Dirigió la represión ilegal desde Córdoba en nueve provincias, incluyendo Salta. En septiembre de 1975, inspeccionó las fuerzas que ejecutarían el exterminio en la provincia. (Daniel Avalos)
Murió hace una semana Luciano Benjamín Menéndez y en este día en que cuarto.com.ar se presenta ante los salteños, queremos referirnos a ese militar argentino que llegó a un deleznable récord nacional: ser objeto de trece condenas perpetuas en un país que rompió marcas en condenar a militares procesados por delitos de lesa humanidad.
Dichas condenas fueron el resultado de su probada participación en 3.000 casos de torturas, secuestros, asesinatos y desapariciones; de haber sido quien diseñó 238 centros clandestinos de detención, de los cuales La Perla – en Córdoba – fue el macabramente más famoso, aunque los 237 restantes representaran lo mismo: infiernos secretos en donde no entraba juez, abogado, periodista u observador internacional para exigir que se respetasen los procedimientos legales y los derechos de los detenidos, porque allí el dueño de la vida y de la muerte de los prisioneros era justamente Menéndez, quien garantizaba las vejaciones sin límites, fusilamientos sin juicios y desapariciones forzadas.
Ese era Menéndez. El hombre que entre 1975 y 1979, desde Córdoba y como jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, tuvo bajo su mando el plan de exterminio de opositores en diez provincias del centro y norte del país, entre ellas la propia Salta. Su relación con nuestra provincia está registrada en los diarios locales: por ejemplo, cuando el 3 de septiembre de 1973 vino a inspeccionar la instrucción de soldados en Salta, dos años antes de que asumiera la Jefatura del 3er Cuerpo del Ejército. Ello ocurrió un 5 de septiembre de 1975: 22 días después – el 27 de septiembre de 1975 – los diarios registran que Menéndez volvió a la provincia junto a Acdel Vilas, quien en febrero de ese mismo año había asumido la conducción del Operativo Independencia en Tucumán, futuro laboratorio de represión ilegal que, desde marzo del 76 se extendería a todo el territorio nacional. Según la abundante bibliografía que analiza el periodo, en esa visita Menéndez y Vilas elaborarían un informe pormenorizado de quiénes podrían ser los socios de la represión en Salta después de que se diera el golpe.
Menéndez llevaría adelante escrupulosamente ese plan. ¿Puede decirse algo más de esa figura? Sí. Siempre se puede decir algo más atroz de un tipo como Menéndez. Algunos aseguran que alguna vez ese militar ejecutó a prisioneros con sus propias manos, aunque la enorme mayoría que estudió su accionar sostiene que, aun cuando diseñaba, ordenaba, controlaba y en algunos casos hasta presenciaba operaciones ilegales, Menéndez era de esos asesinos que nunca apretaron un gatillo y de esos hombres marciales que aseguran ser guerreros aunque no se le conozca batalla alguna.
Menéndez fue, en definitiva, eso que alguna vez Domingo Sarmiento definió como la maldad sin pasión, para referirse a los monstruos que someten a miles desde un gabinete, lugar desde donde seguramente seguía administrativamente el curso de las cosas, tal como enfrentó sus numerosos juicios: con los ojos clavados en algún punto perdido, entre bostezos y con sus manos entrelazadas sobre las piernas.
Hace una semana concluyó la vida de ese golpista de pura cepa, en cuyo árbol genealógico incluía a su tío Luciano, quien un 28 de septiembre de 1951 y al mando de 200 hombres, tres tanques de guerra y algunos aviones, quiso derrocar al gobierno de Juan Domingo Perón. El “tío” Luciano aseguró entonces que buscaba terminar con “la propaganda demagógica y las mentiras” de lo que llamaba el régimen. Intento de golpe rápidamente circunscripto y que, según el Código de Justicia Militar, debía ser castigado con el fusilamiento, aunque el régimen supuestamente brutal que buscaba derribar lo condenó a quince años.
La brutalidad, en definitiva, no residía en ese peronismo ni en los otros gobiernos constitucionales derrocados por las Fuerzas Armadas en el siglo XX. La brutalidad vivía en esas Fuerzas Armadas formateadas conceptualmente en la “Doctrina de Seguridad Nacional” o de las “Fronteras Ideológicas”, que se hicieron carne en monstruos como Luciano Benjamín Menéndez, quien fue parte del ala más intransigente de la última dictadura y que se ocupó de darle al horror un orden preciso, una racionalidad implacable y una planificación escrupulosa. Elementos estos que requirieron de un ejercicio atroz: convertir a los cuerpos de los militantes populares en una cosa que debía vejarse, para extraerle información que ayudara a apresar otras víctimas, quienes después de informar o por resistirse a hacerlo, se convertían en cosas ejecutables. Víctimas a las que, incluso, Menéndez les sustrajo sus hijos recién nacidos, pequeños luego devenidos en botín de guerra que los asesinos, como los piratas, decidían si quedárselos, repartirlos, venderlos o abandonarlos.
Por todo ello, Menéndez fue condenado en 1984, pero volvió a la calle en 1990, indultado por el expresidente Carlos Menem. Su vida en sociedad no fue tranquila. En 1984, antes de ir a la cárcel, protagonizó una foto que recorrió el mundo cuando, a la salida de un programa, sacó un cuchillo para atacar a quienes en la calle le gritaban “asesino” y “cobarde”. Años después, en 1997, Alberto Salguero, familiar de varios desaparecidos cordobeses, le dio una golpiza en una calle de la capital de Córdoba. Con la derogación de las leyes de la impunidad en el 2015, volvió a la cárcel hasta que, hace unos años, logró el beneficio de la prisión domiciliaria. Hace una semana murió, y muchos dijeron que había muerto la muerte. La vida del ahora extinto dictador les da la razón a quienes así pensaron.