La posibilidad de que el FMI repita el “no desembolso” que evaporó a los gobiernos de Alfonsín y De la Rúa, sobrevuela a Macri. La situación confirma que no hay peor trampa para los países, que aquellas que suele tender el Fondo. (Daniel Avalos)
Los fantasmas de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa sobrevuelan al gobierno de Mauricio Macri. Los dos primeros fueron víctimas de una combinación de factores que incluía impericia propia, endeudamiento extremo, dolarazos, fuga de capitales, un justicialismo cruel y un FMI dispuesto a soltarle la mano al gobierno que recibió préstamos a cambio de “lealtad” a las recetas del organismo que suelen ser iguales en países tan distintos como Mozambique, Argentina o Grecia: reducción del gasto público, apertura comercial, desregulación financiera, desindustrialización, privatización de servicios y la reducción de la deuda pública.
El macrista intelectualmente honesto debería admitir que el justicialismo mantiene un comportamiento distinto al de otros tiempos, mientras el macrista religioso a lo Carrió debería prender velas y rogar a los dioses para que el FMI desembolse los 5.400 millones de dólares pautados para la segunda semana de septiembre. De esto último depende en gran parte la posibilidad de que el “mejor equipo de los últimos 50 años” finalice normalmente su mandato. Quien escribe deberá admitir que se encuadraba entre quienes ingenuamente considerábamos imposible que el FMI reincidiera en la conducta que evaporó a los gobiernos de Alfonsín y De la Rúa: suspender el envío de fondos comprometidos.
Estábamos equivocados. No sabemos si realmente lo hará, pero efectivamente lo está pensando, prescindiendo de las consecuencias que ello acarrea. Para dimensionar estas últimas, repasemos brevemente nuestra trágica historia reciente. Para ello trasladémonos primero a los tiempos de Raúl Alfonsín cuando – promediando febrero de 1989 y ya endeudado hasta el tuétano – debió cerrar las ventanillas del Banco Central para evitar que las grandes empresas comprasen y fugasen los dólares que quedaban en las reservas de la entidad bancaria a sólo meses de las elecciones que decidirían el nuevo presidente: o el radical Angeloz o el peronista Menem.
La gestión de Alfonsín acusó entonces al peronismo de operar ante agentes financieros internacionales para destruir el Plan Primavera, atacando el financiamiento externo que lo sostenía. Si esas operaciones existieron o no, es algo que desconocemos. Lo indudable, en cambio, es que el Banco Mundial suspendió los desembolsos de créditos pendientes y dio inicio a la hiperinflación con un dólar galopante, que pasó de costar menos de 20 australes en febrero, para llegar a 100 en vísperas de las elecciones, a 200 una semana después y a 600 cuando Menem debió asumir anticipadamente.
El radicalismo siempre culpó a Domingo Cavallo – por entonces asesor económico del justicialismo – como el cerebro de la desestabilización financiera. Las crónicas que los periodistas Sergio Ciancaglini y Gabriela Cerruti compilaron en 1991 en el libro El octavo círculo lo relatan así: “Su tesis fundamental [la de Cavallo] era que sólo a partir de la crisis total podía parirse un nuevo modelo económico y, por lo tanto, su estrategia [en el marco de asumir como ministro de Economía] era dejar que todas las variables estallasen, de ser posible, en la mano de los radicales, y recién después asumir. Los radicales le guardaban rencor. Le adjudicaban ser uno de los menemistas que planteó ante los acreedores externos que la Argentina no tenía posibilidad técnica de pagar lo que prestasen (…) con o sin argumentos de Cavallo, los organismos decidieron suspender los préstamos” (Edit. Planeta, pág. 76, 1.991). El final que tuvo ese gobierno es conocido.
