De los 19 diputados provinciales por la capital salteña, 17 llegaron a la banca vanagloriándose de no tener nada que ver con la política. Ninguno sobresale y todos oscilan entre el silencio o el arrebato de extravagancia discursiva. (Daniel Avalos)
Durante el ciclo político que transitamos, muchos ministros, secretarios/as de Estado y legisladores elegidos por el voto popular parecen ser víctimas de lo que algunos llaman un “estado de inerte espera”. Están ahí, pero parecen no mirar nada y no empatizar con los dramas de los gobernados. Uno los mira en medio de esta crisis económica y social y se pregunta qué les pasará por sus cabezas. Quien escribe admite no tener idea.
Pero allí siguen y ello evidentemente debe suponer algún mérito, aun cuando estos no siempre estén asociados al llamado “bien común”. Obediencia ciega y lealtad al líder –gobernador, intendenta o simples figuras fuertes de un espacio- son algunas de las razones que explican la permanencia. Sin embargo, cuando uno logra cazar alguna intervención pública de los obedientes concluye que la lealtad se reduce a la persona que conduce en tanto los sumisos nunca parecen ser intérpretes de la médula del proyecto político del líder del momento. La falencia se percibe incluso a nivel colectivo. A diferencia de los funcionarios de hace una década que parecían tener mentes y lenguas intercomunicadas a la hora de defender al jefe, los oficialistas de hoy emplean metáforas y marcos de referencias tan distintos entre sí que uno se pregunta si pertenecen al mismo espacio.
No obstante, dijimos, esa burocracia sigue allí y sería un error atribuir la supervivencia exclusivamente a la sumisión. Son muchos los testimonios que aseguran que los funcionarios desarrollaron enormes competencias para forjar anillos de contención sobre el coto particular, obturar la competencia interna y evitar la emergencia de cuadros técnico-políticos. He allí la naturaleza del burócrata: puede abrazar todos los cambios que los jefes dispongan, pero a condición de que no varíe el lugar que ellos ocupan. Si uno quisiera presumir de rigor teórico podría echar mano a eso que Antonio Gramsci llamaba “centralismo burocrático”: un grupo dirigente que deviene en camarilla estrecha que sofoca la renovación de hasta quienes defienden los mismos intereses. Casi siempre lo hacen apelando a controles políticos y mecanismos administrativos que terminan levantando una muralla de incomunicación con una sociedad que intuye lo obvio: todo lo que funcionario aprendió para mantenerse en pie jamás revertirá positivamente sobre ellos.
Aclaremos rápido que no se trata de algo nuevo. Hace tiempo que las y los políticos dinamitan los puentes que vinculan esa dimensión con la gente. La particularidad de este ciclo es otra: quienes hoy lo hacen son los outsiders que hicieron campaña gritando que la vieja política repugna, proponían erradicar a la “viejos” y aseguraban ser la “renovación”. La promesa no ha funcionado y el fracaso puede dimensionarse con un aspecto clave: las y los jóvenes que se autoperciben outsiders ocupan buena parte de los cargos superiores del Estado provincial, del municipal y de los distintos cuerpos legislativos.
Para corroborarlo delimitemos el análisis a los diputados provinciales por la capital salteña. De los 19 en ejercicio, 17 llegaron a una banca vanagloriándose de no tener nada que ver con la política: cinco vinculadas a los medios (Bernardo Biella, Isabel De Vita, Mónica Juárez, Víctor Lamberto); cinco empresarios (Omar Exeni, Daniel Sansone, Juan Esteban Romero, Sofía Sierra, Juan Carlos Roque Posse); un artista (David Leiva); una sindicalista frustrada (Laura Cartuccia); un olmedista antipolítica (Roque Cornejo); una kinesióloga que integró la lista porque era amiga de Mónica Juárez (Noelia Rigo); y tres desconocidos ilustres (Julieta Perdigón Weber, María Saicha Ibañez, María Cristina Frisoli). Solo dos representantes no reniegan de su trayectoria política: Cristina Fiore y Socorro Villamayor.
Seguramente entre los mencionados y los funcionarios ejecutivos de perfil similar habrá algunas personas magnificas. De esas que sufren el miedo del ciudadano común y corriente que se siente abandonado a su suerte en medio de esta crisis. Pero la verdad es que la generación de outsiders no encarna la promesa de la renovación política y tampoco la eficiencia que supuestamente traían de la actividad privada para volcarla a lo público. La experiencia solo confirma que los antipolíticos desplazaron a los políticos para vivir plácidamente en las estructuras perimidas desde hace años. De allí que esos outsiders sean un poco menos de lo mismo por habernos privado de algo que la vieja política sí desplegaba: debates que exigía de los contendientes al menos expresar una o dos ideas y el contrapunto de los que defendían modelos de otro tipo.
No vamos a explicar el porqué del fenómeno aquí. Hacerlo requeriría analizar una combinación de variables que den cuenta de un proceso con cambios y permanencias. No contamos aquí con el tiempo ni el espacio; tampoco con los saberes necesarios. Por ello nos contentaremos con verbalizar una generalidad: la decadencia política actual no se explica porque la cosa pública esté en manos de políticos o de outsiders; se explica porque se apropiaron de lo público personas que aprovechan contactos para impresionar a dos o tres personas que catapultan a quienes hacen de la política una aventura personal y que por ello mismo van hacia ninguna parte en términos colectivos.
Es la política sin alma. Sus cultores pueden presumir de trayectoria política o vanagloriarse de no tener nada que ver con la misma aunque casi todos son “analfabetos ilustrados”: personas que saben lo que la gente sufre, aunque no pueden imaginar propuestas factibles de volvernos mejores como personas y como sociedad. Todo en una provincia en donde la industria es débil, la tierra ya fue acaparada, los bancos son privados, la minería se comprometió al capital extranjero y por lo tanto la carrera política es una de las pocas posibilidades de amasar algo que se parezca a una fortuna.