«El último viaje» de Raquel Espinosa retrata la experiencia de Natalio Roldán en el Bermejo. Un libro que busca a un fantasma y en su viaje literario pincela la historia de una región abandonada: el departamento de Rivadavia. (Daniel Avalos).
Una palabra aparece con regularidad en momentos claves de la novela de Raquel Espinosa: fantasma. El recurso viene a recordarnos que lo fantasmal aparece allí donde algo permanece inconcluso, que su funcionalidad es restablecer lo olvidado, aquello que murmura entre las sombras luchando contra el olvido definitivo. Desconozco cuándo le habrá rumoreado a Raquel su espectro. Pero a medida que uno avanza en la lectura tiende a creer que la autora partió en búsqueda de su fantasma. “El último viaje” es una travesía literaria que va al encuentro de Natalio Roldán, uno de los empresarios exploradores que quiso hacer navegable el río Bermejo.
Puede haber varias formas de aproximarnos a Roldán. Una de ellas es la que escribió Jean Paul Sartre en la introducción del ensayo de Roger Stéphane titulado “Retrato del aventurero” para aproximarse a los jóvenes burgueses que eligieron vivir peligrosamente. Hombres de acción que se inventan un fin para poder actuar. La misión que elige Roldán es conectar el Chaco con el Litoral y de esa manera con el Atlántico en un periodo preciso en el que cobra sentido la vida del explorador: la década del 80 del siglo XIX, cuando el moderno Estado nacional comienza a consolidarse y brega por ocupar aquellas regiones que reivindica como propias según el valor que le otorga a cada zona en función de sus intereses de clase.
“Aventurero” que tiene sus momentos de gloría cuando sus hazañas permiten que todos piensen de él lo que él ya creía de sí mismo; y que, en contrapartida, vivencia la derrota cuando el fracaso de la misión autoimpuesta lo desliza a dudar o directamente descreer de la imagen que se había forjado de sí. Para alcanzar la gloria, Natalio Roldán quiere domesticar al río Bermejo. He allí el conflicto que vertebra la historia: la lucha entre el Hombre Moderno con la naturaleza. Allí se identifica la condición de posibilidad del Progreso. Pero Roldán se enfrenta a un río caprichoso que se empecina en bajar su caudal, aumentarlo o cambiar de curso respondiendo a lógicas ajenas a las buenas o malas razones de los humanos.
La lucha tiene por escenario al Gran Chaco en general y al Chaco Salteño en particular. Ese condimento atrae al lector nacido en la tierra de Güemes, que puede acceder a parte de la historia de la región más pobre de Salta y una de las más pobres del país: Rivadavia, un departamento en donde hoy minúsculos parajes se desperdigan a lo largo y ancho de 25.951 kilómetros cuadrados que concentran la población en tres municipios. Según el censo 2010, esos habitantes residían en 6.656 viviendas de las cuales 2.412 fueron catalogadas como ranchos y otras 465 como casillas de madera. Las 3.711 casas restantes tampoco escapaban a la precariedad: de los 7.154 hogares (tecnicismo para identificar a una o más familias que moran en una misma construcción) el 79,4% carecía de sanitarios con descarga de agua; el 67,5% de heladeras; el 93,5% de computadoras; el 98,5% de un teléfono de línea; y el 11% de la población mayor de diez años era analfabeta. Los datos del Censo 2022 confirmarán lo que muchos adivinan: que las condiciones no mejoraron.
Los más sufridos de entre esos pobladores son lo wichís, que representan el 35% de la población. En Rivadavia Banda Sur –de fuerte presencia en la novela– los originarios habitan comunidades como la de Asunción: un rancherío ubicado a 500 metros de la plaza principal del pueblo que alberga a decenas de familias sin chance alguna de escaparle a la pobreza. Allí abundan los pies de uñas gruesas y suciedad hecha costra; las casuchas con catres mal dispuestos en donde hombres, mujeres, viejos y niños se apilan para dormir. Allí deambulan perros que con sus costillares casi al aire nos informan que las sobras de comida no existen. Allí es imposible acertar la edad de hombres y mujeres que ante cada pregunta responden con encogimientos de hombros, suspiros y gestos desolados propios de quienes yaciendo en el fondo de un precipicio no saben bien si alguna vez vieron los rayos del sol. No puede sorprender que de ese departamento sean la mayoría de nuestros niños muertos por desnutrición
Los ancestros de estos pobladores también forman parte de la novela, aunque reducidos a siluetas secundarias de los protagonistas blancos. Algunos, como Roldán, se parecen a esos pioneros yanquis que partieron a la Conquista del Oeste y otros que veían en esas tierras una geografía vacía apta de apropiarse, como ocurriera en la Patagonia. Es cierto que en ambos procesos -que coinciden en el tiempo- el denominador común fue el exterminio y la demonización del “otro” indio; pero no lo es menos que mientras el pionero norteamericano era la avanzada que precedía al ejército con el sueño de hacer un gran país, el hacendado criollo fue quien invirtió en una campaña militar que le permitiera forjar la gran finca familiar a partir de la Campaña del desierto. Roldán se parece en la novela más al norteamericano que al hacendado nacional. Una figura sensible ante la suerte del indio, ajeno al discurso bestial que permitió a otros deshumanizar al asediado para someterlo sin mayores culpas. El Natalio Roldán de Raquel es un occidental paternalista que quiere forjar un país en donde el originario tendrá un lugar si abraza voluntariamente los valores occidentales.
Raquel eligió narrar el ficticio proceso de producción de la aventura de Roldán: un taller literario en donde un historiador, un antropólogo y un poeta van en búsqueda del fantasma incorporando en la tarea a un periodista. La metáfora esclarece. El novelista, después de todo, es un narrador hábil para pasar de un ritmo a otro, generar silencios, también misterios, valerse de metáforas, forjar diálogos y marcos de referencia que desarrollan aquellos que se permiten explorar los secretos de distintas disciplinas. Luego hará su aparición el oficio del escritor que, según leemos en la novela, es aquel que se dedica “a pulir y darle vida a la frase”.
Esa combinación de factores atrapan al lector, que podrá abandonar la lectura para correr a Google y corroborar datos históricos. En este punto de la reseña alguien podrá advertir a quien escribe que estamos hablando de una novela, que no todo lo que allí leemos necesariamente es verdad, que se trata de un ejercicio distinto a la historia y que como tal no todo lo que se diga debe certificarse documentalmente. Aclaremos rápido el punto. No desconozco la naturaleza más elemental de la ficción, pero tampoco la opinión de muchos novelistas que ante la incómoda pregunta sobre cuánto de lo que han escrito es verdad pueden tranquilamente responder como lo hiciera Mario Vargas Llosa en ese libro titulado «La verdad de las mentiras»: “Las novelas mienten, pero esa es solo una parte de la historia. La otra es que mintiendo expresan una curiosa verdad que solo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es”. Tiene sentido. Las novelas nunca prescinden de las experiencias vividas, de los testimonios del presente o del pasado, de los estudios históricos, antropológicos o de los informes periodísticos. “El último viaje” tampoco lo hace y Raquel Espinosa lo anuncia sin complejo alguno.