domingo 13 de octubre de 2024
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Salta y el interior | Cerrillos, una villa en ruinas

En esta segunda entrega sobre el devenir del pueblo de Cerrillos, la autora sigue buceando en los medios periodísticos de 1900 para aproximarnos a la historia de la llamada «capital provincial del carnaval». (Raquel Espinosa)

“El jardín de las delicias” es la pintura más famosa de la colección de Jheronimus van Aken, apodado Bosch por su lugar de nacimiento en los actuales Países Bajos, más conocido como El Bosco (1450-1516). Como el resto de las obras de este artista, que Felipe II reunió en El Escorial, carece de datación unánime entre los especialistas. Se trata de un tríptico que, cerrado, se ha interpretado como el tercer día de la creación. El tres era considerado un número completo, perfecto, ya que en sí mismo encierra el principio y el fin y refiere a la trinidad divina. Algunos estudiosos de la obra interpretan que pudiera representar la Tierra tras el Diluvio Universal. El tríptico también presenta una descripción del edén en su panel izquierdo pero en la tabla central se representan todo tipo de placeres que convergen en un desbordamiento o exceso. Como consecuencia lógica, la tabla de la derecha representa el infierno, escenario apocalíptico y cruel en el que el ser humano es condenado por sus pecados.

Incluyo esta referencia a la obra de El Bosco para ponerla en diálogo con la imagen que el periodista de El Cívico hace sobre la localidad de Cerrillos a principios del siglo XX, a la que denomina “aldea deliciosa”. En la descripción del entonces pueblo de Cerrillos se resaltan la belleza del paisaje, la bondad del clima, la armonía reinante y los placeres que despierta en quien llega al lugar; todos estos elementos sugieren una especie de paraíso. Pero es el mismo diario el que acerca al lector una visión de esa zona muy distante del edén que diseñara en una de sus notas.

El viernes 5 de enero de 1900 se publica una noticia con el título “Inundación en Cerrillos”. Los sucesos narrados se presentan como alarmantes pues han ocurrido en una localidad muy importante para la época ya que se trata de “el pueblo veraniego de Cerrillos”, donde habían ido a pasar la temporada “numerosas familias de la sociedad salteña” que por las circunstancias descriptas se vieron envueltas en serios apuros. El que escribe registra la hora precisa del desastre: las 11:30 p.m. de la noche anterior y su duración: 5 horas. El hecho es catalogado como “una furiosa tormenta”, “esta catástrofe” y “este desgraciado suceso”. La emblemática “Capital del carnaval”, que a veces es denominada como pueblo y otras veces como villa, muestra los vestigios que dejó el temporal: edificios dañados – varios de ellos derrumbados y otros en estado ruinoso-, rupturas en los terraplenes del ferrocarril, muertes de animales y pérdidas de pertenencias personales pero, sobre todo, inundaciones de grandes extensiones de cultivos que no podrían ser recuperados.

El diccionario de la Real Academia Española reseña que la palabra diluvio deriva del latín  diluvium y que refiere a una inundación de la tierra o de una parte de ella, precedida de copiosas lluvias. En el lenguaje coloquial es sinónimo de lluvia muy copiosa pero además es la que genera ciertos destrozos y complicaciones debido justamente a su abundancia, fuerza y voracidad. Podemos considerar, entonces, a “inundación” como uno de los sinónimos posibles y habilitados para referirnos al diluvio.

Además de la tormenta se produjeron aluviones que complicaron más la situación. El río Rosario desbordó y rompió los terraplenes del ferrocarril a la altura del kilómetro 951, es decir, dos cuadras antes del edificio de la estación. Cuatro kilómetros más al sur, se produjo una abertura de 5 metros de ancho por 12 de largo, por donde pasó con furia la corriente. En toda la zona descripta quedó agua estancada y varios de los habitantes del pueblo debieron retirarse hacia las alturas mientras otros permanecieron en sus hogares, sobre los muebles. Dentro de las habitaciones, la altura del agua alcanzó más de un metro. El Comisario de Cerrillos fue el encargado de transmitir las novedades al gobierno de la provincia y señalar que “la villa se encuentra en ruinas”. Tanta gravedad revestía el caso que el propio gobernador con su gabinete y un piquete de soldados de la guarnición de plaza se dirigen al lugar para evaluar los daños y ayudar a los damnificados.