“Quien a hierro mata, a hierro muere” dice el dicho que doce años después le cayó como anillo al dedo al superministro, que también sufrió las consecuencias del “no desembolso” comprometido por el FMI al gobierno de “Chupete” De la Rúa, quien tuvo un final similar en un país también atado a la plata y a las recetas del FMI. Quien mejor resume ese final es Horacio Vertbisky en su columna de “El cohete a la Luna”, publicada el domingo pasado: “Luego del blindaje y del megacanje, de las leyes de déficit cero y de intangibilidad de los depósitos, de la reducción del 13% en sueldos estatales y jubilaciones, del ajuste sobre el ajuste, de los pagarés garantizados con la recaudación impositiva, el desbande se inició en diciembre de 2001, cuando el FMI negó la entrega de una cuota prevista de 1.264 millones de dólares” (“Final de juego” era el sugestivo título del artículo). Agreguemos nosotros que, al desaire del FMI al “Chupete” y al explosivo contexto social que se vivía, se le sumó la arremetida de un peronismo que entonces conducía 18 provincias; controlaba el senado nacional y la Corte Suprema de Justicia; y contaba con el liderazgo de un Eduardo Duhalde que con una extensa red de intendentes y “manzaneras” cuadriculó casi por completo la provincia de Buenos Aires. El final que tuvo ese gobierno, es más conocido que el final de Alfonsín.
Entre todas las diferencias que puedan existir entre esas dos etapas y la actual, hay una semejanza preocupante para el gobierno de Macri: como en 1989 y en el año 2001, hoy sólo el FMI financia a la Argentina. Si el organismo no transfiere la cuota de 5.421 millones de dólares convenida, las posibilidades de que el gobierno de Macri se evapore son ciertas. CUARTO le compartió a un experto financiero con años de experiencia en el manejo de cuentas públicas esta impresión y la respuesta fue la siguiente: “Si no hay indicios de que se hagan los desembolsos, la demanda de dólares va a crecer, tal presión elevará el precio del dólar y se van a necesitar aún más los desembolsos para controlar una situación por demás complicada. Esa incertidumbre, a su vez, eleva el Riesgo País, lo que a su vez te saca del mercado”, sentenció.
En ese marco, el Gobierno actúa como lo hizo el radicalismo en 1989: acusa a la oposición de haber puesto premeditadamente en peligro tal desembolso. ¿Cómo? Con el duro comunicado que Alberto Fernández y su equipo difundieron el lunes tras la reunión que mantuvieron con la comitiva del organismo que, esa misma noche, salió a desmentir la versión de un vacío de poder que debía llenarse con el adelantamiento de las elecciones. Para las principales figuras del macrismo, los móviles son la “venganza” lisa y llana de un cristinismo al que Alberto Fernández debería poner un límite. Del otro lado lo descartan de plano. Argumentan lo obvio: el no desembolso bien podría llevarse puesto al Presidente, pero abriría una etapa de consecuencias impredecibles incluso para quienes están a meses de llegar al Poder vía elecciones.
Distintas variables dan fuerza a los que sí piensan. Una de ellas es de tipo general: Alberto Fernández y la Liga de Gobernadores que lo apoya en nada se parece al peronismo del 2001; no sólo se trata de actores distintos, tampoco tiene el enorme poder territorial que manejaron los mandatarios justicialistas hace dos décadas, sobre todo en la provincia de Buenos Aires; y son profetas convencidos de la necesidad de un peronismo desempolvado de las conductas que asoció al movimiento con prácticas poco republicanas.
No resulta menos cierto que el duro comunicado emitido por Fernández – corresponsabilizando al FMI del desastre – no sólo es absolutamente cierto, sino que también puede interpretarse como lógico para quien se sabe a punto de ocupar la presidencia. “Alberto Fernández no puede garantizarle todo al FMI ahora porque eso le quita margen de negociación posterior si es que llegara a la presidencia”, responde el experto citado anteriormente. En definitiva, lejos de actuar como un conspirador serial, Alberto Fernández se parece mucho más un hombre que no desea llegar a la presidencia para obedecer al organismo en todo, tal como lo hizo Menem en 1989 para evitarse la furia de un FMI al que también sobrevuelan dos peligros: su propia crisis financiera ante un default argentino y la humillación de haber hundido dos veces al mismo país en menos de dos décadas.
Créase o no, el temor del FMI a esas posibilidades, puede suponer también, para la nueva gestión, cierta ventaja a la hora de renegociar una deuda gigantesca. De esa deuda nace el viento que atiza los dolarazos, las remarcaciones, el desempleo, el empobrecimiento y otras variables que arden furiosamente, confirmando así que no hay peor trampa para los países del mundo, que aquellas que les suele tender el Fondo Monetario Internacional.