Gustavo Rodríguez es licenciado en Comunicaciones Sociales, periodista y docente. Acá analiza las causas y consecuencias que asoman en medio de una pandemia que necesariamente redirigirá conductas sociales.
Una pandemia como la que azota al mundo no puede ser bienvenida, pero es nuestro deber usarla para revisar causas y consecuencias, buscando redirigir conductas y entender razones, aceptando lo que hacemos mal y profundizando lo que está bien, sobre todo a partir de refrendar una vez más -aunque en esta oportunidad de manera cruel, despiadada, asesina- que nuestra realidad está ineludiblemente atada a la de quien tenemos al lado. Parafraseando a Bauman se comprende mejor: “en un planeta envuelto en una red de interdependencia humana, no hay nada que los demás hagan que no afecte nuestras perspectivas, oportunidades y sueños”. Esta es quizás la clave para entender que la búsqueda del bien común es la búsqueda del bien, a secas. Y que lo contrario es sinónimo del mal, aunque los relatos mediáticos hegemónicos nos vendan otra cosa.
En este contexto aparece la revalorización del Estado a nivel mundial llegando incluso a ser reclamado por aquellos que han dedicado su vida a exigir su inacción, su complicidad o su extinción. Y no solo “resurge” hasta en la consideración de sus más acérrimos detractores, sino que marca a las claras la diferencia entre las prioridades (y los resultados) de quienes buscan responder a las necesidades de la gente y quienes privilegian las ganancias a cualquier costo. Ya lo dijo el Presidente Alberto Fernández al anunciar la extensión del aislamiento social preventivo y obligatorio: “la caída de la economía se puede revertir, la pérdida de una vida, no”, dejando bien claro -por si hacía falta- cuál es el objetivo prioritario de su gestión y diferenciándose claramente de gobiernos con otras prioridades. Usted se preguntará ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? En Estados Unidos, por ejemplo, hay más 160 mil infectados y los fallecimientos superan los 3.000, llegando este lunes a su pico máximo con 574 decesos. Y lo peor está por venir ya que, al decir de los expertos, se esperan millones de casos y se especula con que la cifra de víctimas podría llegar a las 200 mil. En ese marco, Donald Trump ratificó hace dos cías que la cuarentena no es necesaria.
Los datos vienen a confirmar que un gobierno se expresa (y se juzga) por las medidas que adopta. En el país del norte se privilegió la economía en detrimento de la salud y las vidas humanas y el resultado no asombra: los infectados y fallecidos crecen sin parar a un ritmo que aterra. Claro, aterra a quienes ponderan la vida por encima de todo, aunque para el resto sean solo daños colaterales y es en este punto donde vuelve a ser útil la comparación: Alberto Fernández desde el minuto cero cuidó la salud de los argentinos y los resultados hablan por sí mismos, en nuestro país los infectados rondan los 1.000, y los muertos no llegan a 30. Lo que para algunos son simplemente daños colaterales (en criollo, evitables pero que no vale la pena evitar) para otros son prioridad absoluta y eso marca a las claras la diferencia entre un Estado presente que atienda y proteja a sus ciudadanos y uno que solo se preocupe porque le cierren los números, objetivo que -vale aclarar- tampoco alcanza.
Hoy el Covid 19 pone en duda el reinado macabro del capitalismo. Es ese liberalismo entonces, quizás, la primera y más resonante víctima del coronavirus y tal vez esto exija replantearnos las dicotomías existentes: ya no se trata de derecha o izquierda, ya no es capitalismo o socialismo, ahora la discusión se da en términos más absolutos, ahora se trata del bien y del mal, de estar arriba o yacer abajo.
Así adquiere cada vez más protagonismo un Estado presente con la función prioritaria de proteger a los más débiles, a esos sectores excluidos, maltratados, mutilados por un neoliberalismo que una vez más -aunque quizás como nunca antes- queda expuesto y al desnudo por su incapacidad y desinterés para garantizar a su pueblo el derecho más fundamental: preservar la vida.
Toda crisis conlleva una oportunidad y cuanto más profundas sean las heridas, mayores son las dimensiones de los cambios que surgirán como resultante. Es cada vez más evidente que el poder no puede estar en manos de quienes no están interesados en otra cosa que aumentar sus ganancias y favorecer la concentración entre unos pocos. Hoy el Estado inclusivo es una obligación moral y el nuevo orden mundial emergente de esta crisis deberá tenerlo en cuenta. Lo contrario es sinónimo de muerte.