Sigue el arribo de figuras claves del gobierno nacional a las que el gobernador no compromete pertenencia alguna. Su camino a la reelección es más cómodo que el de Romero y Urtubey ante opositores que son puro cálculo sin audacia. (Daniel Avalos)
Los memoriosos de la política salteña aseguran que el entusiasmo despertado en la población por Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey cuando se encaminaban hacia sus primeras reelecciones era claramente superior al que hoy despierta Gustavo Sáenz. La forma en que lo resaltan es acertada en líneas generales. De Romero recuerdan una primera gestión (1995-1999) atravesada por un acelerado proceso de reformas que en lo central pusieron la matriz productiva de la provincia en manos de los agentes económicos privados, en el marco de una primavera menemista que popularizó la idea de que el capital privado rescataba del atraso al vetusto estatismo en un mundo donde el socialismo se había desmoronado sin que nadie lo empujara. Es cierto que esas reformas le granjearon al entonces gobernador la ira de las víctimas directas del modelo neoliberal, pero no es menos cierto que también le redituaron la adhesión de muchos que asociaban lo público con un sistema que obturaba todo.
Urtubey, dicen los mismos memoriosos, también generó entusiasmo entre las y los salteños en su primera gestión (2007-2011). Tenía menos de 40 años, su crítica al ex gobernador -por haber protagonizado un proceso de transformación que no tuvo al hombre como principal eje de acción- era aplaudida por muchos; su estrategia de mostrarse como lo absolutamente otro del Romero parco y sin atributos de comunicador también era un éxito. Esas cosas más el temprano acuerdo con los intendentes a quienes les transfirió recursos e impunidad para su manejo, le permitió forjar un vínculo estrecho con un interior provincial postergado durante los doce años de Romero y le redituaron a Urtubey una simpatía que se tradujo en una primera reelección con más del 55% de los votos, porcentaje que su predecesor también había superado cuando fue reelegido por primera vez en 1999.
Los memoriosos dicen a un año de los comicios para la gobernación de Salta que Gustavo Sáenz no despierta entusiasmos similares en la búsqueda de su reelección. No faltan a la verdad, aunque no es menos cierto que el gobernador se encamina a una reelección igual o más tranquila que la de sus predecesores. La vieja y fundamental pregunta se impone. ¿Por qué? La pandemia ayuda a responder en parte la misma. Centralmente porque los gobiernos de todo el mundo pueden argumentar que esa tremenda presión externa trastocó todos los planes originales de gobierno, sobre todo la de aquellos que ni bien asumieron -como Sáenz- se encontraron de bruces con ese hecho histórico inédito.
No obstante, se equivocan quienes creen que esa misma presión externa que trastocó planes permite al gobernador mantenerse a flote. Primero porque no está a flote sino en franco proceso de acumulación de fuerza; y segundo, porque en ese contexto desfavorable demostró que aquello que alguna vez Juan Manuel Urtubey denostó como propio de mendigo puede ser un importante atributo político en determinados contextos: asumir el rol del tipo agradable que se siente a gusto con los presidentes y ministros de distintos signos políticos a quienes siempre arranca recursos que se vuelcan a la provincia.
Lo hizo con Mauricio Macri cuando era intendente de la ciudad y lo hace ahora con Alberto Fernández. Todo en un contexto distinto al que vivieron Romero y Urtubey en sus primeras gestiones. El primero presumía de su enorme comunión con un Menem popular en 1995, el segundo hacía lo mismo con el Néstor Kirchner del año 2007 que concentraba una imagen positiva superior al 70% de la población. No fue el caso de Sáenz que como intendente y como gobernador convivió con dos presidentes que a poco de asumir perdieron prestigio. El resultado es que esos presidentes no pudieron ni pueden exigir lealtades duraderas y carecen de la fuerza para prometer escarmientos políticos-administrativos. Sáenz, en definitiva, administra en su favor las debilidades estructurales de las principales coaliciones políticas – electorales del país que aun imponiéndose electoralmente quedan a merced de que sus rivales le veten programas o medidas de gobierno.
