Para plumas agudas como las del socialista Quintín Conde, en aquellos años Salta era una sociedad tradicionalista, racista y clasista. Sin embargo, el peso del tradicionalismo no inhabilitó la conflictividad social de esos años. (Osvaldo Geres)
El 1º de mayo no es una celebración común y corriente. Conmemorado internacionalmente en homenaje a los trabajadores asesinados en 1886 en Chicago, constituye un evento central de la clase trabajadora. Es al mismo tiempo un hito fundante en su construcción como actor social, en la configuración de una identidad obrera y una instancia de cotejo de fuerzas entre quienes se disputan su significado. La fecha fue oficializada en el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional celebrado en París en 1889 y fue cobrando un impacto progresivo en gran parte del mundo, proceso en el que los trabajadores de la Argentina se hicieron eco desde sus momentos iniciales.
Para los historiadores, la conmemoración funciona como un laboratorio donde es posible advertir diferentes tipos de tensiones y reconocer actores sociales que de otra manera permanecen invisibilizados. El conflicto social que atraviesa estos eventos funciona, entonces, como un observatorio de las complejidades del entramado social en diferentes momentos. El largo proceso de disputas por el significado del 1º de mayo contiene constantes apropiaciones que marcan puntos de coincidencia, alejamiento o zonas grises en las elaboraciones de los trabajadores y las trabajadoras, los diferentes grupos de intelectuales, las elites dirigentes y sectores de la Iglesia católica. Allí se entreveran a veces formas contrapuestas de representar y practicar las reivindicaciones del mundo del trabajo.
Entre 1930 y 1941, Salta había pasado por el gobierno radical de Julio Cornejo, los interventores federales de facto (1930 y 1932) y el posterior predominio del Partido Demócrata Nacional, con las gestiones de Avelino Araoz (1932-1936), Luis Patrón Costas (1936-1940), Abraham Cornejo (1940-1941) y Ernesto Araoz (1941-1943). Preguntarnos por las formas que asume la celebración durante este periodo nos permite realizar comparaciones entre los momentos previos y posteriores al Golpe de Estado del 6 de septiembre. La Salta de estos años era una sociedad claramente “señorial”, como podían sostener algunos intelectuales de la época vinculados a los sectores más encumbrados. Para personajes de la talla de Atilio Cornejo o Carlos Ibarguren, esa fisonomía salteña era la esencia de una relación de “paternal familiaridad” entre el patrón y sus “sirvientes”. Por suerte también existían plumas agudas como las del socialista Quintín Conde, quien señalaba, por el contrario, que Salta era la ciudad que mantenía más arraigado el espíritu reaccionario y el “prejuicio ultramontano del abolengo”, lo que la convertía en una sociedad tradicionalista, racista y clasista.
Sin embargo, el peso de este tradicionalismo no debe hacernos perder de vista la conflictividad que atraviesa a la sociedad durante estas décadas. Es acá cuando aparecen nuevas y variadas formas de sociabilidad que agrupan a hombres y mujeres de procedencias sociales y lugares culturales heterogéneos. Si bien la inmigración no resulta masiva como en otras grandes ciudades, la participación de colectividades diversas comienza a hacer sentir su presencia en el espacio público. Por otro lado, los discursos conservadores encuentran en los reclamos de los trabajadores la oportunidad de alimentar un temor inusitado hacia el comunismo como un enemigo de los gobiernos democráticos, aunque se trate de democracias viciadas por el fraude. Este posicionamiento, atravesado por discursos de odio y xenofobia, irá creciendo con los años, hasta que el comunismo sea proscripto en la provincia en 1936.
Las conmemoraciones del 1º de mayo solían iniciar en horas de la mañana, con algunos discursos en la Plaza 9 de julio, donde se agolpaban más de mil asistentes. La ciudad quedaba paralizada, ya que los trabajadores y las trabajadoras adherían de forma mayoritaria al paro acordado para la fecha, al que se plegaban los dueños de los comercios y casas de comidas que cerraban sus puertas en adhesión. Se trataba de mitines que duraban varias horas y que estaban organizados por rondas de oradores, donde participaban delegados de diferentes gremios y asociaciones. Hacia 1930, los socialistas parecen tener un lugar destacado en la capacidad de convocatoria. Eran comunes, asimismo, las funciones teatrales organizadas por los centros de oficios varios en el Teatro Victoria.
