Es el título de un breve escrito del genial Eduardo Galeano en el libro “De los Abrazos”. Con solo 173 palabras relata el digno final de los Mártires de Chicago que dio origen a la efemérides más universal de todas.
“Les espera la horca. Eran cinco, pero Lingg madrugó a la muerte haciendo estallar entre sus dientes una cápsula de dinamita.
Fischer se viste sin prisa, tarareando “La Marsellesa”. Parsons, el agitador que empleaba la palabra como látigo o cuchillo, aprieta las manos de sus compañeros antes de que los guardias se las aten a la espalda.
Engel, famoso por la puntería, pide vino de Oporto y hace reír a todos con un chiste. Spies, que tanto ha escrito pintando a la anarquía como la entrada a la vida se prepara, en silencio, para entrar en la muerte.
Los espectadores, en platea de teatro, clavan la vista en el cadalso. Una seña, un ruido, la trampa cede… Ya, en danza horrible, murieron dando vueltas en el aire.
José Martí escribe la crónica de la ejecución de los anarquistas en Chicago. La clase obrera del mundo los resucitará todos los primeros de mayo.
Eso todavía no se sabe, pero Martí siempre escribe como escuchando, donde menos se espera, el llanto de un recién nacido”.
Ocurrió en Chicago, en 1886.
El primero de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario «Philadelphia Tribune» diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de remate.
Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el derecho a la organización sindical.
Al año siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho.
Georg Engel, Adolf Fischer, Albert Parsons y Auguste Spies marcharon a la horca.
El quinto condenado, Louis Linng, se había volado la cabeza en su celda.
Cada primero de mayo, el mundo entero los recuerda.
Con el paso del tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la razón.
Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse.
Prohíben los sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes derretidos que pintó Salvador Dalí.