Hace 36 años los argentinos volvían a votar tras siete años de una dictadura sangrienta. La euforia alcanzó niveles épicos, aunque los gérmenes de una democracia controlada ya emergían entre el entusiasmo. (D.A.)
La ansiedad provinciana era tal, que los diarios provinciales informaron que el 60% de los 311.096 votantes salteños sufragó antes del mediodía del aquel 30 de octubre de 1983. Al final de la jornada, el 50% de los salteños confiaron a Roberto Romero la gobernación, mientras la UCR y el PRS alcanzaron un 27 y 17% respectivamente.
El proceso eleccionario estuvo atravesado por la euforia de una sociedad convencida de que el poder volvía a sus manos por medio de un sistema que se entendió como una panacea. Fue el presidente electo Raúl Alfonsín quien sintetizó la ilusión con la consigna “Con la Democracia se come, se cura y se educa”.
No fue el único que definió al sistema de manera trascendente e independiente de las virtudes o defectos de quienes lo administrarían. Roberto Romero también. Para él, el Parlamento pondría las cosas en su lugar y se encargaría de los responsables de “tropelías y escarnios”, declaró al pasquín Lo Voz Peronista del 26 de octubre de ese año. Habían más: por ejemplo, el líder de la Juventud Peronista de Salta, Jorge Barazuti, quien declaraba a El Tribuno el 28 de octubre que confiaba en que la Democracia recuperaría la moral, la economía, la educación y la cultura de la República.
La misión entonces era entonces participar y la demanda de tal participación adquirió ribetes de cruzada. El editorialista de ese diario, probablemente el subdirector Juan Carlos Romero, profirió una arenga intimidante en el escrito publicado el 21 de octubre y que decía así: “quien deje de votar (…) quien dé la espalda a esta fecha trascendente (…) quien demuestre indiferencia o falsos resquemores, no tendrá en adelante el derecho a sentirse auténticamente argentino”.
El entusiasmo y las certezas optimistas se pueden leer a la luz de un periodo que vivencio a las elecciones recuperadas como la llegada a una meta que redimiría a la sociedad golpeada y que después de mucho tiempo se volcó exultante a las calles y actos partidarios.
Ya sabemos que los años fueron crueles con la ilusión aun cuando hubieron hechos que hincharon de esperanzas a millones de ciudadanos que de cuándo en cuándo, sintieron que tocaban el cielo con las manos. Las frustraciones, afortunadamente, nunca alcanzaron para minar la convicción de que aun con sus defectos, ningún sistema se ha mostrado superador al democrático.
El alivio, sin embargo, no debería reprimir la necesidad de reflexionar sobre cómo nuestra democracia también sirvió para que algunos la conviertan en una práctica mezquina al servicio de castas que se sienten cómoda con una democracia fría, de calles desiertas y repletas de funcionarios convertidos en gestores de un proyecto que no discutieron ni diseñaron, pero que aceptaron con fervor empujados por la fuerza del bolsillo.
Y curiosamente, esa condición también podía predecirse en una editorial de El Tribuno de aquel 30 de octubre cuando el triunfo de Roberto Romero era un hecho, cuando las lecturas finas resultaban difíciles y el editorialista, seguramente el mismo Juan Carlos Romero, “clarificaba” al lector sobre los límites de la participación: “este gobierno debe abrir sus puertas para oír demandas, pero precisa mantenerlas cerradas para trabajar en orden y con la indispensable contracción en el cumplimiento del mandato que le han dado las urnas”.
La advertencia resulto cierta. La democracia podía también ser privatizada a favor de quienes no representan a nadie salvo a sí mismos, aunque también debemos admitirlo, esa privatización de lo público se vio favorecida por la creciente renuncia de la ciudadanía a sus obligaciones cívicas. Condición que explica una convivencia entre gobiernos y pueblo no exenta de hipocresías y que el filósofo Jean Baudrillard ejemplificó así. El gobierno nos dice dame tu voto y yo simularé que gobierno en nombre del interés general; a lo que el pueblo responde: “yo simulo apoyarte para que me libres del compromiso de ocuparme del bien común”.