El triunfo macrista y la consolidación de los libertarios deja ver un progresismo envejecido y aferrado a categorías que no interpelan a los sectores subalternos del siglo XXI. Una problemática de forma y de esencia. (Daniel Avalos)
A pesar de la remontada del oficialismo nacional, los números son elocuentes. Ganaron las elecciones de medio término quienes vociferaron que la ayuda estatal a amplios sectores de la sociedad durante la pandemia fue quemar plata. Además, reivindicaron ideas que durante el gobierno de Macri no generaron un solo logro económico. Primera conclusión: la ilusión de que la pandemia pariría una sociedad más solidaria y robustecería el rol planificador del Estado era sólo eso, una ilusión.
Las marchas y contramarchas de Alberto Fernández aun cuando parecía contar con fuerzas para encarar medidas importantes, los yerros personales y de su entorno que tanto indignaron son variables importantes que explican la derrota, pero reducir todo a ello es otro error. También hay una crisis de ideas que atraviesa a la izquierda, al progresismo, a lo nacional-popular y al keynesianismo. Ideas que pierden el prestigio de los tiempos en donde supuso movilidad social ascendente y avance de derechos. Nació tras la Segunda Guerra Mundial, alcanzó su cenit entre los 60 y 70, fue cascoteada en los 80, abofeteada en los 90, resurgió con el nuevo milenio y ahora lucha desesperadamente por no morir.
Ante esa debilidad avanza una derecha que siempre tendrá problemas para implementar sus programas económicos, pero se robustece lo suficiente como para vetar los programas keynesianos a los que condenan sin complejos y con éxito. En ella conviven los liberales clásicos que siempre quieren dejar todo en manos del mercado, pero también una ultraderecha emergente que se aferra desbocadamente al odio como herramienta de construcción política y reivindica un individualismo tan radical que desemboca en la propuesta de escapar a la soberanía de los Estados en nombre de la libertad.
Javier Milei personaliza a esta última, pero a los salteños no nos hace falta hacer blanco en el peligroso bufón de CABA para pincelar esa corriente. Podemos recurrir a la salteña aporteñada del PRO Inés Liendo, de quien hablamos en este medio antes de las PASO del 12 de septiembre. Artículo que se puede releer (clic aquí), aunque ya advertíamos que convenía no catalogar a esas expresiones como marginales en tanto pueden estar diciéndonos algo del futuro político del país a la luz de lo que ocurre en otras partes del mundo. Los resultados de aquellas PASO y los de ayer deberían reforzar el alerta.
Habría que estudiar más a esos grupos. No por goce intelectual sino por preocupación política. No parece ser el caso de la izquierda, los progresismos académicos, los feminismos o los cultores de lo nacional-popular, que parecen estar cómodos en sus zonas de confort representadas por islotes progresistas en donde todos piensan más o menos lo mismo. No es raro, incluso, que entre nosotros prevalezca un sentimiento de superioridad moral “progre” que nos lleva a ejecutar una sonrisa despectiva al hablar de esa derecha a la que varios parecen querer combatirla con las buenas razones extraídas de escritos canonizados. Habría que tener cuidado. Cuando ciertas lecturas y saberes no revierten sobre nuestros contemporáneos, los libros pueden forjar una muralla de incomunicación entre el erudito y la sociedad a la que el primero considera siempre dispuesta a pegarse un tiro en el pie. La forma en que algunos dirigentes y periodistas explican la derrota de ayer muestra que el peligro ya nos atraviesa.
Así están las cosas. Cuando se habla de derechas muchos concluyen que son más de lo mismo, que pronto lo corroboraremos cuando Milei o Espert se sumen al bloque Juntos por el Cambio, armen un interbloque o voten las iniciativas del macrismo. No hay que ser ningún genio para saber que eso va a ocurrir. Pero ello no supone que una cosa y la otra sean lo mismo. Si leyéramos más a esa derecha sabríamos que se trata de una estrategia que ya se concretó en otros lugares: acordar con coaliciones liberales clásicas como atajo para acceder a lugares del Poder que les permita en el futuro apostar a mayorías electorales propias. Que lo vayan a lograr o no, se verá. Que el progresismo crea que el razonamiento y el cálculo político le pertenece con exclusividad es pura pedantería.
