Aquella vez los argentinos votaban tras siete años de una dictadura que también había guardado las urnas. La jornada estuvo atravesada por la euforia que figuras como Ricardo Alfonsín o Roberto Romero verbalizaron a su modo. (D.A.)
La ansiedad ciudadana en Salta era tal, que los diarios provinciales informaron que el 60% de los 311.096 votantes salteños sufragó antes del mediodía de aquel domingo 30 de octubre. El 50% de ellos confió a Roberto Romero la gobernación, mientras la UCR y el PRS alcanzaron un 27 y 17% respectivamente. El proceso eleccionario estuvo atravesado por la euforia de una sociedad convencida de que el poder volvía a sus manos por medio de un sistema que se entendió como una panacea. El electo presidente Raúl Alfonsín sintetizó la ilusión con una consigna de campaña: “Con la Democracia se come, se cura y se educa”.
Pero no fue el único que definió al sistema de manera trascendente. También lo hizo Roberto Romero, el candidato a gobernador por el PJ finalmente electo. Para él, el parlamento pondría las cosas en su lugar y se encargaría de los responsables de “tropelías y escarnios” según lo publicó el pasquín Lo Voz Peronista el 26 de octubre de ese año. Por su parte, el líder de la Juventud Peronista de Salta, Jorge Barazuti, declaraba a El Tribuno que confiaba en que la Democracia recuperaría la moral, la economía, la educación y la cultura de la República. (El Tribuno 28/10/1983)
La misión entonces era entonces participar y la demanda de tal participación adquirió ribetes de cruzada. El editorialista de ese mismo diario, probablemente Juan Carlos Romero, profirió una arenga intimidante en el escrito publicado el 21 de octubre en el que se leían cosas como las que siguen: “quien deje de votar (…) quien dé la espalda a esta fecha trascendente (…) quien demuestre indiferencia o falsos resquemores, no tendrá en adelante el derecho a sentirse auténticamente argentino”.
La vehemencia y las certezas optimistas se pueden leer a la luz de un periodo que vivenció el proceso como la llegada a una meta que finalmente redimiría a la sociedad golpeada; una sociedad que tras muchos y dolorosos años se volcó exultante a las calles y a los actos partidarios.
Los años fueron crueles con esa ilusión. Y es que aun cuando hubieron hechos que hincharon de esperanzas a millones de argentinos de cuándo en cuándo, las promesas inconclusas deslizaron al desencanto a millones de argentinos. Un desencanto que afortunadamente nunca alcanzó a minar la convicción de que aun con sus defectos, ningún sistema se ha mostrado superador al democrático. El alivio, sin embargo, no debería reprimir la necesidad de reflexionar sobre el estado de cuestión: el avance de la derecha antidemocrática en Europa, el triunfo de Donald Trump en EEUU, la consolidación de figuras como Jair Bolsonaro en Brasil o la prédica de Alfredo Olmedo en Salta que en lo central consiste en disfrazar de ideas tres o cuatro prejuicios; deberían deslizarnos a repensar el universo en el que vivimos y el rol de cada uno de nosotros posee en el mismo.
Cada vez está más claro que ese proceso por el cual la clase política fue privatizando lo público para no representar a nadie salvo a sí mismos, direcciona la realidad hacia horizontes que amenazan con devorar las libertades de todos y hasta los intereses de esa misma casta. Las evidentes culpas que el sector político carga en todo esto, no debería disimular las de los ciudadanos que cargando con un desencanto comprensible, muchas veces termina inclinándose a una conducta que profundiza aún más la crisis: la indiferencia, la inacción y una renuncia a los deberes cívicos que posibilita aún más esa privatización de lo público que recién mencionáramos.
Condición que explica en muchos casos una convivencia entre gobiernos y sociedad no exenta de hipocresías. Una que el filósofo francés Jean Baudrillard ejemplificó del siguiente modo: el gobierno nos dice dame tu voto y yo simularé que gobierno en nombre del interés general; a lo que el pueblo responde: yo simulo apoyarte para que me libres del compromiso de ocuparme del bien común.