En el libro El presidente que no fue, Miguel Bonasso recreó el exilio del ex mandatario argentino tras la llegada de la dictadura en 1976.
El asilo político otorgado por México para Evo Morales no es un hecho aislado. México ha albergado a más de un mandatario latinoamericano perseguido por las fuerzas golpistas. Uno de ellos fue Héctor Cámpora, que en 1976 debió pedir asilo en la embajada mexicana en Buenos Aires.
El periodista Miguel Bonasso reprodujo el hecho en su libro El presidente que no fue, publicado por Planeta en 1997. A continuación reproducimos fragmentos de aquel texto:
Nunca se había visto nada igual en la historia de Giles. Fueron despertados por las frenadas y los portazos. Y después, por los balazos y los gritos. La policía de la provincia detenía, el Ejército tomaba posiciones y disparaba. Disparaba contra el frente de la casa de Cámpora, contra los curiosos que se asomaban por las ventanas. Contra fantasmas. Puede parecer una conducta absurda: no lo era. Los jugadores del Club Almafuerte huyeron a sus casas. Todo el mundo se encerró. Pocos quisieron ver y saber. Las avanzadillas del miedo habían llegado al pueblo.
– ¡Pelotudos de mierda, lo dejaron ir! -dijo el jefe del operativo, que venía de civil, y le rajó la cara de un culatazo a uno de los custodios de la Federal.
Al intendente Pedrito Gallo lo sacaron de su casa a empujones. Porque era el intendente, pero sobre todo porque era amigo del Tío. Lo tuvieron parado durante cuatro horas frente a la casa “del doctor”, viendo cómo los milicos sacaban máquinas de escribir y de calcular, algún mate con bombilla de plata y los regalos del casamiento de Carlos, que habían quedado allí desde la fiesta de diciembre. Había que castigar a los “delincuentes y corruptos”… robándoles sus pertenencias.
Ignorantes de todo lo que estaba ocurriendo, el Tío y sus acompañantes se acercaron a las luces de la ruta 8, buscando unos sandwiches y unas gaseosas para aliviar la ansiosa espera del Gordo. Lali fue el encargado de comprarlas. Cuando entró a esa parrilla para camioneros estuvo a punto de blasfemar: había un tipo de Giles con una mina, que le guiñaba un ojo. Instintivamente miró hacia afuera, los autos estaban lejos y a oscuras; nadie podía ver a Don Héctor. Igual le dio miedo. Era una intuición certera. Pocas horas más tarde habría de maldecir ese encuentro.
Eran más de las dos cuando vieron la camioneta del Gordo estacionada frente a su casa. Lali fue a pedirle las llaves de la quinta. El Gordo se la dio y todavía anduvieron un rato iluminando con sus faros los caminos de tierra hasta encontrar la cueva donde guarecerse. Tomaron unos mates, fumaron. Cámpora, incansable, insistió en prender la tele, en escuchar la radio. Eran las tres y veintiuno de la madrugada cuando oyeron los primeros acordes de la marcha “Ituzaingó” y, enseguida, la voz del locutor leyendo la proclama y el primer comunicado de una serie de varias decenas.
“Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes.”
Durmieron poco. A la mañana siguiente Lali partió de regreso a Giles con un encargo del doctor: guardar el otro auto, un Dodge Polara, para que no quedara en la calle. Se despidieron. No se volverían a ver. Cámpora ignoraba que en las próximas 48 horas su vida iba a estar en manos del sodero.
El Lali Trombetta encontró un panorama tétrico en el pueblo, pero por temeridad o cálculo se fue a su negocio. A las cinco de la tarde se lo llevó la policía de la provincia. El comisario Orsi quería “conversar con él en su despacho”. La conversación se inició con una trompada en el estómago.
– ¿Dónde está el hijo de puta ese, el montonero Cámpora?
Ante cada “no sé, se lo juro”, el comisario soltaba un puñetazo.. Sólo se interrumpió para atender un llamado del jefe de la guarnición de Mercedes y asegurar al teniente coronel Rojas Alcorta que “el prófugo ya está cercado”.
Cámpora y sus acompañantes habían debido alzarse de la quinta del Gordo. El auto, dijo alguien, podía levantar sospechas y atraer a la policía. Salieron, sin certezas, a iniciar un loco peregrinaje por las rutas de Buenos Aires y Santa Fe, que estuvo a punto de acabar en una catástrofe. Don Héctor ordenó enfilar hacia Cañada de Gómez, donde tenía un amigo. No lograron el refugio y, en cambio, fueron a dar de narices en un control montado por la policía santafecina. Los tres hombres se dieron por perdidos.
