martes 3 de diciembre de 2024
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La Caverna libertaria | Del diario de Yrigoyen a la burbuja digital de Javier Milei

El fin de semana, el presidente de la Nación pasó 8 horas y 19 minutos en Twitter. Socializa sus instintos más oscuros, celebra el sablazo dialéctico implacable y emplea memes hasta para burlarse de las infancias con síndrome de Down. (Daniel Avalos)

Vamos con un rodeo antes de ir al grano. Servirá de algo para entender uno de los muchos y desconcertantes pliegos del fenómeno Milei. Recuperemos para ello la famosa alegoría “La Caverna” de uno de los filósofos más destacados de la antigua Grecia. Hablamos de Platón, quien creyendo encontrar la realidad última de las cosas buscó transmitirla con ese escrito que repele a los materialistas que, sin embargo, deberían admitir la belleza de ese relato escrito alrededor del año 380 AC. Acá lo resumiremos así: Platón asemejaba a los humanos con reos encadenados en el interior de una caverna con la mirada fija en la pared del fondo; en la entrada de la oscura cueva circulaban seres; cerca de ellos ardía la hoguera que con su luz proyectaba las sombras de esos seres en la pared del fondo. La hoguera representaba la idea del Bien, los seres eran los arquetipos de la realidad y las sombras aquello que los humanos entendían por realidad.

Siempre podremos echar mano a esa alegoría para explicar nuestra cotidianeidad. En política también. Los radicales y peronistas, por ejemplo, la usaron a su modo (quien escribe desconoce si leyeron a Platón) para explicar los derroteros finales de Yrigoyen y Perón. Según ellos, el triste final de los viejos líderes obedeció a que terminaron siendo prisioneros de un entorno que les proyectaba imágenes que nada tenían que ver con el devenir diario del país. El radical supuestamente leía periódicos que se editaban exclusivamente para él dando origen al mito del “diario de Yrigoyen”; varios peronistas, a su vez, aseguran que el fundador del movimiento estaba “cercado” por peronistas muy malos que le narraban lo bien que estaban las cosas cuando todo se iba al carajo.

El menemismo también forjó su versión de la caverna. No para disculpar el final de Menem, sino para lograr que los prisioneros encadenados a la pared del fondo lo reivindicaran durante varios años. Las paredes no eran las propias de una cueva, sino modernos televisores que podían adquirirse a precios relativamente módicos por la “magia” de la importación. Esos artefactos penetraban en todas las casas para proyectarnos la vida de famosos que se juntaban con otros famosos para montar un espectáculo que millones aplaudían para irse a dormir tranquilos porque las celebridades nos aseguraban que el presidente había incorporado el país al primer mundo.

Los anti K también denunciaron una caverna kirchnerista. Lo hicieron instalando el concepto de “relato”: un discurso supuestamente moldeado por Cristina y ejecutado por un ejército de funcionarios, periodistas y militantes que encadenaban a la plebe idiotizada a escenas fantasiosas sobre lo bien que andaba la Patria, pero en donde los hechos concretos no tenían lugar.

Y ahora vino Javier Milei a darle una dimensión mayor, por su investidura, a algo que ya notábamos: la pared del fondo de la nueva caverna es un monitor de computadora o la pantalla de nuestros smartphones. Milei le da tanta visibilidad al asunto que hasta ya surgieron informes periodísticos que computan cuánto tiempo el libertario pasa encadenado a las pantallas. Utilizan para ello una fórmula sencilla: cuentan la cantidad de posteos realizados, los likes otorgados y los retweets realizados. A la suma de todo ello lo multiplican por el tiempo promedio que sus manos y dedos tardan en elegir los enlaces que satisface sus pasiones negativas y positivas. Durante el fin de semana estuvo bastante activo. Según el último reporte, Milei pasó 8 horas y 19 minutos la red social X dando un total de 1.491 likes, 754 retweets y protagonizando cruces con la periodista Silvia Mercado.

Nada nuevo bajo el sol, dirán algunos. Argumentarán que mientras Yrigoyen debía humedecerse con saliva el dedo índice para pasar las páginas del diario que le editaban y Milei requiere del pulgar para deslizar los enlaces que celebra o repudia; lo permanente aquí es la pared del fondo en donde se proyectan las imágenes que ellos consideran la realidad. Tienen razón, pero deberíamos matizar la sentencia. Después de todo, el presidente radical derrocado en 1930 tenía un entorno que conociendo la médula de su pensamiento se ocupaba de imprimirle las noticias que suponían interesaban al viejo líder; lo mismo con Perón: el supuesto cerco que lo aislaba del movimiento debía saber qué cosas narrarle a la peor versión del fundador del peronismo que terminó por morir el 1 de julio de 1974.

Milei modifica esa lógica. Deja que sus seguidores virtuales y no pocos trolls le formateen de manera anárquica lo que precisa leer, ver o escuchar para autosatisfacerse en la soledad de su burbuja digital. En ese ejercicio Milei inaugura otro aspecto: abandona la cultura del anonimato que reina en esos ámbitos para socializar sin complejos sus instintos más oscuros, celebrar el sablazo dialéctico implacable y utilizar al meme para atacar, violentar y ensuciar al otro. Una beligerancia descorporeizada, sin contacto directo con el otro al que atacándolo o halagándolo parece temerle. Tal vez por ello el presidente evita los actos públicos, otorga entrevistas a periodistas que se subordinan al montaje propuesto por presidencia o saluda desde el balcón de La Rosada a transeúntes que no reparan en su presencia. Milei prefiere lo otro. Encapsularse digitalmente para solo procesar posteos que satisfacen su vanidad y su obstinación.

No es lo mismo una cosa y otra. La vanidad se alimenta de lo que el otro dice de uno; la obstinación, en cambio, prescinde de la valoración de terceros para gozar del puro y simple capricho personal. Uno de los últimos realizados se dio en el marco de la feroz disputa que protagoniza con el gobernador de Chubut por los fondos de la coparticipación. El presidente le puso “me gusta” a una foto en Twitter que muestra al mandatario patagónico con la cara de un chico con síndrome de Down. La “gente de bien” no hace eso. No su mucha o minúscula inteligencia al servicio de dañar al otro, de pasar por encima de las emociones ajenas, o de generar un dolor insondable en tantas personas. Uno mira eso y concluye que no hay puteadas que alcancen para repudiarlo. Puede que el desagradable episodio solo sirva para recordarnos que tan bajo podemos caer los seres humanos.

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