domingo 10 de noviembre de 2024
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Lógicas de la «conquista» de América | La ocupación de Salta tras la invasión española del 12 de octubre de 1492

El proceso puede pincelarse siguiendo el recorrido que hicieron Hernando de Lerma, el militar que fundó nuestra ciudad en 1582; y el jesuita Juan Darío que misionó estas tierras durante el siglo XVII. Un denominador común los une: la brutalidad.  (D.A.)

Uno nació en Sevilla y fue pieza clave de la conquista en nuestro territorio, cuando el mismo formaba parte de la extensa gobernación del Tucumán. El otro nació en Nápoles y se convirtió en un ferviente jesuita. El primero se llamaba Hernando de Lerma y fue el fundador de Salta en 1582; el segundo Juan Darío, se incorporó a la Compañía de Jesús en 1587 y llegó a nuestra región a fines del siglo XVI para misionar en los valles calchaquíes y dirigir el colegio jesuita de nuestra ciudad. Uno y otro – separados en el tiempo – pincelan bien las lógicas de una conquista y colonización atravesada por la codicia y brutalidad.

Detengámonos primero en el fundador de nuestra ciudad. Digamos que hasta no hace mucho tiempo, en las escuelas nos presentaban al personaje como un hombre de letras: más precisamente un licenciado. La vida del mismo, no obstante, confirma que la violencia no es propia de los iletrados, sino también de los letrados. Algunos historiadores tradicionales estuvieron dispuestos a denunciarlo. No porque se opusieran a todo tipo de brutalidad, sino porque repudiaron la brutalidad que Hernando de Lerma ejerció incluso contra miembros de la propia iglesia. Algunos historiadores, entonces, prefirieron tachar a Hernando de Lerma como el tirano que fue mientras otros prefirieron disculparlo. Adujeron que no era un perverso sino un producto comprensible de los vicios de su tiempo. Lo que no admitían esos historiadores – Ramón Cárcamo por ejemplo – es que los “vicios de su tiempo” eran en realidad elementos claves en las lógicas del poder conquistador.

Para explicarlo conviene integrar el origen de nuestra ciudad a la serie de fundaciones realizadas durante la segunda mitad del siglo XVI y cómo las mismas estuvieron inscriptas en el proceso colonizador de conjunto. El actual noroeste argentino estaba libre de ocupación blanca y tal vacío era percibido desde el Perú hispano como un límite insalvable para consolidar al Potosí como polo de desarrollo de la producción de minerales. Una actual región del NOA que de ser ocupada posibilitaría la comunicación de América de Sur con Europa a través del Atlántico. Entonces las exploraciones partieron. Lo hicieron desde Asunción, Chile y el Perú y tras varios intentos frustrados por las resistencias nativas, un grupo de ciudades se consolidaron entre 1552 y 1593. Una de ella era Salta.

Los conquistadores que arribaron compartieron el afán por la riqueza fácil y el deseo medieval del feudo propio. Las posibilidades de satisfacer tales deseos contaban con algunas ventajas importantes: la experiencia militar de los que arribaban más los límites del Estado español para garantizar presencia efectiva en el territorio. Pero esos conquistadores también compartieron un problema que vivenciaron como insalvable: la región no albergaba metales. La “civilización” resolvió la “contradicción” entre deseos y carencias de la peor manera: a falta de oro concentraron fuerza de trabajo indígena. Apelaron a la “encomienda”, una institución que permitía a la elite española repartir indígenas a quienes obligaban a prestar servicios personales a cambio de evangelizarlos pagando para ello los servicios de un cura. Allí surgió otro problema insalvable: los indígenas eran muchos, pero no los suficientes para saciar la infinita voracidad de los conquistadores. De allí que entre los “civilizados hombres de la conquista” surgiera la necesidad de disputarse el botín con una ferocidad sorprendente.

Hernando de Lerma forma parte de esa lógica.  Primero echa mano de causas judiciales y pleitos a fin de arrebatar “piezas” previamente “repartidas”. La estrategia era común que la usara el gobernador que arribaba contra el gobernador al que venía a reemplazar. Es fácil explicar tal conducta: los gobernadores y sus seguidores eran los que más se beneficiaban del reparto de indígenas cuando tomaban posesión del mando. Ello ocurría porque el conquistador era también un deudor en tanto la corona le entregaba licencias para conquistar en nombre del reino, pero a cambio de que el conquistador costeara de su bolsillo la empresa.