Bucear en las ideas de esa nueva derecha requiere un trabajo extra ante figuras que recurren al monólogo de Tik-Tok o Instagram, a las oraciones de 280 caracteres, al meme o al posteo de fragmentos de libros o conferencias que suben a YouTube. Solo repasando ese material uno llega a los referentes intelectuales de los Milei que combinan propuestas conocidas con otras que no lo son tanto. La más común de todas es presentar al agente privado como materialización de lo virtuoso frente a un Estado malvado que sofocando a los primeros provoca decadencia social. Pero también encontramos esa defensa radical de las libertades individuales ante las amenazas del Estado e incluso de la democracia cuando el “pueblo irracional” atenta contra un empresariado al que elevan a la categoría de súper hombres. De allí esa especie de neoelitismo propio de quienes consideran que la igualdad es contranatura; aspecto que explica por qué a pesar de apropiarse del adjetivo libertario defienden con ahínco la noción de jerarquía si está es “voluntaria” y no impuesta por el Estado. Las primeras incluyen a instituciones tradicionales como la familia, las iglesias o las empresas; entre las segundas a los gobiernos que impulsando reivindicaciones feministas, multiculturales o la noción de justicia social representan el nuevo rostro del comunismo que carcome a la cultura occidental. Cualquier parecido entre esos razonamientos y los enunciados de Olmedo, Suriani y otros antiderechos salteños es pura realidad.
¿Paranoia y utopía? Sí. Ahora, ¿puede la izquierda decir que prescindió de ambas emociones a lo largo de su historia? No. Es más, la noción de “mito” fue al decir de grandes teóricos de izquierda una fuerza vital durante el siglo XX. Algo que no se encontraba en la ciencia de los revolucionarios sino en la fe, la pasión y la voluntad de los mismos. A ello sumemos una observación dolorosa: las utopías libertarias de derecha están encantando a una franja de la sociedad mientras las nuestras pierden terreno. Ello indica lo obvio: tenemos problemas para imaginar un futuro que ofertar a la sociedad. Es fácil confirmarlo. Cuando un luchador social invita a sus contemporáneos a luchar contras las injusticias le exhibe el origen de ellas y la necesidad de erradicarlas, pero expone un horizonte de sociedad que siempre está atrás: los cubanos durante su revolución, la modernización y diversificación productiva del peronismo, la ampliación de derechos protagonizada por los gobiernos nacionales y populares de Latinoamérica en el siglo XXI. Somos prisioneros de una retroutopía.
No deberíamos acomplejarnos. Los cambios que se operan en la sociedad son vertiginosos y atentan contra el relato emancipador que atravesó al siglo XX y atraviesa a los luchadores sociales. Se trata de un problema objetivo al que se suma otro de tipo subjetivo: luchadores sociales apegados teórica y emocionalmente a relatos que el marxismo formateó en torno al sujeto social proletario que en su lucha contra el capital fue tejiendo coordenadas de futuro. Hagamos un repaso que de tan breve puede resultar vulgar. No importa. Corramos el riesgo. A partir del texto hegeliano “La dialéctica del amo y el esclavo” en donde sentencia el triunfo de la burguesía en el siglo XIX, Marx advierte que el “amo” establece una relación de goce con la materia a la que consume a partir del trabajo del esclavo. El burgués se achancha, deja de revolucionar la técnica y el esclavo establece una relación creativa al transformar con su trabajo la materia. Esa condición convierte al proletario en el sujeto que según Marx revolucionará la sociedad. Un Marx que tuvo en la Comuna de París la experiencia para poder imaginar cómo podía ser de modo genérico la forma que podría asumir un Poder de los trabajadores. He allí el tronco filosófico y conceptual de los relatos de redención social que conocemos.
Ese tronco tambalea hace rato y es superado por las situaciones históricas. Lo primero podríamos verbalizarlo así: lejos de achancharse, la burguesía sigue revolucionando la técnica para someter. En ese proceso el sujeto social que debía redimirnos se ha transformado tanto que la heterogeneidad es la regla. El capitalismo genera un capitalismo en donde los trabajadores no trabajan y a los burgueses no les interesa darles trabajo. Amos que advierten a sus trabajadores que deben reconvertirse en obreros precarios si es que desean seguir siendo parte del circuito productivo. A ellos se
suman millones de personas que establecen una relación de autoexplotación consigo mismos a partir de las transformaciones que se operan en la sociedad.