El suboficial a cargo, un tordillo de poblados bigotes, miró adentro del auto, clavó la vista en el anciano demacrado y elegante que le sonreía para disimular el pánico y le indicó al chofer que podían pasar.
– Debe ser peronista -dijo Don Héctor, tras un largo silencio-. Porque ese hombre me ha reconocido.
A partir de ese momento se convirtieron en una rueda loca, tan loca que hasta pasaron cerca de otro campo heredado del suegro, cerca de Giles. Finalmente, luego de muchas horas de adrenalina y sudor, llegaron a la segunda estación del vía crucis: la casa de un pariente en el Gran Buenos Aires. Allí Cámpora tuvo una de esas treguas que se bendicen cuando uno tiene detrás la jauría: pudo bañarse, comer un buen bife con ensalada y enterarse de las noticias.
Allí despidió a sus custodios, para no arriesgarlos y ganar él mismo mayor libertad de movimientos. Allí, también, pudo tomar contacto con Héctor chico y Carlos, que pasarían a ser sus únicos nexos con el mundo exterior. El núcleo central de la familia había quedado desperdigado por el celo persecutorio de los golpistas. Allanaron todo lo que se podía allanar en un radio de pocas manzanas. Los departamentos de Héctor Cámpora, Mario Cámpora y Pedro Cámpora y el estudio de Héctor junior.
En medio de esa cacería, Cámpora y su hijo Héctor reingresaron en la Capital Federal. Y allí entendieron, sin manuales, que la primera ley de la clandestinidad es la movilidad. Era imposible mantener mucho tiempo la misma guarida. Cámpora entendió cabalmente desde los primeros momentos del peregrinaje: Si me agarran no voy a ir preso como otros dirigentes, a mí me van a matar. No se equivocaba.
Padre e hijo se movían en auto, que en aquellos tiempos era como viajar en un ataúd rodante. Si era de día el Tío se ponía unos anteojos normales, porque los de sol son más escandalosos. O circulaba leyendo el diario. En general, elegían la noche para moverse. Eso disminuía el peligro del reconocimiento, pero aumentaba el de caer en las temibles “pinzas”, los controles callejeros de la policía y el Ejército. Pronto comprendieron que había una sola posibilidad: huir del país. Analizaron distintas propuestas. Al Uruguay no se podía, al Brasil y a Chile tampoco. Un amigo ofrecía una avioneta para llegar al Paraguay. Tampoco era una garantía. Sin contar con los riesgos del viaje: muchas veces la Fuerza Aérea hacía bajar los aviones particulares. Única chance: asilarse en una embajada. Pequeño problema: todas las embajadas estaban vigiladas.
Mario Cámpora arregló el asilo de su tío con un corresponsal de un diario brasileño, que le prometió pedir auxilio al embajador mexicano. Ya era 12 de abril.
El embajador Roque González Salazar escuchó la propuesta junto al encargado de negocios Roberto De Negri, que dijo: “Dígale al señor presidente lo siguiente: a partir de las cuatro de la tarde el portón de la cochera, en la residencia del señor embajador, va a quedar abierto durante media hora. Ahí lo esperamos”.
Héctor Pedro iba al volante del Renault 12 de Lidia, con su padre de acompañante. Atravesaron Las Heras, Luis María Campos, los barrios militares. Iban con lo puesto. Sin valijas ni portafolios. Tenían miedo pero no se lo demostraban recíprocamente. No eran muy demostrativos. Héctor Pedro hizo alguna pregunta cortés sobre si le molestaba el viento o algo así. Su padre negó con la cabeza y siguió en su aparente lectura del diario. En realidad iba rezando para sus adentros y despidiéndose una vez más de Buenos Aires. Adelante, un auto amigo iba anticipándose a los posibles riesgos.
Al llegar al 1600 de la calle Arcos, Héctor Pedro reconoció enseguida la residencia del embajador mexicano. No había, como en los primeros días que siguieron al golpe, soldados cortando la calle. En rápida sucesión divisó el bello jardín, los policías charlando en la entrada principal y el portón del garaje abierto, como lo habían prometido. Giró bruscamente el volante y metió el auto con tantas ansias que casi se estrellan. El coche que los escoltaba se había detenido, reanudó la marcha y desapareció.
Eran las cuatro y nueve minutos de la tarde. Alguien cerraba el portón. Alguien salía del chalet colonial a recibirlos.