El revolucionario ruso Vladimir Lenín empleaba la expresión para referirse al ultraizquierdismo. También sirve para describir a un oficialismo que quiso instaurar un nuevo orden con una ley de 624 artículos y se quedó sin nada. (Daniel Avalos)
Estábamos acostumbrados a asociar ideologización extrema con cultura política de izquierda. Entendíamos ideologización como un conjunto estructurado de ideas que ciertas corrientes o partidos políticos presentaban como una “Verdad” absoluta sobre lo real. Verdad que siempre contiene un valor subjetivo, algo que el militante considera lo único posible para la redención social, lo que predispone al portador de la Fe a excluir –incluso violentamente- a quienes no piensan igual.
Durante la segunda mitad del siglo XX, el militante de izquierda fue señalado como el ideologizado por excelencia. Y cuando la Unión Soviética y el llamado socialismo real se desmoronaron sin que nadie los empujara, los cultores del neoliberalismo sentenciaron la muerte de las ideologías. Carlos Menem y Domingo Cavallo materializaron ese relato en Argentina durante los años 90. El primero es para Javier Milei el mejor presidente de nuestra historia; el segundo es uno de los gurúes que actualmente influye en el libertario.
Hay diferencias entre los protagonistas de ayer y el de hoy. Menem y Cavallo proclamaron que a la muerte de las ideologías le seguía el imperio del pragmatismo. Un reino en donde quienes mandaban eran astutos personajes que avanzaban políticamente entre cuerpeadas, negociaciones, pactos y silencios; mientras Milei simboliza la resurrección del ideologismo más rancio. Aquel que se aferra a fórmulas más o menos codificadas; a argumentaciones doctrinarias que en modo catecismo nutren al presidente de definiciones cortas y de fácil memorización; y también a ciertos ritos y símbolos que distinguen a los iluminados libertarios de la casta a secas y de la plebe manipulable.
Libertarios devenidos en fundamentalistas del dios mercado cuya promesa de futuro es que el país retorne a la edad de oro nacional: la Argentina oligárquica previa al año 1916 cuando, según ellos, éramos potencia mundial (SIC). Todo condimentado con un peligroso autoritarismo presidencial que entiende al Poder como herramienta de coerción, chantaje, humillación y hasta de crimen. Esa es la razón de ser de quienes se creen dueños de la verdad. Hasta ahora los castos republicanos y las buenas conciencias liberales aseguraban que la “anomalía” era algo exclusivo de la izquierda; Milei viene a recordarles que lo que ellos consideran una infección cancerosa no es ajena a la derecha.
Las buenas conciencias todavía no admitirán esto en público. Centralmente porque el fanático antiestatista que hoy preside la Nación recibió el apoyo de muchas de ellos que ayer nomás demonizaban a las ideologías. Tenía sentido. Al descubrir que el espectacular desprestigio de la clase política incluía a macristas “desideologizados” y radicales sin más vocación que secundar a cualquiera proyecto que pueda disputarle el poder al peronismo, optaron por quien sintetizaba sus aspiraciones de Estado mínimo. Sobrios republicanos que también se permitieron experimentar la ansiedad y la agitación cuando el León anunciaba sus audaces planes para subordinar la matriz económica nacional a los grandes agentes económicos internacionales o nacionales; empoderar a terratenientes, financistas y empresarios contenidos en esa matriz; y forjar una ingeniería política y jurídica que garantice ese orden. La Ley Ómnibus traducía en más de 600 artículos esa desmesurada pretensión.
Pero la euforia inicial se desinfla. Los analistas más lúcidos del establishment lo confiesan. Les bastó con presenciar el trunco proceso de tratamiento de la Ley Ómnibus. Un proyecto al que la Cámara de Diputados redujo a la mitad cuando lo trató en general, le estaba mutilando más artículos cuando trataban los puntos en particular y que finalmente el oficialismo retiró con la creencia de algunos de sus “cuadros” que sólo volverían a comisión los artículos que trataban ayer. Desconocían que cuando ello ocurre todo vuelve a foja a cero. La ignorancia libertaria del reglamento parlamentario sólo puede ejemplificarse de manera estrafalaria: que un jugador de fútbol de primera división desconozca las reglas del offside. Si practicaran la emoción de la vergüenza, quienes evidenciaron lo desopilante por televisión -el ministro del Interior, Guillermo Francos, y el jefe del bloque de la LLA, Oscar Zago– deberían renunciar a sus cargos.
Pero el pesimismo sobre al amateurismo político libertario había empezado antes. De allí que los colaboracionistas que se autoperciben oposición responsable, los editorialistas de medios hegemónicos y varios periodistas estrellas que militan contra el populismo se quejaran del maltrato que Milei profiere a quienes desean ayudarlo. No faltan incluso quienes se preguntan si todo esto no desembocará en una catástrofe política, alarmados por el descontento social ante las medidas que afectan los bolsillos, más la ausencia de un armador oficialista que articule intereses, negocie con actores de distintas jerarquías y forje vínculos políticos para procurar gobernabilidad. De allí que varios le adviertan a Milei que saltar etapas no es bueno y le piden que se permita conocer y transitar los laberínticos caminos de la realidad.
Es curioso. Lo que el establishment le pide a Milei es lo que Vladimir Lenín le pedía hace 124 años a los enfervorizados comunistas que iban por el todo o nada. Hablamos del ruso que lideró la primera revolución comunista de la historia y que trató de encauzar las pasiones ultraizquierdistas en un texto que tituló “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”. El “izquierdista” para Lenin era aquel que pretendía y creía que la posibilidad de instalar el programa de máxima era siempre posible e inmediato. Lenin les recordaba que una insurrección triunfante no siempre supone que lo establecido esté superado y que por ello el principismo a rajatabla tiene un costo. El costo de acabar con la práctica política, que es un arte más sutil, que requiere avances y retrocesos, cambios de marcha, frenos, aceleramientos, aliados transitorios y otros permanentes a fin de ir orientando la historia hacia objetivos estratégicos.
Los colaboracionistas no logran por ahora que Milei se deje ayudar. Ayer volvieron a padecerlo. Enterado el presidente de que nada quedaba de su megaley, desenfundó su teléfono móvil y echó mano de su cuenta de X para acusar de traidores a las y los diputados que hicieron enormes esfuerzos para que la ley se aprobara. Los ultras son así: no pueden distinguir lo central de lo accesorio y están siempre dispuestos a la policial tarea de “desenmascarar” a los infiltrados de una causa. Pero allí anda el León. Convencido como los ultraizquierdistas que anuncian la revolución que no llega, de que el proceso puede demorar y hasta disfrazarse de retrocesos, pero que la astucia de las fuerzas del cielo pronto encauzará el proceso que instaurará el Orden que Milei imagina para la Argentina.