viernes 19 de abril de 2024
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Volver al futuro | Adolfo Güemes: el gobernador salteño que hace un siglo promovía la salud pública con ciencia y pocos recursos

Hurguemos en la historia para rememorar al nieto del héroe gaucho nacido un 10 de septiembre de 1873. Gobernó Salta entre 1923 y 1925, y fue encarcelado tras el Golpe de 1930 ejecutado por el dictador salteño Félix Uriburu. (Daniel Avalos)

Vivimos tiempos inciertos. De esos que nos deslizan a buscar un pedazo de tierra firme que nos permita analizar cómo salir del laberinto. No es fácil. El virus despliega una contraofensiva inclemente y cuenta con aliados poderosos. El sistema sanitario deshilachado es uno de ellos; los fanáticos del dios mercado y de ciertas religiones, también. Estos últimos suelen gritar “¡Yo sé lo que está pasando!”, para luego lanzarse a organizar marchas y quemar barbijos en contra de la “infectadura”; o exigir que las aglomeraciones religiosas protagonicen una guerra santa contra el COVID. Es difícil abstraerse de ese vocerío insoportable, pero hay que hacerlo.

Reparemos entonces en quienes evitan gritar “Yo sé”, se esfuerzan por gambetear al virus y buscan que seres más razonables e instruidos que nosotros aporten algunas respuestas. Acá nos detendremos en dos: los hermanos Luis y Adolfo Güemes. Al leer lo poco que hay escrito sobre ellos, a algunos nos deja la siguiente impresión: eran unos tipazos, de esos bien dispuestos hacia la gente, hombres llenos de preguntas sobre el mundo, personas dispuestas a recorrer miles de kilómetros para tratar de responderse algunas, y salteños dispuestos a volver al terruño para aplicar en la provincia lo que habían aprendido: el Estado debía robustecer la salud pública y el éxito de esta dependía de subordinar las supersticiones, las creencias y los privilegios a los dictados de la ciencia. Lo expuesto es todo un mérito, aunque el mismo se multiplica si consideramos que nacieron y gobernaron en una provincia en donde la religión y las tradiciones sofocan.

Los militantes

Lo que sigue ya fue publicado en una nota previa, pero vale la pena refrescar esos recorridos. Y es que además de compartir el apellido ilustre por haber sido nietos del héroe gaucho, Luis y Adolfo se habían entregado con pasión a una ciencia médica que, a fines del siglo XIX y principios del XX prometía, de manera veraz y práctica, mejorar las condiciones de vida de los salteños. Los secretos de esa disciplina estuvieron lejos de convertir a los Güemes en eruditos incapaces de verter sobre los demás los conocimientos adquiridos y la militancia política les aporto otras virtudes envidiables: rebelarse contra el estado de cosas en el que vivieron para transitar un camino que los depositara en el futuro al que aspiraban.

Uno de los males contra el que pelearon fue el paludismo que azotaba a Salta en aquellos años. Epidemia transmitida por mosquitos que tenían como aliada a una ciudad surcada por ríos y canales mal tratados. La combinación de esos factores hizo de la población sin acceso a servicios elementales blanco de ese mal que, antes de apagar las vidas, sometía a las personas a los delirios de la fiebre y a dolores que desgarraban los cuerpos. En ese escenario, Luis se recibió de médico en la UBA en 1873, obtuvo un doctorado en 1879 y partió a París donde recibió otro de la universidad de La Sorbona en 1887. Dos años después regresó al país para ejercer la profesión, ocupar la cátedra de Clínica Médica, ser designado miembro de número en la Academia Nacional de Medicina, acceder a una banca en el senado nacional en 1907 y finalmente desempeñarse como decano de la Facultad de Medicina de la propia UBA.

Adolfo era varios años menor que Luis, pero tuvo un recorrido semejante. Estudió en el Colegio Nacional de Salta y luego partió a la UBA, donde se recibió de médico (1898) con la tesis “Contribución al estudio de la policerosis tuberculosa”. Partió a París para doctorarse y retornó a la Argentina para incorporarse al Hospital Rivadavia. Militante de la UCR, celebró el triunfo de Hipólito Irigoyen en 1916 y sus vínculos con este ayudaron a concretar el trazado de las vías férreas del Huaytiquina en Salta, hasta que, en 1922, fue elegido gobernador. Las crónicas resaltan su eficiente administración, la ejecutividad para actuar, el pavimentado de la ciudad o el impulso al ferrocarril, aunque todos coinciden que su gran legado fue el impulso a la educación y la salud pública.

