martes 3 de diciembre de 2024
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La Noche de los Bastones Largos | Los militares contra la ciencia en la Argentina

El 29 de julio de 1966, la dictadura de Juan Carlos Onganía buscó “ajustar cuentas” con las Universidades a las que consideraba nidos de la subversión.

Esa dictadura que calificó a las mismas como una amenaza para los valores occidentales y cristianos, decidió dictar una Ley que daba fin a la Autonomía Universitaria. La misma facultaba también al Ministerio de Educación a concentrar las atribuciones que hasta entonces correspondía a los Consejos Superiores y Directivos formados por docentes, estudiantes y egresados electos.

Como era de esperarse, rectores y decanos se opusieron y junto a estudiantes tomaron distintas facultades de la UBA, aunque en la noche de 29 de julio de 1966 las puertas cedieron ante la carga policial: las luces se cortaron, los gases lacrimógenos explotaron a los que siguieron las famosas “filas indias” de uniformados que bastoneaban a los detenidos que caminaban hacia los vehículos policiales que los trasladarían a las comisarías, convirtiéndose esas imágenes en símbolo de la llamada Noche de los Bastones Largos.

El matemático norteamericano, Warren Ambrosse, se encontraba en la Facultad de Exactas esa noche y luego relató al New York Times los sucesos: “Entró la policía. (…) lo primero que escuché fueron bombas que resultaron ser gases lacrimógenos. Luego llegaron los soldados (…) nos agarraron uno por uno y nos empujaron hacia la salida (…) nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados (…) que nos pegaban con palos o culatas (…) El profesor Carlos Varvavsky, director del nuevo radio-observatorio de La Plata recibió serias heridas (…) como así también Félix González Bonarino, el ecólogo más eminente del país (…) Esta conducta va a retrasar el desarrollo por muchas razones, entre las que se encuentra de que muchos de los mejores profesores se van a ir del país”.

No se equivocaba. Un estudio de Marta Slemensón en 1970 documentó que luego de esa noche 1378 docentes renunciaron a la UBA; 301 emigraron, de ellos 215 eran científicos y 86 investigadores de áreas sociales; 166 se quedaron en universidades latinoamericanas, 94 se fueron a EEUU, Puerto Rico y Canadá; mientras 41 se instalaron en Europa. A pesar de ello, el rector designado por la dictadura, el abogado Botet, declaró que “hay un principio que está por encima de uno, dos o cien profesores: es el principio de la autoridad”.

Diez años después, una dictadura más sanguinaria siguió maltratando a la ciencia y cuando por fin la violencia golpista abandonó el país, la brutalidad dejó de ser la herramienta del maltrato para dar lugar a la sutileza del mercado, a los ajustes que ese mercado exige y a la anemia de políticas científicas de las empresas privadas que el menemismo primero y el macrismo ahora califican como el “conductor de máquina” en la ruta del desarrollo.

Fue durante el menemismo, justamente, cuando esas nuevas formas de maltratos llegaron a un cenit que el sociólogo Mario Albornoz documentó bien: hasta el año 2000 entre 5000 y 7000 de los argentinos que emigraron eran investigadores o científicos altamente capacitados; 6 de cada 10 argentinos becados en EEUU no querían volver porque sabían que el problema no era sólo presupuestario sino hijo de políticas que no apostaban a la ciencia ni al valor agregado de la producción; mientras por cada 10.000 habitantes nuestro país contaba con 1,6 científicos contra los 11 de Japón, los 10 de EEUU o los 4 de España.

Tras una década que con sus límites y excesos trató de contener a ese tipo de población, el conocimiento en Argentina vuelve a correr la misma suerte que los argentinos: luchar para sobrevivir. Algunos lo hacen abandonando el país y suelen ser los más capacitados y mejor calificados con lo cual esas partidas resultan una hipoteca a mediano y largo plazo. Como si esto fuera poco, al igual que 1966, los países industrializados continúan reclutando cerebros por medio de políticas de captación que incrementan las becas para recién egresados que terminan aceptándolas. ¿Quién podrá culparlos?

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