El libro «Viajar y morir como animales», de Graciela Mochkofsky, muestra el pésimo estado en el que funcionaba el servicio.
El 22 de febrero de 2012 se produjo la tragedia de Once, el choque de una formación del Tren Sarmiento que se cobró la vida de 51 personas y dejó más de 700 heridos.
Ese año se publicó el libro «Once. Viajar y morir como animales», de la periodista Graciela Mochkofsky. La investigación es un crudo relato del pésimo estado en el que se encontraba el servicio de trenes en nuestro país.
A continuación, reproducimos el comienzo del libro, publicado por Editorial Planeta:
El tren de esta historia comenzó a andar al otro lado del mundo, hace más de medio siglo. Era, en aquel tiempo, el orgullo de una Nación. Los japoneses habían entrado tardíamente en la era del ferrocarril comercial: en 1872, casi cincuenta años después que los ingleses. Al comienzo, dependieron de Occidente: de allá llegaban los diseños, los materiales, las locomotoras, los ingenieros y los especialistas. Con el tiempo, los extranjeros formaron especialistas locales. Luego, ingenieros japoneses estudiaron en Europa y en Estados Unidos, y a su regreso comenzaron a reemplazar a los extranjeros. Pronto, carpinteros de larga tradición fabricaban las carrocerías de madera. Todo lo metálico -locomotoras, bogies, ruedassiguió llegando de afuera hasta que en 1893 la constructora Kobe empezó a hacer locomotoras. En 1901, cuando la fundición Yahata produjo acero, se inauguró la fabricación de trenes a escala completa.
El primer tren eléctrico, maravilla de la época, fue visto en Japón en 1890, durante una exhibición en Ueno, Tokio. Ya circulaba en los Estados Unidos, por las calles de Richmond. El futuro había llegado y los japoneses no podían perdérselo. En 1906, la japonesa Toshiba se asoció con la norteamericana General Electric para diseñar locomotoras eléctricas y «unidades eléctricas múltiples» (EMU, en su sigla en inglés): trenes de coches eléctricos, cada uno con tracción propia y capaz de circular con un único comando en múltiple.
En 1914, los japoneses diseñaban y fabricaban sus propias locomotoras a vapor, pero todavía a imitación de los modelos occidentales. La industria ferroviaria auténticamente japonesa surgió recién en los años 30, cuando la crisis y luego la II Guerra Mundial impidieron la importación desde Occidente y hubo que recurrir, forzosamente, a ideas, tecnología y materiales propios.
Hacia los cincuenta habían alcanzado un nivel tecnológico equiparable al de Europa y Estados Unidos, aunque todavía no lograban sus niveles de velocidad. Pero, una década después, alcanzaron el liderazgo mundial con la instalación de su red de trenes de velocidad, shinkansen.
Fue entonces cuando esos coches Toshiba, maravilla de la modernidad, llegaron a la Argentina. Fabricados entre 1955 y 1961, traquetearon sobre las vías japonesas antes de hacerlo sobre las de Buenos Aires, en 1962, cuando el ferrocarril todavía cruzaba la Argentina de punta a punta. Cincuenta años más tarde, eran piezas de museo en todo el mundo.
¿Todo? No. Después de recorrer seis millones seiscientos mil kilómetros [1], el equivalente a 165 vueltas alrededor de la Tierra, esos mismos coches aún seguían andando en Buenos Aires, repletos de pasajeros.
Eran, para entonces, la vergüenza de una nación.
Esos ancianos Toshiba habían andado en la Argentina más que ninguno de sus hermanos en el mundo, pero no habían conocido más que un recorrido: el de la Línea Sarmiento, que cubría los 36.000 metros que separaban la Estación Once de Septiembre, en la Ciudad de Buenos Aires, de la de Moreno, en el conurbano.