En la actualidad, esos trenes de los que habla el relato ya no pasan y la estación del ferrocarril, como tantas otras en la provincia, ha quedado abandonada. Ahora pasamos por esta ciudad a través de la ruta nacional 68 y podemos arribar al lugar por medio de ómnibus o automóviles pero en 1900 el tren era la vía más rápida, cómoda y adecuada para disfrutar del viaje y  llegar a ese destino. Por eso, la inundación, a modo de un diluvio, alteró la paz y la armonía que reinaba e impuso el caos y la consternación. La transcripción de uno de los últimos párrafos de la nota nos permiten trasladarnos en el tiempo y vivir, junto con los protagonistas de esa catástrofe, las vicisitudes a que fueron expuestos: “Los pasageros (sic) llegados por tren esta mañana…tuvieron que trasbordarse en zorras y caminar á pié una parte de la vía para llegar a ésta por medio de un tren que salió a auxiliarlos”.

En el cuadro de El Bosco esta escena estaría ubicada, sin dudas, en la tabla de la derecha, más próxima al infierno, por los padecimientos descriptos y que llevaron al cronista a hablar de “una aldea en ruinas”. Las ruinas adquieren aquí un significado especial porque están hablando de un objeto, en este caso la villa de Cerrillos, que ha sufrido un primer tipo de violencia, el de la naturaleza, cuya fuerza transforma el espacio cotidiano, lo altera, lo trastroca, lo des-integra. No será éste, sin embargo, el único acto de violencia que el pueblo recibirá.

Cinco meses después, el 5 de junio, una columna del mismo diario con el título de “Curiosa indemnización” nos informa que los cerrillanos habían realizado un pedido legal al gobierno de la nación para que indemnizara, siquiera en parte, la ruina que ocasionó en sus propiedades la inundación antes descripta y que ellos atribuyeron a las insuficientes alcantarillas construidas por los responsables del ferrocarril. Las autoridades ferroviarias dicen que  ya habían cumplido reparando los desperfectos de las líneas férreas pero los vecinos  quieren que los indemnicen por los daños causados en sus viviendas. Creen que el desastre ocurrió por  las obras imperfectas llevadas a cabo por el gobierno de la nación e invitan a las autoridades a ver con sus propios ojos “las ruinas que ha dejado la inundación”. Nuevamente el acento se pone en la palabra “ruinas” y en este caso, a la violencia pasada de la naturaleza, se suma la violencia de la clase dirigente que no ha sido capaz de auxiliar al pueblo mediante la indemnización reclamada. La idílica aldea que fuera comparada con una sultana por su belleza y poder ahora es un espacio concebido negativamente. La aldea que antes recibiera tantos halagos ahora es un blanco perfecto para el desprecio y el desaire, por eso,  el subtítulo de la nota contribuye a completar los sentidos: “Una burla más”. Cito el primer párrafo con el que el periodista encabeza su nota porque expresa con ironía y precisión ese momento coyuntural pero, a la vez, lo trasciende ya que al hablar de la tensión entre el gobierno nacional y la realidad de la provincia proyecta en el tiempo una problemática aún no resuelta que sigue siendo motivo de injusticias y desigualdades: “Está escrito en los anales de la historia contemporánea de nuestra provincia, que cuando no seamos víctimas espiatorias (sic) de alguna medida por parte de los sastres que tiene la nación para prometernos trajes de última confección á la moda de París, por lo menos se nos hará un corte de manga, como burla sarcástica, a nuestros justos reclamos”.

Lejos estaban los cerrillanos de 1900 de adivinar un futuro en que no sólo algunas casas quedaran para siempre en ruinas por aquella especie de diluvio sino también la estación. El entonces corazón de la aldea y los trenes que a ella llegaban se convertirían, poco a poco, en ruinas. Serían una especie de sedimentación de procesos de violencia, que sucesivamente acabarían con las ilusiones de progreso, de mejora, de bienestar general. Como casi siempre, los intereses de unos pocos se privilegiaron frente a las necesidades de los demás, de los que soñaban con un espacio más integrador, por donde los trenes – u otras máquinas modernas, otras tecnologías más avanzadas- pasaran para dejar algo y no para llevarse todo. Sus descendientes aún siguen soñando ese sueño que no puede mutar en realidad.

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