En una provincia con un establishment convencido de que toda iniciativa requiere la aprobación de la cúpula poderosa, Urtubey, Romero y Jorge Brito adquieren inusitada importancia para los que aspiran a disputar la gobernación. (Daniel Avalos)
El reducido número de figuras que aspiran a gobernar la provincia mantuvo la vigencia política necesaria para llegar con chances a disputar una candidatura expectable. Algunos se lo propusieron con firmeza hace dos años: Gustavo Sáenz, Alfredo Olmedo, Sergio Leavy, Miguel Isa, Javier David. A ellos se le sumó ahora un invitado inesperado: Fernando Yarade, el hombre que vino a ordenar el desaguisado que protagonizó su antecesor, Carlos Parodi, y que a medida que lo hizo, fue fortaleciendo su deseo de encabezar la administración provincial confirmando así que el Poder suele convencer a las personas de que son portadores de una especie de misión histórica.
Salvo Sergio Leavy, todos los mencionados insisten – entre los suyos – que son lo diametralmente opuesto a los otros; aunque a todos los iguala una certeza: los cambios en nuestra provincia nunca responden a iniciativas surgidas desde abajo, sino al cumplimiento de la voluntad de una cúpula con la fuerza suficiente para otorgarle direccionalidad al todo provincial. Evitemos explicar tal convicción recurriendo a hipótesis sobre desviaciones ideológicas y morales de tipo individual; seamos bien pensados y atribuyamos tal certeza a las relaciones políticas adultas que los mencionados forjaron en una provincia con instituciones débiles, partidos políticos deshilachados y hombres fuertes que dominando los engranajes del Poder y controlando la justicia, la policía, parte importante de la prensa, los partidos y los sindicatos, se aseguran una influencia casi vitalicia en la política local sin necesidad de recurrir a fraudes ni coerciones electorales.
La consecuencia lógica del razonamiento se adivina: todos prefieren contar con la bendición de esa cúpula. Tal sentencia nos desliza entonces a preguntarnos qué es la cúpula y quiénes forman parte de ella. A la primera pregunta la podemos responder así: es el sector que convirtiendo sus particulares intereses en los intereses de toda la provincia, se ha convencido de saber qué es lo que le conviene a la misma y que para direccionar el todo según sus intereses, pone al servicio del objetivo la información que maneja y la mayoría desconoce, también cuantiosos recursos y hasta los dispositivos estatales que le permite influir en la decisión de cientos de personajes que conforman una intrincada red que el saber popular denomina “el aparato”.
Responder a la segunda pregunta tampoco es tan difícil en una provincia como la nuestra. Alcanza con preguntarse quiénes son los “jefes” capaces de tomar decisiones trascendentales sin necesidad de pedir el visto bueno de un superior. A la fecha, esos hombres son tres: Juan Carlos Romero, Juan Manuel Urtubey y un hombre que no proviene de la política como el banquero Jorge Brito, el fundador del Banco Macro y propietario de emprendimientos agroganaderos que cotizan en la Bolsa de New York. He allí los jefes, que siempre cuentan con la asistencia de un entorno estrecho cuyo valor puede medirse por el derecho de los mismos a ingresar sin golpear al despacho de los jefes para tener el privilegio de discutirle fuertemente líneas de acción sin que ello suponga amenaza alguna de ruptura. Sergio Camacho, Fernando Palópoli o Bettina Romero gozan de esa condición de cortesanos con el exgobernador; Juan Pablo Rodríguez sigue cumpliendo esa función con el actual gobernador; y nadie podría desmentir del todo que Fernando Yarade cumplió al menos el mismo rol con Brito.
Un trio efectivamente poderoso que -según los tiempos- pudieron atacarse o alabarse en medio de recorridos laberínticos, pero que hoy mantienen una sólida convivencia pacífica con el objeto de mantener el orden que ellos montaron y conservaron a lo largo de 24 años: una provincia incorporada al mercado mundial a partir de la extracción de recursos naturales, una ingeniería jurídica que expanda esa condición y un aparato burocrático capaz de resguardar el equilibrio vigente dentro de los marcos políticos y jurídicos que ese orden impuso.
Que la izquierda o el llamado progresismo generen hoy nulo entusiasmo o expectativa popular y que los candidatos con mayores chances de gobernar la provincia desechen la posibilidad de generar equilibrios nuevos en Salta, inclina a la cúpula a discutir amistosamente a quién deberían restar apoyo para evitar una administración confusa y planes de gobiernos ambiguos. Una ventaja no menor la constituye el hecho de que ninguno aspire a ser gobernador. Brito porque no es lo suyo; Urtubey porque no puede; y Romero porque, a pesar de que en su entorno más cercano le aseguran que el éxito está garantizado, sabe bien que una eventual vuelta a la administración provincial supone subirse a un ring del que se bajó hace años y que la aventura le complicaría la mansa vida que le garantiza el senado nacional.
Un Romero que, conociendo además cómo Urtubey necesariamente debe desinteresarse un poco de la provincia para sumergirse en su empresa presidencial, puede asumir el rol de pater familiae que explica a los suyos la importancia de obedecer para lograr alguna vez los objetivos, advertirles que nadie puede insubordinarse al Poder y creer que se sale fresco del intento y recordarles que la cúpula ni quiere ni odia mucho a nadie, solo se pregunta qué sirve y qué no.