Los documentos que certificaban ese vínculo se llamaban “capitulaciones” y en esos contratos escritos quedaba registrado que el mercenario se comprometía a correr con los gastos de la “empresa” mientras el rey lo autorizaba a recuperar su inversión con los frutos de la conquista. De allí que los conflictos entre el fundador de Salta, Hernando de Lerma, y el gobernador de la gobernación del Tucumán al que venía a reemplazar, Gonzalo de Abreu, lejos de representar un vicio de los tiempos representara una lógica macabra. Gonzalo de Abreu padeció causas judiciales, torturas, muerte y finalmente el arrebato de sus “indios encomendados” a manos de Hernando de Lerma. Un Gonzalo de Abreu que anteriormente había sometido a su antecesor Cabrera a tratos similares y por eso mismo Hernando de Lerma correrá igual suerte con quien lo sucedió.

De lo que se habla menos en aquellos libros y en los actos oficiales que recuerdan la fundación de la ciudad, es de esos indígenas cuyo sudor y sangre permitieron amortizar las deudas del “civilizado conquistador”. Los muy correctos historiadores hispanistas sólo hablaron de ellos para resaltar su ferocidad en la resistencia. Los señores civilizados son así: rápidos en condenar la violencia de los que se rebelan contra la dominación e ingeniosos para justificar la violencia de los poderosos que someten a los débiles.

Siempre lo hacen en nombre del Orden o de Dios. Lo ejejplifica bien el historiador tucumano Lizondo Borda quien, pretensiosamente, intentó leer la historia desde la mirilla de los pueblos originarios que se rebelaban contra la conquista. Llegó así a una conclusión estrafalaria: “estaba en Dios que ellos (los indígenas) debían ser vencidos y sacrificados hasta desaparecer con los demás indígenas, para que en otras regiones la otra raza levantase más pura una nueva civilización”.

Juan Darío y la militia Christi

Semejante concepción de la historia, tiene su germen conceptual en la propia época colonial. Para bucear en el mismo podemos analizar la vida del misionero jesuita que murió en junio de 1635. “Comenso luego a desvariar con la fuerca de la calentura y entonces se mostraba sin libertad por la boca lo que mas estava en su alma. Todo era recar salmos, echar absoluciones y reprender los vicios comunes de los indios”. Así describió Diego de Boroa los últimos momentos de Juan Darío. Boroa lo escribió como Provincial Jesuita en la antigua Gobernación del Tucumán cuando remitió a Roma su informe anual sobre las actividades realizadas por la Orden en su jurisdicción. La de ese año relataba lo actuado entre 1632 y 1634 respetando el protocolo correspondiente: una primera parte que balancea las tareas de evangelización; una segunda que detallaba los hechos salientes ocurridos en las casas jesuitas de los actuales territorios de Paraguay y el NOA; y finalmente una sección necrológica que daba cuenta de los miembros fallecidos.

La que anuncia la muerte de Juan Darío posee la singularidad de tener una extensión nunca vista hasta entonces en las Cartas Anuas. Diego de Boroa lo había conocido y uno puede interpretar que la singularidad se explica también por cierta amistad. Juntos habían misionado los valles calchaquíes predicando el catolicismo entre diaguitas reacios a abrazarlo. La experiencia quedó registrada en otra Carta Anua, escrita por otro provincial en 1612, que informaba que Juan Darío y Diego Boroa habían derribado lugares sagrados indígenas para emplazar cruces que garantizaran la adoración al Dios cristiano que hasta entonces había sido ofendido.

“Dire del fervor y cognato con que predicava a los indios y les proponía la palabra divina, no perdiendo ocasión en que assi a ellos como a todos los demas fieles no les pusiese por delante sus obligaciones y exhortase al temor del Señor (…) cualquiera pecado parece le sacaba de si y a vezes cuando no podia mas y lo podia hazer sin ofender la justicia dava con un santo coraje contra las casas o ranchos donde se avia cometido una borrachera, que es el pecado mas ordinario y lomne de estos indios y les pegaba fuego como abracando en venganca al demonio con ella”  ( Academia Nacional de la Historia: “Cartas Anuas de la Provincia Jesuítica del Paraguay 1632-1634”. Introducción de Ernesto Maeder. Buenos Aires. 1990).

