Analizamos el folleto que la dictadura distribuyó en las escuelas con el titulo “Conozcamos a nuestro enemigo”.
El Tribuno, 29 de octubre del año 1977. La furia aniquiladora del gobierno militar en Argentina no amaina, pero la Junta Militar diseña más estrategias para la llamada “lucha contra la subversión”. La tapa de ese diario lo ilustra con una foto en donde un militar, el Teniente Coronel Federico Minicucci, aleccionaba a docenas de directoras de escuelas bonaerenses con anteojos gigantes de marcos gruesos que escuchaban aplicadamente cómo el Jefe del Regimiento 9 de Infantería les explicaba la infiltración marxista en las escuelas.
El uniformado, según relata el diario salteño, explicaba que la subversión contaba con menos miembros y capacidad operativa, aunque advertía que la “guerra” no había terminado. Minucucci se permite incluso explicar la nueva estrategia genocida apelando a una idea de Mao Tse Tung: “La población es a la guerrilla, a la subversión y a la guerra revolucionaria, como el agua es al pez” (El Tribuno, 29/10/77, p. 3). El mensaje era claro: había que quitar apoyo social a la llamada subversión y la población debía involucrarse en la guerra identificando subversivos, colaborando con el aislamiento de los mismos y denunciándolos para que pudieran ser aniquilados por los uniformados que se tomaban el tiempo de explicar cómo encontrarlos en los ámbitos educativos.
Dos días antes, el 27 de octubre de 1977, el entonces Ministro de Cultura y Educación de la dictadura emitía la Resolución Nº 538. Disponía que el folleto titulado “Subversión en el ámbito educativo (Conozcamos a nuestro enemigo)” se distribuyera en todas las escuelas del país a fin de que los directivos lo difundan entre los docentes y administrativos de las escuelas. El artículo 3º de la resolución aclaraba que los contenidos se debían dar a conocer también a los estudiantes, mientras el artículo 4º advertía que “el personal de supervisión controlará el cumplimiento de lo dispuesto”. El Tribuno, entonces, reflejaba lo que la Junta Militar había dispuesto: los docentes debían sumarse al esfuerzo genocida como parte de “una misión a cumplir”.
El documento consta de 75 páginas y no puede considerarse como un clásico manifiesto, aunque buscaba algunas cosas que caracterizan a los mismos: sumar a los docentes a la guerra que los militares decían librar contra la subversión buscando convencerlos sobre la naturaleza vil de los adversarios calificados como Bandas de Delincuentes Subversivos Marxistas (sic). Concretado ese ejercicio, la dictadura le ponía letras a delirios sobre los perversos y repudiables métodos subversivos según los sujetos a los que el marxismo pretendía adoctrinar y en el marco de una situación social que los militares entendían como favorable para los enemigos del ser nacional.
Para el primer caso no anduvieron con vueltas: escribieron en el instructivo que el marxismo trabajaba sobre los estudiantes preescolares, primarios, secundarios y universitarios, porque lo que buscaban era generar un “circuito cerrado de auto alimentación en el cual las ideas inculcadas en el ciclo primario son profundizadas en el secundario y complementadas en el terciario, para luego, como docentes y ya en un rol decididamente activo, continuar la tarea de formación ideológica marxista en las nuevas generaciones…”.
En el caso de los niños del preescolar y primario, por ejemplo, la Junta Militar aseguraba que la ofensiva marxista se proponía “emitir un tipo de mensaje que parta del niño y que le permita “autoeducarse” sobre la base de la “libertad y la alternativa” (entrecomillado en el original). Un párrafo del panfleto educativo aseguraba que “la ·perversión marxista” buscaba enseñar a los niños a “no tener miedo a la libertad, que los ayuden a querer, a pelear, a afirmar su ser”. Es esta idea de libertad, sostienen los militares, la condición de posibilidad para que durante el secundario y el ciclo universitario los jóvenes desarrollen conductas hostiles contra la sociedad en la que viven y que, según ellos, obviamente, estaba orientada a subvertir instituciones y los valores fundamentales de la argentinidad que para los pedagogos de la dictadura eran los siguiente: “espirituales, religiosos, morales, políticos, Fuerzas Armadas, organización de la vida económica, familiar, etc.”.
Vector de transmisión
Si estas eran las ideas cancerígenas que carcomían el ser nacional, los militares señalaron como vectores de transmisión a marxistas infiltrados en los tres niveles educativos. Esos vectores, para el folleto, eran todos: personal jerárquico, docentes y no docentes ideológicamente captados; el mismo tipo de personal que sin ser marxista “por comodidad, negligencia, temor, confusión ideológica u otras razones, realiza o permite que se realice el accionar subversivo”; las organizaciones estudiantiles; y por supuesto los militantes directos de las bandas subversivas. En el caso del ciclo secundario, los sabuesos castrenses pedían particular atención sobre los preceptores “que aprovechan las horas libres para realizar adoctrinamiento”.
