Ocurrió el 29 de julio de 1966. La dictadura de Juan Carlos Onganía buscó “ajustar cuentas” con las Universidades a las que consideraba nidos de subversión, las intervino a palos e inauguró la llamada fuga de cerebros.
Esa dictadura que calificó a las mismas como una amenaza para los valores occidentales y cristianos, decidió dictar una Ley que daba fin a la Autonomía Universitaria. La misma facultaba también al Ministerio de Educación a concentrar las atribuciones que hasta entonces correspondía a los Consejos Superiores y Directivos formados por docentes, estudiantes y egresados electos.
Como era de esperarse, rectores y decanos se opusieron y junto a estudiantes tomaron distintas facultades de la UBA, aunque en la noche de 29 de julio de 1966 las puertas cedieron ante la carga policial: las luces se cortaron, los gases lacrimógenos explotaron a los que siguieron las famosas “filas indias” de uniformados que bastoneaban a los detenidos que caminaban hacia los vehículos policiales que los trasladarían a las comisarías, convirtiéndose esas imágenes en símbolo de la llamada Noche de los Bastones Largos.
El matemático norteamericano, Warren Ambrosse, se encontraba en la Facultad de Exactas esa noche y luego relató al New York Times los sucesos: “Entró la policía. (…) lo primero que escuché fueron bombas que resultaron ser gases lacrimógenos. Luego llegaron los soldados (…) nos agarraron uno por uno y nos empujaron hacia la salida (…) nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados (…) que nos pegaban con palos o culatas (…) El profesor Carlos Varvavsky, director del nuevo radio-observatorio de La Plata recibió serias heridas (…) como así también Félix González Bonarino, el ecólogo más eminente del país (…) Esta conducta va a retrasar el desarrollo por muchas razones, entre las que se encuentra de que muchos de los mejores profesores se van a ir del país”.
No se equivocaba. Un estudio de Marta Slemensón en 1970 documentó que luego de esa noche 1378 docentes renunciaron a la UBA; 301 emigraron, de ellos 215 eran científicos y 86 investigadores de áreas sociales; 166 se quedaron en universidades latinoamericanas, 94 se fueron a EEUU, Puerto Rico y Canadá; mientras 41 se instalaron en Europa. A pesar de ello, el rector designado por la dictadura, el abogado Botet, declaró que “hay un principio que está por encima de uno, dos o cien profesores: es el principio de la autoridad”.
Diez años después, una dictadura más sanguinaria siguió maltratando a la ciencia y cuando por fin la violencia golpista abandonó el país, la brutalidad dejó de ser la herramienta del maltrato para dar lugar a la sutileza del mercado, a los ajustes que ese mercado exige y a la anemia de políticas científicas de las empresas privadas que el menemismo primero y el macrismo ahora califican como el “conductor de máquina” en la ruta del desarrollo.
Fue durante el menemismo, justamente, cuando esas nuevas formas de maltratos llegaron a un cenit que el sociólogo Mario Albornoz documentó bien: hasta el año 2000 entre 5000 y 7000 de los argentinos que emigraron eran investigadores o científicos altamente capacitados; 6 de cada 10 argentinos becados en EEUU no querían volver porque sabían que el problema no era sólo presupuestario sino hijo de políticas que no apostaban a la ciencia ni al valor agregado de la producción; mientras por cada 10.000 habitantes nuestro país contaba con 1,6 científicos contra los 11 de Japón, los 10 de EEUU o los 4 de España.
Tras una década que con sus límites y excesos el país tuvo una política para contener a ese tipo de población, durante el macrismo el conocimiento volvió a correr la misma suerte que los argentinos: luchar para sobrevivir. La pandemia vino después y demostró lo obvio: la importancia del conocimiento para salir de las encrucijadas a la que nos empuja la historia. El actual gobierno nacional ha dado cavadas muestras de haberlo comprendido, aunque eso sólo no alcanza para poner a la ciencia en el lugar que debe estar.