Durante el último año de gobierno de Julio Cornejo, antes de que se produzca el Golpe de Uriburu, las elites dirigentes habían intentado apropiarse de algunas instancias de la conmemoración, que coincidía con la inauguración del periodo legislativo. El discurso del gobernador apuntaba a remarcar que la mejoría en la situación de los trabajadores era responsabilidad del gobierno. Un diario opositor no dudaba en señalar que se trataba de un “mentido obrerismo oficial y de las clases burguesas”, al tiempo que celebraba la crítica propinada por los socialistas que acusaban al gobierno de un uso demagógico. Sorprende aún más que un diario como Nueva Época, que no tenía mucho que ver con los intereses de los trabajadores, haya optado por citar a Marx para arengar a sus lectores, con la consigna: “Proletarios del mundo uníos! La redención de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”. Unos días antes había publicado irónicamente que la estrategia de Cornejo significaba una doble defunción de los “mártires de Chicago”.
La voz anarquista, que se expresaba en el periódico El Coya, permite apreciar, por su parte, las disputas no sólo con el gobierno de turno sino también hacia dentro de la clase trabajadora, donde trataban de diferenciarse de los socialistas o “casi-socialistas” que -según ellos- llevaban gente sólo atraída por la curiosidad. La descripción de los actos en este caso resulta mucho más cercana a la vivencia de los trabajadores y trabajadoras, que acuden masivamente a escuchar a los oradores, pero que no son ajenos a la incomodidad del caos generado en la ciudad y al cruce con otros trabajadores que mantienen posiciones diferentes sobre la fecha, como el gremio de tranviarios que en 1930 se niega a acatar el paro. Para los libertarios, había que recuperar el sentido luctuoso de la fecha y el peso de la reivindicación de los trabajadores muertos en 1886.
Habían pasado cinco años desde que el gobierno de facto había prohibido conmemorar públicamente la fecha y unos pocos menos desde que la medida había sido disuelta, pero el gobierno mantenía un exhaustivo control por parte de la Sección “Orden Político y Social” de la Policía de la Provincia, en quien recaía la administración de los permisos para este tipo de actividades. No obstante, en 1935 los socialistas se preparaban para convertir ese 1° de mayo en una verdadera fiesta. El programa incluía una función teatral y un mitin en la Plaza 9 de Julio donde participarían diferentes delegados. Durante el acto, Ramón Ortiz -uno de los históricos miembros del partido en Salta- se había pronunciado sobre la preocupante situación social de los trabajadores, la influencia de la Iglesia católica en los asuntos de los obreros y la presencia en la ciudad de la Legión Cívica Argentina, una organización nacionalista de ultraderecha que se encontraba reclutando jóvenes en Salta. Con represión de por medio, el mitin fue rápidamente disuelto por la policía. Una tensa calma imperó entonces durante unos días, en un clima de nerviosismo por la presencia del coronel retirado Emilio Kinkelin, líder de la Legión Cívica, que tras perpetrar un atentado a un centro antifascista en Tucumán había encontrado refugio en Salta amparado por Carlos Patrón Uriburu.
La calma se rompería el 12 de mayo, cuando una patota de jóvenes de la recientemente formada Legión Cívica decida ingresar al Centro Socialista que se encontraba ubicado a unos pocos metros de la Central de Policía para desbaratar una conferencia de Ramón Cardozo, otro militante socialista. Cardozo era, junto a Quintín Conde, parte de la dirigencia del partido y propietario de la imprenta y librería “El Estudiante”, donde acompañados por otros compañeros como el comerciante Salomón Yazlle y Tomás Ortíz, impartían clases a artesanos y trabajadores. Los jóvenes del ataque, identificado como “la muchachada” del Colegio Nacional, habían ingresado provistos de armas de fuego y cachiporras. Envalentonados por el acompañamiento de un profesor del colegio. Contaban además con la ayuda de la policía que había liberado la zona, una práctica de acompañamiento a grupos de choque que comenzaba a desarrollarse y que tendría larga data en el país. Como saldo del ataque quedarían muebles y una importante biblioteca destruida.
Este nacionalismo armado de derecha, que proclamaba la violencia como un recurso válido de acción política, había encontrado en Salta un terreno fértil. A mediados de la década de 1930 las ideas nacionalistas anticomunistas y antisemitas contaban con adhesión de un nutrido grupo de intelectuales y políticos. Algunos de estos hombres de letras participaban asiduamente de charlas en el Centro Nacionalista de Salta, donde trataban de afianzar una identidad «argentinista» amenazada -como decía Víctor Zambrano, profesor del Colegio Nacional- por corrientes ideológicas de la Rusia comunista. Este tipo de referencias al comunismo -que aparecen en la prensa continuamente como la “plaga comunista”, el “enemigo judaizante”, los “izquierdistas disolventes” o el “materialismo decadente”- eran comunes en el mundo occidental, donde luego de la Revolución Rusa las principales potencias capitalistas habían extendido su lucha contra las izquierdas construyendo un enemigo muchas veces invisible y universal que se escondía detrás de cada forma de protesta o política progresista.
