde del 20 de diciembre De la Rúa renunció y protagonizó esa escena que se ha vuelto un símbolo del fracaso: la del helicóptero partiendo desde el techo de la Casa Rosada trasladando al fallido presidente a quien el sillón de Rivadavia le había quedado demasiado grande.