La izquierda, el progresismo o el keynesianismo tienen discursos y políticas para los excluidos y los trabajadores formales. La contención social para los primeros y la defensa de los derechos laborales para los segundos. En ambos casos, no obstante, pueden verse los problemas para imaginar y ofertar un futuro del progresismo. Tiene sentido. Ante la arremetida de un capital concentrado que amenaza con el capitalismo financiero no extraña que los luchadores sociales busquen aferrarse al capitalismo productivo que alguna vez fue. Admitamos, sin embargo, que ese modelo pierde cada vez más atractivo.
A ello sumémosle otro problema: cada vez más al trabajo formal pierde terreno ante la marea creciente de la exclusión y el trabajo cuentapropista. Estos últimos se cuentan por millones. Los números varían, pero los estudios indican que del total de personas ocupadas en el país el 50% son trabajadores formales privados y públicos, mientras la otra mitad son trabajadores semiformales, informales o cuentapropistas que alguna vez fueron la clase media alta nacional y ahora son laburantes precarizados e informales. Según los estudios el número oscila entre 9 y 11 millones de personas. Entre ellos hay denominadores comunes: carecen de ingreso fijo, la mayoría desconoce las vacaciones pagas o un aguinaldo y comparten condiciones de trabajo distintas a los de los excluidos y los trabajadores formales que genera una subjetividad que increíblemente empatiza al changarin analfabeto con el cuentapropista con títulos de grados e ingresos abultados.
Ese sector es la base social de la derecha convencional y la nueva derecha. Hay diferencias objetivas entre los trabajadores clásicos –organizado sindicalmente para enfrentar cuerpo a cuerpo la arremetida del patrón para ampliar derechos solicitando el arbitraje del Estado– y los nuevos millones de trabajadores que por sus condiciones de existencia se inclinan a creer que la vida depende no de la lucha contra un empresario ni de la ayuda del Estado sino de su exclusivo esfuerzo individual.
Es el “sujeto de rendimiento” del que habla Byung Chul-Han. Casi nunca se ven a sí mismos como un trabajador sino como empresarios de ellos mismos; a la autoexplotación no suele interpretarla como un rasgo de opresión sino como condición de posibilidad de superación. Hasta la relación que establecen con la enfermedad lo confirma: no sabe casi nada de la solicitud de una carpeta médica para recuperarse de una gripe como ocurre con un trabajador formal sino de la automedicación para seguir rindiendo. Entre estos trabajadores mayoritariamente prendió el discurso anticuarentena. Algunos con la furia propia del inoculado por el odio de la derecha, otros con la desesperación callada de quien quiere colaborar pero perdía ingresos, todos convencidos de que el Estado presente no funciona para ellos salvo para entorpecer los mecanismos con lo que genera sus ingresos.
Es innegable que estos argentinos tienen más chances de morir de un ACV, un infarto o simplemente exhaustos de tanto autoexplotarse que enfrentado a la policía que defiende al capital y sus personeros gubernamentales. No hay motivo para que la promesa trotskista de volverlos trabajadores formales mermando las horas de trabajo de los ocupados, o las capacitaciones que el gobierno les ofrece para facilitar su ingreso al mercado laboral, produzca algún encantamiento entre estos millones de personas. Es más probable que la derecha los convenza que mientras ellos dejan todo, el Estado quema plata en “vagos y negros” dispuestos a ceder su autonomía electoral a cambio de un plan; al tiempo que esa misma derecha los ensalza asegurándoles que sus características de trabajador ambulante que tienen su oficina en el celular es el modelo laboral deseable para que los inversores vengan al país.
El progresismo debe ir al encuentro del sector tal como va al encuentro de los desocupados o los trabajadores formales amenazados por el capitalismo financiero. No se trata de una partecita del todo. Se trata de millones de personas con una modalidad de trabajo que se vuelve hegemónica en tanto imprime modos de organización social al conjunto. Hablamos de sectores demasiados importantes como para dejarla en manos de la derecha en todas sus variantes. Los luchadores sociales también deben ir a su encuentro aun cuando les resulte incómodo. Si no lo hacemos, podremos disculparnos aferrándonos a la idea de que estamos ante resabios de una clase media que ya no son ni adinerados, ni limpios ni rubios como en otros tiempos pero siguen dispuestos a escuchar a quienes les aseguran que sus penurias no son por las políticas liberales sino porque el inmigrante les roba su trabajo, el luchador social justifica el despilfarro y el villero los asalta. Explicación con un evidente signo de distinción intelectual como las usadas por pensadores como Sartre, que aseguraba que el antisemita francés que denunciaba al “judío” que le robaba Francia sentía que Francia era suya y por lo tanto cualquier pelafustán podía considerarse alguien al reivindicarla como propia.