La autora se sumerge en este artículo a la variada gama de asentamientos que se desarrollaron en la campaña a través de artículos periodísticos de la época. (Raquel Espinosa)*
Se ha sostenido que una de las principales causas del estancamiento de la riqueza en la provincia de Salta residía en las inmensas zonas de “tierra inculta”, propiedad de unos pocos que la poseían por herencia o adquiridas con fines especulativos. Luis D. Rodríguez, el columnista de “Salta” en el diario La Montaña, menciona algunos casos de esos propietarios que tenían posesiones en los valles calchaquíes como la dueña de la finca “Molinos”, de 34.400 hectáreas (217 leguas). También señala que en “los Chacos” había propietarios de extensiones que variaban de 93.500 a 215.600 hectáreas. Ésta es la razón que invoca el autor como causa del despoblamiento de la zona de los actuales departamentos de Anta, Rivadavia y Orán.
Esa descripción del campo salteño que el autor nos presenta nos lleva a imaginar ese enorme y lejano espacio que se oponía a la ciudad de Salta desde donde el columnista escribe y desde donde los lectores salteños de principios del siglo XX reciben la información. Es el mismo escritor quien luego aporta unos datos que ayudan a reconstruir, con más detalles, esa imagen del campo: “…encontrándose en ellos [los despoblados] sólo algunas pobres estancias y el resto ocupado portolderías de indios matacos y chiriguanos que son contratados durante la zafra de los ingenios para recoger la cosecha de caña y en el corte de la madera de los obrajes”(jueves 4 de febrero de 1904). Acto seguido, Rodríguez asegura que estos indígenas, perseguidos constantemente por las autoridades, deberían tener otra suerte, que el gobierno debería entregarles como propiedades pequeñas fracciones de tierra para fundar pueblos, siguiendo el ejemplo de lo que había ya hecho la provincia de Santa Fe, donde se fundó el pueblo de San Javier que poseía fábricas de aceite de maní que los propios indígenas cultivaban.
Así, pues aparecen tres nuevos términos ligados al campo salteño: estancias, tolderías y pueblos. Esto nos permite hablar de la existencia en la Salta de principios del siglo XX de una variada gama de asentamientos entre los considerados tradicionalmente como polos opuestos: el campo y la ciudad. Así como en la actualidad emergen los suburbios, los barrios en las afueras, los conglomerados paupérrimos, el poblado industrial, etc. más de cien años atrás el campo no era algo uniforme.
A pesar de esa heterogeneidad apenas adivinada o vislumbrada en el texto aquí analizado hay un elemento en común que no puede desconocerse. Tanto en las estancias como en las tolderías se encuentran hombres y mujeres que habitan la tierra y la trabajan. No hay campo sin la clase campesina que lo vuelve productivo, aunque entre los propios campesinos muchas veces se establecían relaciones de tensión. Lejos de los castillos medievales que en Europa protegían las ciudades de los invasores provenientes de otras regiones, las estancias en nuestra provincia constituyeron una muralla imaginaria contra el avance de los indígenas sobre la capital y otros poblados cuando las misiones y los fuertes desaparecieron. En el caso de las tolderías, según lo testimonia este artículo, eran los espacios que brindaban la mano de obra para las principales industrias de la época: los ingenios azucareros y los obrajes. Los pueblos nacieron luego por la necesidad de aunar esfuerzos y en ellos se encontraron los estancieros antes dispersos y aislados y los indígenas que poco a poco se integraron con los estancieros. Siendo los departamentos de Anta, Rivadavia y Orán parte de la antigua Frontera del Este los pueblos allí instalados nacen con la marca de los asentamientos fronterizos. El “pulso” del campo comenzaba a manifestarse de forma diferente.
La vida del campo – tanto como la de la ciudad- es móvil y actual: se mueve en el tiempo, a través de la historia de una familia, de un asentamiento, de un pueblo; se modifica como el paisaje, que no es estático como algunos presuponen, y despierta una serie de sensaciones, sentimientos e ideas que también van cambiando aunque dejan huellas que se pueden seguir para reconstruir esas trayectorias. Ese campo aparece en algunas ocasiones idealizado, causa de un deleite natural experimentado por quien lo contempla o lo evoca. “Esta tierra es hermosa” de Manuel J. Castilla pueden ser un ejemplo para ilustrar este tipo de percepción: “Esta tierra es hermosa. /Crece sobre mis ojos como una abierta claridad asombrada. / La nombro con las cosas que voy amando y que me duelen; / montañas pensativas, lunas que se alzan sobre el chaco/ como una boca de horno de pan recién prendido, / yuchanes de leyenda / en donde duermen indios y ríos esplendentes, / gauchos envueltos en una gruesa cáscara de silencio / y bejucos volcando su azulina inocencia. / Todo eso quiero” (de Bajo las lentas nubes).
