Fue el presidente constitucional tras la dictadura de 1976 – 1983. Murió el 31 de marzo del 2009. Millones sintieron la partida de quien logró internalizar el ideal democrático en el país pero no pudo escapar a las trampas del poder real. (D.A.)
Algunos pueden considerar exagerada la calificación. Otros no. Estos últimos tienen razón. No porque Alfonsín inventara la categoría democracia, sino porque logró internalizarla en el sentido común de los argentinos como parte inseparable de un país que hasta 1983 rara vez la tomó en serio. Los años 60 y 70 lo confirman. Por un lado, golpistas siempre dispuestos a concretar el momento violento para hacerse del Poder; por otro lado, fuerzas y organizaciones populares que vieron en la democracia un velo tranquilizador que ocultaba las intenciones reales de los factores de poder que efectivamente sí diseñaban el país desde las sombras que imponía el terror dictatorial.
La derrota política de las fuerzas populares en los 70 y el posterior genocidio que protagonizó la dictadura, arrojó a los intelectuales comprometidos originalmente con la revolución a evaluar el porqué de la derrota, pero también el porqué de la desvalorización que ellos mismos hicieron de la democracia y sus potencialidades liberadoras. Muchos de ellos fueron de los más lúcidos del periodo (Francisco Aricó, Emilio De Ipola, Juan Carlos Portantiero, Héctor Schmucler, Oscar del Barco, José Pablo Feinmann, Nicolás Casullo) y en todos los casos no se acomplejaron a la hora de pensar al país desde la tensión ideológica, la crítica historiográfica, la pregunta sociológica, la teoría cultural, el anhelo filosófico y cualquier otra cosa que no fuera lo profesoral y académico.
Provenientes todos de la militancia de izquierda o del peronismo revolucionario, vieron en el Alfonsín del 83 y del 84 la encarnación de un ideal democrático que aspiraba a ser proyecto nacional. Alfonsín como la pretensión de formular un concepto para una práctica democrática hasta entonces empírica; concepto que hiciera consciente lo que antes había sido experiencia titubeante; concepto que fuera capaz de transformar las fantasías populares en una utopía que orientara la historia hacia una dirección pensada y planificada. Muchos de esos intelectuales participaron activamente de ese alfonsinismo; muchos otros, los provenientes del peronismo no, aunque todos, al decir del sociólogo peronista Horacio González se sintieron más o menos alfonsinistas.
Claro que Alfonsín también representó otras cosas: por ejemplo, la promesa que deja de funcionar, el proyecto inconcluso, la pretensión de querer levantar las persianas de las industrias pero no poder; el enjuiciar a los militares asesinos para después deshacer en gran parte ese logro con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
No es menos cierto que supuso los inicios de una real política en donde lo que es posible en campaña electoral resulta imposible una vez en el Poder. El cierto que era el blanco de la patria agroexportadora representada por una Sociedad Rural que lo abucheaba en público, de un FMI que le exigía rematar activos del Estado para “honrar la deuda” y de formadores de precios a los que sus ministros le “hablaban con el corazón y le respondían con el bolsillo” que, en conjunto, terminaron armándole corridas bancarias que terminaron en una hiperinflación inmanejable. Ello no impidió que Alfonsín terminara asociado a la confusa situación de ser considerado un estadista que, sin embargo, como lo expresó Osvaldo Bayer, hizo lo que ningún estadista hace: abandonar el Poder antes de cumplir su mandato abriendo las puertas a un menemismo que nos enterró en la orgía de las reglas omnipresentes del mercado.
No fue poca cosa y aceptarlo como tal permite aprender de la experiencia, tomar aire y lanzarse a recuperar lo que ha quedado trunco a partir de un tronco filosófico que el propio Alfonsín remarcó hasta sus últimos días de vida y que cualquier peronista podría suscribir sin complejos: devolverle a la política la primacía por sobre los agentes privados de la economía.