La pertenencia a organizaciones como la Legión Cívica Argentina, la Alianza de la Juventud Nacionalista o el Centro de Estudiantes Anticomunistas resultaba atractiva para algunos jóvenes del Colegio. Algunas de ellas, como la Legión, tenían incluso su ala femenina integrada por respetadas señoritas de la sociedad. Los alumnos del Nacional recibían por esos años una educación claramente nacionalista, de acuerdo con las normativas del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. Si bien existía la consigna de que la educación media no se convierta en “instrumento propagador de ideologías militantes, sectarismos partidarios, políticos, religiosos ni sociales”, la realidad era bastante distinta. Durante la década, algunos incidentes como el ataque al Centro Socialista o la concurrencia de alumnos armados dentro del colegio, evidencian un entorno mucho más complejo que el que indica la normativa.
La participación de los estudiantes, sin embargo, no se produce solamente en los frentes fascistas. Algunas noticias permiten inferir la alianza que algunos de ellos van trabando con otros espacios de enseñanza, locales y de otras provincias, y con los gremios de obreros y artesanos movilizados por diversas situaciones de reclamo. Un tiempo antes, en 1932, el rector del colegio Nacional de Salta había informado la vinculación de sus educandos con los del Colegio Nacional de Tucumán, de quienes llegaban “reiteradas incitaciones a los alumnos para plegarse a la huelga que es del dominio público” y que llevarían al cierre temporal del establecimiento tucumano. Dos años más tarde, en el contexto de la huelga general de 1935, llevada a cabo por diversos gremios en reclamo de mejores condiciones laborales, un grupo de estudiantes secundarios se había plegado a las organizaciones de trabajadores y estrechado lazos con Insurrexit, una fracción estudiantil universitaria de Buenos Aires vinculada al Partido Comunista Argentino que intentaba formar a la juventud sobre problemáticas vinculadas a la “cuestión social” y promover la unidad entre obreros y estudiantes.
Durante los últimos años de la década entrará en juego otra organización que implementará otros métodos de desgaste y de acaparamiento de la adhesión de los trabajadores, la Juventud Obrera Cristiana, que encontrará en la figura de Tavella y en el apoyo de la Acción Católica y del Círculo de Obreros Católicos un punto fuerte de apoyo. Se trataba entonces de convertir a esa conmemoración que tantas disputas había generado, en una “fiesta de la fraternidad”, un evento de conciliación de clases y armonía entre el capital y el trabajo. La novedad será entonces los mitines organizados por la Juventud Obrera Cristiana y la celebración de un 1° de mayo en el ámbito de la Iglesia catedral, con una homilía a cargo del mismísimo Monseñor Roberto Tavella y un discurso de un joven Carlos Xamena que hablará en representación de los trabajadores.
La Juventud Obrera Cristiana hacía gala de un “proletariado sostenedor del orden y, si se quiere, fundamentalmente nacionalista”, en contraposición a “las insidias de quienes pretenden levantarlo como bandera de rebeldías, con fines inconfesables de revuelta y nivelación de clases”. Su primer mitin contó con la participación de varios oradores, pero uno destacó entre los presentes, Ramón Villalba Argüello, quien a viva voz había arengado que “deben distinguirse dos primeros de Mayo: el 1.o de Mayo ateo y el 1.o de Mayo cristiano; el 1.o de Mayo que es odio y el 1.o de Mayo que es amor; el 1.o de Mayo que es venganza y el 1.o de Mayo que es perdón; el 1.o de Mayo que es desesperación y el 1.o de Mayo que es esperanza; el 1.o de Mayo que es lucha de clases y guerra salvaje entre hermanos y el 1.o de Mayo que es paz. ¡Camaradas! ¡Viva el 1.o de Mayo cristiano”.
La representación del martirio de los trabajadores asesinados en 1886 y el carácter de lucha con la patronal seguirá latente en el imaginario social obrero y formará parte, sin dudas, de su identidad, pero integrando tras el accionar de la Juventud Obrera y de las violentas intervenciones de las patotas nacionalistas a un rompecabezas formado por piezas procedentes de diversos espacios, entre los que la idea de fiesta de la familia trabajadora, construido por las elites dirigentes y la jerarquía católica tendrá un lugar de relevancia.