Sobre las herramientas empleadas por ese marxismo “para su vil tarea”, los militares no identificaban ni bombas molotov ni armamentos, sino “libros útiles (…) que acompañen al niño en su lucha por penetrar en el mundo de las cosas”; o bibliografía secundaria que “constituye el medio fundamental de difusión de la ideología marxista”; mientras en el ámbito universitario la Junta Militar hallaba la peor versión del infierno: dada la profundidad y diversidad de temas universitarios, más la situación económica que impedía al gobierno producir textos adecuados a la esencia de la nacionalidad, era posible “un sistema de apuntes (manejados por organizaciones estudiantiles) que constituyen el vehículo prioritario para la difusión de la ideología marxista”.
Esto último merece destacarse. Y es que a lo largo del folleto se resaltaba que era la precaria situación económica la que posibilitaría la infiltración marxista, lo que, en términos maoístas, diría el teniente coronel Minicucci de la crónica de El Tribuno, constituía el terreno favorable para el accionar subversivo. Ya en la introducción del capítulo 1 el documento enfatizaba al respecto: “la falta de desarrollo, problemas económicos, juventud desilusionada y cientos de razones” eran utilizadas por la “agresión marxista internacional” para provocar el caos. Síntesis: el folleto admite que la juventud puede sumarse a la “prédica disolvente” porque el “alto grado de deserción, en especial en los niveles medios y superior, por la necesidad de trabajar, originó tensiones y frustraciones que fueron aprovechadas por la subversión”; como así también “las escasas disponibilidades existentes que no posibilitaron desde el punto de vista presupuestario la realización de inversiones que permitieran una adecuada ampliación de la infraestructura y mantenimiento de la ya existente”; o, incluso, refiriéndose a la situación gremial de los docentes, reconociendo la crisis socio-económicas que “provocaron paulatinamente en el cuerpo de directivos y docentes, una situación anímica negativa que se materializó (…) en una indiferencia hacia la superación profesional, en una mentalidad quedantista reacia a los cambios y en una virtual pasividad hacia el accionar subversivo que se desarrollaba a su alrededor”.
El folleto omitía dos cosas al respecto: que la liberalización de la economía y la destrucción de la industria nacional impulsada por el golpe de estado de 1976 profundizaba los problemas sociales y que ellos habían desatado una furia represiva que disciplinara las resistencias sociales.
Demonización y misión divina
Como se adivinará, las organizaciones catalogadas como demoniacas fueron aquellas que habían adquirido un amplio desarrollo entre fines de los 60 y mediados de los 70. Al PRT-ERP y a Montoneros el folleto dedicó el mayor número de páginas para resumir vulgarmente la historia, las fuentes doctrinarias e informar que la denominada Juventud Guevarista dependía del PRT; mientras la Unión de Estudiantes Secundario y la Juventud Universitaria Peronista respondían a Montoneros.
Según los militares, los estudiantes militantes aprovechaban a los llamados “grupos de base” que ya tenían algún tipo de contacto con la subversión, aunque principalmente se valían de los “idiotas útiles” (sic) que asimilaban la prédica satánica porque consideraban valederos reclamos como el que todos puedan estudiar, que haya libertad de expresión, que se atiendan las necesidades estudiantiles, se aumente el presupuesto universitario, que la policía se retire de la universidad o se repudie la dictadura.
Eso sólo, no obstante, no explicaba la demoniaca condición de la subversión cuya naturaleza radicaba en que “por pequeña que pudiera ser, siempre es un apéndice de un todo homogéneo y mundial dirigida centralizadamente por los estados líderes marxistas leninistas, que han hecho de la ideología el principal medio de dominación”, cuyo objetivo no es otro que “la conquista de la población mundial partiendo del dominio de la psiquis del hombre”.
Y aquí llegamos al denominador común de la dictadura: la idea de que libraban una guerra contra un enemigo malvado y poderoso que era el que justificaba todo tipo de horrores: asaltar el poder, inaugurar centros clandestinos de detención, inaugurar un proceso sistemático de desaparición de personas acompañado por la apropiación de los hijos de las víctimas e incluso abrir un frente de lucha cultural que incorporando por decreto a directores, docentes y personal administrativo de las escuelas le otorgaba el pomposo calificativo de “custodios de nuestra soberanía ideológica”.