El genocida que recibió hace pocas semanas a diputados libertarios en la cárcel donde está detenido por crímenes de lesa humanidad, fue interceptado en plena calle. Ocurrió en Bariloche, en 1995.
Este miércoles se sumó un nuevo capítulo al escándalo de las visitas de los diputados nacionales de La Libertad Avanza al penal de Ezeiza, donde se encuentran detenidos algunos de los represores de la última dictadura militar.
En una entrevista en MDZ Radio, la legisladora libertaria Lourdes Arrieta intentó desentenderse del tema al asegurar que fue engañada al encuentro con los genocidas. Además, dijo que habló nada menos que con Alfredo Astiz, pero que no lo reconoció porque nació «en el 93».
Al ser cuestionada por los periodistas de la emisora sobre su desconocimiento de Astiz, uno de los militares más conocidos y siniestros de la última dictadura, Arrieta aseguró: «Es un tema que no está en mi agenda, que nunca lo estuvo, que no está en mi itinerario de actividades, ni siquiera de proyectos».
Sin embargo, hubo otros que sí saben quién es Astiz. El 1 de septiembre de 1995, cuando la actual diputada tenía dos años, hubo un hombre que se encontró con el genocida en plena calle y no pudo evitar descargar toda su furia contenida.
Se trata de Alfredo Chaves, que durante la dictadura estuvo secuestrado durante ocho meses en El Vesubio, uno de los centros clandestinos de detención. Chaves fue uno de los detenidos desaparecidos que logró sobrevivir, pero no pudo escapar de las torturas.
Tal como recuerda la revista Sudestada, Chaves manejaba su camioneta por el centro de Bariloche cuando vio a un hombre parado en la calle junto a una mujer.
“Eran las nueve menos diez de un día radiante. Yo había dejado a mi hija en la escuela y volvía para Llao Llao. Cuando paso por el monolito, enfrente del hotel de la Marina, estaba ahí parado, con una chica, como mirando para el centro», recordó Chaves en la mencionada revista.
«Lo ví y más que verlo lo vibré. Seguí de largo dos kilómetros y pegué la vuelta. Tengo que contarte primero que por esos días mis dos hijas, que tenían doce y quince años, me preguntaron qué haría si me cruzaba con los que me torturaron en el chupadero. Siempre había pensado que si me cruzaba a uno le pegaba una piña y salía corriendo, les dije. Pero era una fantasía como tantas otras», agregaba.
«Pasé por la otra mano y el chabón seguía parado en la banquina. Me convencí de que iba a estar ahí hasta que yo vaya a trompearlo. Era una señal de la vida. Tenía que suceder así», seguía.
«Me quedé de atrás del monolito en la camioneta, lo miré bastante. Quería asegurarme de que no tuviera un arma, ni guardaespaldas. Yo nunca lo había visto personalmente. Sólo en fotos, pero no estaba tan joven. Mientras pensaba todo ésto temblaba como una hoja. Entonces volví a pasar para el oeste, paré la chata a cincuenta metros, la dejé en marcha y me bajé. Ahí ya estaba frío. Me acerqué y le pregunté ‘¿Vos sos Astiz?’. ‘Sí, ¿vos quién sos?’. ‘Vos sos un hijo de puta que todavía tiene cara para andar por la calle’. Y me miró de costado, con asco. Ahí le pegué un golpe de lleno en la cara, se fue para atrás y se dobló. Le pegué una patada en las bolas, más patadas y trompadas hasta que me agarró como para tirarme, pero no pudo. Le seguí pegando en la cabezota y le metía los dedos en los ojos, gritándole ‘hijo de puta, criminal, asesino’. Fue un desahogo», relataba.
«Ya estábamos en medio de la ruta y se había armado una caravana de autos. Todos mirando la pelea. En eso me levanta de atrás un amigo, Roby Eiletz, que me dijo ‘Dejalo Chaveta’, y me llevó en su auto», recordaba.
Chaves agregaba que el genocida «sangraba, pero ni dijo nada». «Yo le grité de todo: ‘Vos te cagaste con los ingleses y lo único que sabés es matar adolescentes por la espalda. Tiraste monjas de los aviones, hijo de puta, cobarde, traidor a la patria’. Todo ese verdugueo lo disfruté más que las trompadas».