Sin embargo, fue otra la razón que explica la inusual extensión del informe: el fervor de Juan Darío para defender la ortodoxia católica. Un extirpador tenaz que hizo de las idolatrías indígenas –es decir creencias y costumbres propias de los naturales- su objeto de odio, mientras la “verdad” y las reglas proclamadas por la Iglesia se convirtieron en el objeto de su entrega. Un fanático que dedico a esas cosas acciones y frases desmesuradas. La necrología pretende, a fin de cuentas, aportar un modelo a imitar: hasta el último suspiro y en medio de los delirios provocados por la fiebre, se debe combatir a los que ofenden a Dios.

El protagonismo de Juan Darío en estas tierras está registrado en varias Anuas que siempre resaltan el amor desmedido que habría sentido por los naturales, aunque también su intolerancia radical con sus prácticas reñidas con la fe católica. No había contradicción en la cosmovisión jesuita. La lectura de los documentos indica que el compromiso del jesuita no es con el “otro” sino con el mensaje y que la valoración de “indio” depende de su actitud ante el mismo: el natural amado es el que se ha “convertido” al catolicismo; el indio bestializado es el que se niega a abandonar sus creencias y costumbres.

Diego de Boroa demanda a los jesuitas sumisión absoluta a ese mensaje y sus normas. La vida de Juan Darío se caracterizó por esa sumisión y por ello su vida es presentada como ejemplar. Un relato fascinante no por lo que de real posea, sino por que evidencia lo que los jesuitas pensaban de sí mismos y esperaban de sus miembros. Cuenta, entonces, que Juan Darío había nacido en Nápoles en donde se graduó en leyes y que se entregó a Dios ingresando a la Compañía en 1587. Sólo entonces comienza la vida verdadera que lo lleva a Perú en 1598 y un año después a estas tierras donde cumplió tareas espirituales que incluyeron misionar, recomponer enemistades o fundar colegios jesuitas como el de Salta.

Los pasajes del relato son curiosos en su mayoría, pero uno sobresale al sugerir una vida libre de pecados y de violaciones a las normas morales emanadas del orden divino. Diego de Boroa lo “colige” –deduce- confiando que fue designio del Señor y por ello el muerto “conservo sin mansilla su pureca virginal en lo florido de su edad en medio de las abominaciones del siglo”.  Muerto que también practicaba flagelaciones purificadoras, aunque no por faltas propias sino ajenas a las que “manconuba consigo (…) y dando contra su cuerpo inocente la vengava en sí mismo”.

La presunción rebela por su soberbia, pero cedamos la razón al que presume esa presunción a condición de intentar trascender la noción de pecado entendida como falta cotidiana y terrenal. Juan Darío es ejemplo magnifico de hombres sometidos a ideas y sentidos de la historia trascendente. No pecó por entregarse a la certeza de una realidad superior que determina al propio ser y su rol en este mundo de manera fatal. Una realidad sobrehumana con final escrito de antemano y a cuyo fin sirve sin evaluar la relación entre éste y los medios para alcanzarlo.

Admitamos que ciertos enfoques actuales disculpan a Juan Darío y sus arbitrariedades con los indígenas. Dirían que la realidad asfixiante que saturó su existencia explica a un sujeto que incapaz de escapar a ella termina reproduciéndola. Ese tipo de argumentos vuelve más seductor la noción del pecado liberador apostando, por ello, a una apología del mismo como irreverencia ante todo lo que se presenta como divino o natural. El pecado, en definitiva, lanza al irreverente a procesos sin finales escritos y a la convicción de que el hombre hace la historia, y no a la inversa, optando por la incertidumbre de la razón humana en vez de la tranquilidad de las promesas religiosas o las ideologías canonizadas. A los pecadores en éste sentido se debe el fin de las prácticas como las reseñadas por Diego Boroa de manera heroica. Pecado y desobediencia contra lo instituido como un ejercicio liberador que echa a andar la historia.

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