La estrategia da resultados. Sáenz se siente a gusto en cualquier despacho ministerial del gobierno nacional, anuncia obras con recursos que provienen de esos ámbitos, recibe la visita del presidente o de figuras rutilantes de la administración nacional como Sergio Massa que lo elogian sin complejos y todo ello no supone para el salteño compromiso político alguno que amenace su proyecto provincial. Allí donde unos ven un dirigente camaleónico sólo interesado en la suerte personal, Sáenz ve destreza política que prescindiendo de móviles ideológicos pondera los resultados prácticos que sus acciones tienen para la provincia y su proyecto político. Evidentemente Sáenz es un poliglota político: sabe pasar de una cadencia a otra, utilizar metáforas distintas y marcos de referencias según con quien hable.
El proceso puede profundizarse más si el “salteñismo” con el que amagan ciertos funcionarios comienza a desplegarse. Hablamos de esa especie de gesta discursiva que enmarque el armado electoral impugnando a la “grieta” por las terribles consecuencias de que los extremos trabajen solo para imponerse al “enemigo” y convocando a distintas fuerzas a un frente que imponga a los actores desempolvarse de los dogmas partidarios que atentan contra el interés de la provincia.
Habrá que admitir, no obstante, que aun cuando el gobierno decida prescindir del “salteñismo”, el andar de Sáenz hacia la reelección sigue siendo cómodo. Por los aspectos que ya mencionamos, pero también por la ausencia de oposición. Es más, durante los últimos meses escasean hasta los opositores. No es lo mismo una cosa y la otra. El opositor es aquel que cuestiona, impugna y hasta maldice públicamente las políticas del gobernador; mientras la oposición constituye un bloque de opositores que, entusiasmando a parte de la sociedad, se presenta como la alternativa posible al rumbo del gobierno imperante. Hoy esto no existe en Salta y por lo tanto el berrinche de un opositor está condenado a evaporarse.
La situación puede explicarse por una tendencia que tiene años y certezas coyunturales de la actual oposición. Lo primero se relaciona con opositores que desde los tiempos de Urtubey se rigen por una premisa básica: todo lo que acerque al Poder o un cargo es bueno y todo lo que aleje del Poder y de los cargos es malo. A partir de esa coordenada empieza el puro cálculo: cuándo adular o criticar al gobernante, ser parte de algún extremo de la grieta o apostar al “diálogo”, o simplemente apostar a campañas electorales que entretengan al votante. Con ese marco conceptual, el hecho de que hoy las voces opositoras sean inaudibles tiene alto valor analítico: significa que los ex opositores que ocupan algún cargo concluyeron que Gustavo Sáenz es imbatible en las próximas elecciones. A partir de allí la capitulación es voluntaria y la coexistencia pacífica un hecho.
Así se presenta el escenario político salteño. Habrá algunas escaramuzas protagonizadas por quienes aceptando la subordinación pedirán mantener el lugar que hoy ocupan o creen que merecen ocupar. Solo una combinación de variables poco probables puede modificar ese escenario: que en Juntos por el Cambio aparezca un candidato nuevo y potente en sí mismo, que Juan Carlos Romero decida involucrarse en el armado de ese espacio y que algún candidato con peso específico le arañe a Sáenz unos 7 u 8 puntos del electorado peronista. Repárese que se ha mencionado a Juntos por el Cambio y no el Frente de Todos. La omisión no constituye error alguno. El FdT salteño hoy se parece a un sello electoral de futuro incierto y que el simpatizante del 2019 asocia a dirigentes descalificados porque resultaron pequeños traficantes de empleos públicos y nostálgicos crónicos de esquemas del pasado.
De allí que los peligros de Sáenz se encuentren al interior de su gobierno. No porque allí anide algún conato de rebelión, sino por contar con funcionarios que en muchos casos parecen víctimas de un estado de somnolencia crónica, que no hacen otra cosa que esperar que el tiempo o el Jefe resuelva los problemas que se presentan a diario y que indudablemente se multiplicaran en el futuro inmediato en un país en donde la economía está atada con alambre.