Leopoldo Alas, “Clarín”, (1852-1901) es uno de los más reconocidos representantes del siglo XIX. Su novela La Regenta ha sido considerada como la segunda mejor novela del canon literario español. (Raquel Espinosa)
Las casi mil páginas de la obra cuentan la historia de su protagonista: la bella y virtuosa Ana Ozores (que terminará siendo adúltera), “La Regenta”, nombre que da título a la novela y cuya historia remite a Madame Bovary de Flaubert y Anna Karenina de Tolstoi. Sin embargo, otro personaje disputa el centralismo; es Vetusta, la imaginaria ciudad que encubre a la Oviedo real de España o a cualquier otra ciudad cuyos habitantes ultraconservadores e hipócritas convierten al texto en un relato de protagonismo colectivo.
Veamos ahora las lecturas y escrituras practicadas por las mujeres de la época que se ostentan en la obra. Seguiremos la educación literaria que recibió la protagonista. Las citas remiten a la edición de Penguin Random House de 2023.
Ana Ozores, siendo niña, oía en las plazas los cantares de las mujeres del pueblo y las coplas y refranes del cancionero popular vasco que resonaban en su cerebro. Por influencia de su padre leía mucho. Las novelas modernas le estaban prohibidas, pero de arte clásico podía leer todo. La mitología y las fábulas griegas excitaron su fantasía. Luego se aficionó a las Confesiones de San Agustín: “Ana leía con el alma agarrada a las letras. Cuando concluía una página, ya su espíritu estaba leyendo al otro lado” (pág. 144). Descubrió a Chateaubriand, a Fray Luis de León y el Cantar de los cantares en la versión poética de San Juan de la Cruz. Pronto esa afición la llevó a la escritura y así abrió un cuaderno de memorias que tenía. Ana escribió sus primeros versos. Su vida transcurría leyendo y escribiendo: “… la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. Era el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven…” (pág. 171).
El cuaderno de versos, el tintero y la pluma, que las tías encontraron en la mesita de luz de Ana, los consideraron peligrosos. Eso era una cosa hombruna, de hombres vulgares, no de señoritas: “¡Una Ozores literata!”. Decretaron que Ana no escribiera más. Alegaron que no habían conocido ninguna literata que fuese mujer de bien. Los versos leídos por todo el singular jurado fueron totalmente desaprobados: “… las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran” (pág. 172).
El lapidario veredicto no impidió que ella siguiera leyendo y escribiendo a escondidas. Leyó a Lope de Vega y Calderón y numerosas comedias de capa y espada. Su desafortunada incursión por las letras fue aprovechada por aquellas vetustenses que, para desairarla, comenzaron a llamarla “Jorge Sandio” en alusión a la escritora francesa Aurore Dupin, más conocida como George Sand. Consideraban que en una mujer era imperdonable el vicio de escribir y que pocos se animarían a casarse con una literata. Ser escritora era todo un desatino. Así, cercada por las prohibiciones de escribir, volvió a la lectura pero el deseo de huir del ambiente opresivo de Vetusta la empujaba. Deseo de ser otra y estar en otro mundo y volvió a escribir. Mientras, la ciudad se regodeaba con el alboroto suscitado por el adulterio comprobado de la Regenta y sus trágicas consecuencias: “Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste” (pág. 969).
No es difícil inferir que el conflicto manifestado entre Ana Ozores y Vetusta es también el conflicto que mantiene el propio autor con su medio. En lo político, Clarín fue partidario de acabar con el caciquismo, de sanear la vida pública mediante un sufragio rectamente ejercido y de separar radicalmente la Iglesia del Estado. En lo social, apoyó la mejor educación del pueblo como un modo de mejorar la posición social y fue decidido defensor de la independencia de la mujer, rescatándola de los perniciosos influjos de confesores y de pésimos maestros.
Cuando el gran novelista murió se produjo una imponente manifestación a pesar de la lluvia que caía a torrentes. La prensa informó que muchos obreros habían solicitado permiso para dejar los talleres y acompañar el cadáver. Seguramente las almas de las literatas, de aquellas musas que osaban leer y escribir, se sumarían, agradecidas, al cortejo.