El ex Fiscal de Corte de la provincia, Alejandro Saravia, compartió por Facebook la columna que realizó en el programa “Cara a Cara”. Partió del extracto de una novela de Vargas Llosa y a partir de la misma se preguntó en qué momento empezó a “joderse el país”.
En el comienzo mismo de su novela “Conversación en la catedral”, Mario Vargas Llosa estampa esa frase que, bajo forma de interrogación, hizo larga carrera: ¿Cuándo fue que se nos jodió Perú? A partir de allí, recurrentemente, los argentinos la repetimos pero cambiando de sujeto preguntándonos lo mismo pero respecto de nuestro país.
Quizás como respuesta tentativa podría ser que eso sucedió el día en que pensamos que la ley de gravedad no se aplicaba a este país bendecido por Dios. Me explico. Si uno tira una piedra hacia arriba, la piedra cae. Si uno suma dos más dos, le da cuatro. Si uno gasta más de lo que gana, va a la quiebra. Eso, que es elemental en cualquier país de la tierra, es rechazado por nosotros los argentinos que pensamos que tenemos el derecho divino de vivir por arriba de nuestras posibilidades sin costo alguno.
Pero ¿cuándo fue que eso se nos hizo carne? Si estamos a lo que dice Tulio Halperín Donghi en su breve pero sustancioso libro “La larga agonía de la Argentina peronista”, ese momento fue cuando triunfó la revolución social justicialista produciendo… ”un perfil de sociedad comparable al de los países industriales maduros (que) se superponía así al de una economía que se hallaba sólo en las primeras etapas de un proceso industrializador destinado a encallar bien pronto”. Es decir, una revolución social sin sustento económico.
El propio Perón fue consciente de eso cuando ya a partir del 49 postulaba que cada cual debía producir, al menos, una equivalencia de lo que consumía. Y lo reafirmaba cuando sostenía, pícaramente, que en Argentina todos eran peronistas ¿Qué quería decir con eso? Pues, que nadie podría ya contradecir el modelo so pena de ser desterrado del paraíso terrenal de la política. A partir de ese apotegma, quienes intentaran otra cosa, ya que no podían recurrir a los votos, debían acudir a los cuarteles, con el agravante de que, como efecto de asimilación, todos los uniformados que llegaban de alguna manera se sentían la reencarnación de Perón y la rueda recomenzaba.
Esta parte, la del esfuerzo, la de producir al menos el equivalente de lo que se consume, no hizo carrera y nos quedamos, no más, con lo del consumo. A partir de allí, a fuerza de interrupciones, de proscripciones y de asimilaciones, en las que muchos creyeron ser un Perón redivivo, se nos jodió la Argentina. En eso estamos.
¿Qué hacer entonces? Lo único que nos queda es intentar hacer una revolución cultural en medio de los escombros. Es decir, comenzar de nuevo, tras varias causas perdidas, pero cambiando nuestra mentalidad. Menuda tarea.
Lo interesante del proceso político actual es que un modelo pretendidamente diferente llegó al poder por los votos; respeta las instituciones constitucionales; le disputa palmo a palmo al peronismo su territorialidad; y procura sanear la situación económica gradualmente y, al menos discursivamente, pretende forjar una nueva cultura.
Falta, sí, un comunicador como aquél del balcón, pero al menos está bien que se pretenda salir del laberinto en el que estamos sumidos.
Con comunicador bueno o sin él -es lo que hay- habría que enunciar claramente lo que se pretende. Decir el qué y el cómo y darle una épica. Todo esfuerzo, cualquier esfuerzo, necesita de una épica para hacer más llevadero el tránsito.
Y, fundamentalmente, dos cosas: se necesita empatía, ponerse en el lugar del otro, sufrir con él y hacerle sentir que vale la pena. Y, por otro lado, se precisa equidad. Al esfuerzo lo deben sentir todos por igual. El que tiene más y el que tiene menos. Igual.
Cultura del esfuerzo; empatía y equidad. Con eso, no estaría nada mal sacudirnos la modorra y hacer, de nuevo, un país.