Les decían «coches Toshiba», aunque Toshiba había hecho únicamente sus partes eléctricas; carrocerías y bastidores eran obra de una coalición de fabricantes: Kawasaki, Kinki, Tokyu Car y Nippon Sharyo. Sumitomo hizo los bogies (las estructuras sobre las que se apoya la carrocería, compuestas de dos ejes y cuatro ruedas). Cada coche tenía dos bogies, y uno de ellos llevaba dos motores, que se alimentaban de energía a través de un patín. A su vez, el patín se deslizaba por un tercer riel, del que tomaba la electricidad, 800 voltios de corriente continua.
Los ferroviarios tienen su jerga, como en cualquier oficio. En Buenos Aires, los operarios de las distintas líneas del ferrocarril desarrollaron culturas y jergas ligeramente diferentes. En el Sarmiento, llamaban formación al conjunto de coches que integraban un tren. En otras líneas, les decían juego, o equipo. Nunca le decían tren, porque tren es el servicio: por ejemplo el tren (o servicio) de las 7 de la mañana, que se identificaba con un número de cuatro dígitos.
Cada formación, a su vez, recibía un número de chapa, el equivalente a la patente de un automóvil, que la identificaba internamente. La formación de esta historia era conocida como el Chapa 16.
El Chapa 16 acababa de salir del taller, donde había atravesado un nuevo, siempre provisorio, emparchamiento. Había estado parada casi dos semanas por falta de compresores, un componente del sistema de frenos. No todos los coches podían dejar el taller, por lo que se hizo necesario tomar algunos prestados de otras formaciones.
Así, el Chapa 16 se convirtió en un rejunte de cinco de sus coches habituales (los números 2149, 2618, 2108, 1787 y 2125) con tres extraños (los 1040, 1808 y 2160), que venían de otras tantas formaciones desarmadas.
Eran todos EMU, es decir que cada uno tenía motor propio, salvo el 2618, que había sido convertido en furgón: su sistema eléctrico había sido eliminado y era meramente remolcado por los demás.
Cuando el tren iba de Moreno a Once, quedaba ubicado en segundo lugar -y penúltimo cuando iba de Once a Moreno. Era una situación común en la Sarmiento y en otras líneas ferroviarias: las formaciones solían armarse intercalando furgones. Todos los coches tenían su cabina de conducción, pero, salvo en las dos de la punta, que eran, según la dirección en que se marchaba, cabeza o cola del tren, las cabinas habían sido desactivadas y sus puertas clausuradas. No cumplían ninguna función, y aunque la empresa tenía planeado desarmarlas, nunca lo hacía.
Cada coche era un elefante de cincuenta y una toneladas que había superado en veinte años su edad de retiro. Podrían razonablemente haber circulado diez, veinte años más que los treinta previstos por su fabricante en un estado decente y con garantías de seguridad, si hubieran recibido reparaciones profundas de todas sus partes. Pero la empresa concesionaria, que se había hecho cargo de la Línea Sarmiento para, en teoría, hacer más eficiente un servicio estatal proclamadamente en decadencia, se negaba a hacer esa renovación profunda porque quería guardarse el dinero.
De modo que la decrepitud no atendida exigía parchados constantes, siempre insuficientes, apenas lo obligado para que los coches no se detuvieran para siempre.
Cuando los Toshiba, exhaustos, llegaban al taller, faltaban compresores, válvulas, repuestos en general, incluso herramientas para los mecánicos, que habían recibido sus valijas al ingresar en TBA, diez, quince, veinte años atrás, y que desde entonces se veían forzados a arreglárselas sin una sola herramienta nueva. Cuando las pedían, los enredaban en trámites burocráticos de planillas y firmas que resultaban en nada.
Los mecánicos calculaban que el noventa por ciento de las formaciones Toshiba requería una reparación profunda. Pero tenían que limitarse a limpiar y recauchutar los viejos componentes de los motores, de los frenos, del sistema eléctrico, y volverlos a usar. Los paragolpes no funcionaban; muchos trenes tenían vagones más altos que otros. Si alguien preguntaba a los mecánicos cómo se las arreglaban, respondían:
-Lo atamos con alambre.
Y aclaraban:
-La orden de la empresa es que los trenes salgan como están.