Como el campo, el campesino también inspiró poesías en las que aparece como un elemento más del paisaje, sujeto sólo al destino que le asigna la naturaleza; “Canción del viento” de Carlos Edmundo Adet constituye un caso de éstas: “Qué gusto da / mirar correr el viento / por los verdes alfares / jugar a la escondida / por la orilla del río / y luego en duende loco / formar mil garabatos / de blanquecina arena, / por esos callejones / soleados de tristeza. / A veces una copla/ se le enreda en el pelo, / y es un lamento más / del hombre campesino / que se lo lleva el viento”. (en Cuatro siglos de literatura salteña de Walter Adet).
Ahora bien, lejos de esa visión idealizada del campo y de quienes trabajan en él, emerge una realidad muy distinta. Con un metafórico título, “El vampiro del país”, un columnista que no firma su escrito, en la edición de El Cívico del 21 de noviembre de 1900, se refiere a las primas otorgadas por el gobierno a los productores del azúcar, es decir, a los propietarios de los ingenios azucareros. Si no se hubieran dado a conocer estos datos con anticipación, podría pensar el lector que la situación que aquí se plantea es la del año en curso. Para demostrar esta afirmación cito textualmente al articulista: “[El gobierno] en su afán de equiparar el presupuesto, ha suprimido empleados, reducido servicios y eliminado partidas enteras destinadas a la instrucción pública, o votadas en años anteriores para efectuar obras de imprescindible necesidad”.
Después de hablar del estado paupérrimo en que se encuentran, en esos años, las fuerzas armadas, de las clausuras de escuelas, rebajas generales de sueldos, de los numerosos empleados “despedidos y en la calle” y de la consecuente y siempre presente “crisis”, se detiene en el caso de los ingenios azucareros. Sus sindicatos son los únicos privilegiados: “…devorando millones sobre millones solamente por tener el trabajo de enriquecerse”. Quien escribe experimenta un sentimiento de impotencia e indignación que es cada vez mayor y asegura que mientras la pobreza y la miseria se extienden sobre el total de la población se mantiene una prima fabulosa (una recompensa económica a modo de premio o incentivo), ¡un subsidio!, que con el pretexto de proteger a la industria argentina “se ha convertido en un cáncer para la nación”. Otra metáfora de fuerte significación que remite, como la anterior, a un ataque al cuerpo de la sociedad en su conjunto. Con una pregunta retórica prosigue su análisis: “¿Qué consigue el país con derrochar los millones de pesos que se regalan a los azucareros?” y la respuesta se enuncia a continuación: “Consigue que ocho o diez personas se enriquezcan a costillas de cinco millones de individuos…” Son los resabios del feudalismo que se prolongan en el capitalismo del recién nacido siglo XX.
Hay quienes no están nombrados explícitamente pero se adivinan. Son los trabajadores rurales, los primeros perjudicados en esta cadena de injusticias. Los que preparan la tierra, los que la siembran, los que la riegan y la limpian de malezas, los que cosechan sus frutos y los cargan, los que la recorren desde que el sol sale hasta que se pierde en el horizonte. Sin tiempo para la contemplación del paisaje ni para reflexionar sobre los procesos en los que están fatalmente implicados. Mientras ellos trabajan de esa manera, reciben los regalos otros, “esos gargantúas que no se llenan, que no revientan, diríamos para ser exactos, ni aún devorando la sangre y el sudor de la nación.”
La impotencia y la frustración que marcan este texto parecen disminuir al final –pero sólo se trata de una estrategia discursiva-, cuando el autor recurre a la ironía para distenderse y distender el relato y darle, a la vez, un cierre perfecto:
“Y entre tanto…, toque la misma Dr. Berduc, para variar…”
*Este artículo fue publicado por la autora por primera vez en mayo del año 2018