Para lo primero donó las muchas hectáreas en donde hoy funciona la Escuela Agrícola en la zona de la Rotonda de Limache. Para lo segundo, contó con su hermano Luis, quien donó a la nación la hectárea donde hoy se levanta el viejo edificio de la “Palúdica”. Para encontrar los documentos que certifican la transferencia alcanza con googlear los nombres de los protagonistas. Así accederemos a la escritura pública 216 de la República Argentina que indica lo siguiente: el 24 de diciembre de 1923, Luis se presentó en el despacho del entonces presidente Marcelo Alvear (UCR) y ante dos testigos informó que, enterado del proyecto de establecer y construir una estación sanitaria en la ciudad de Salta, había dirigido el 12 de noviembre de ese año una nota al Departamento Nacional de Higiene. Allí formalizaba su voluntad de “donar para dicha obra la manzana” que, en ese entonces, se encontraba en la orilla de la ciudad, lindando con los precarios barrios Chino y Nueva Pompeya.

Adolfo gobernaba la provincia desde mayo de 1923 y lo haría hasta mayo de 1925, legando a la provincia el predio y el proyecto que dependía del departamento Nacional de Higiene. Antes de que Hipólito Irigoyen fuera derrocado por el golpe de estado encabezado por el salteño de triste memoria – Félix Uriburu – se inauguró allí la estación sanitaria que cobijaba los departamentos de Higiene, Profilaxis y Paludismo. La misma contaba con áreas de internación y consultorios externos; centros de vacunación contra enfermedades tropicales; e incluso un crematorio para personas fallecidas por enfermedades infecciosas que carecían de familias: una herejía aun para hoy, si reparamos en que el 1º de noviembre del año 2016 el Vaticano prohibió esparcir, guardar o dispersar las cenizas por considerarlas prácticas panteístas, naturalistas o nihilistas.

Un breve rodeo político se impone. Servirá para remarcar que ya en el llano, Adolfo repudió sin dobleces el Golpe de Estado de 1930 que derrocó a Hipólito Irigoyen el 6 de septiembre de ese año. Acusó a los golpistas de ser hombres de criterios simplistas, que creían que la violencia podía torcer la voluntad del pueblo: “Pésimos psicólogos, no se dan cuenta que las persecuciones, destierros, confinamientos, no han servido ni servirán jamás, sino para dar mayor unidad y cohesión a nuestro partido, pues nada vincula más a los hombres que los sufrimientos e injusticias compartidas”. Cuando el impresentable dictador salteño permitió elecciones en la provincia de Buenos Aires convencido de que la UCR estaba políticamente muerta, debió eliminar los resultados ante el triunfo radical. Luego proscribirían la fórmula presidencial Alvear – Güemes: el primero como representante del ala más conservadora de la UCR y el salteño como referente del irigoyenismo. El salteño será luego encarcelado durante un año en una fría prisión de Tierra del Fuego.

Realizado el rodeo que habla de la enorme integridad política, volvamos a su legado sanitario. En 1945, la Palúdica que había inaugurado volvió a destacarse al combatir otra epidemia de paludismo. Entonces se dispuso la utilización del insecticida DDT para pintar paredes y fumigar casas, algo que, según los historiadores de la salud pública, redujo la cantidad de afectados de 300.000 a poco menos de 1.000 en solo un año. Diez años después (1955) fue la propia Organización Mundial de la Salud quien lanzó una campaña mundial basada en el uso de ese producto, que en la década del 70 empezó a ser cuestionado por ambientalistas.

Una aclaración se impone: quienes luchaban contra el paludismo en los años 40 del siglo XX estaban poco preocupados por las cuestiones ambientales, aunque hay que tener sentido histórico. Ese que aconseja criticar ciertas conductas una vez que intentamos ponernos en el lugar donde se produjeron las mismas, recoger todo lo que se conocía entonces y, sobre todo, aquello que se desconocía para recién emitir un juicio de valor. Y lo que se desconocía en los 40 y 50 de ese siglo eran justamente los fundamentos de las problemáticas ambientales tal como la conocemos ahora.

Pero volvamos a la referencia de 1955: año de un Golpe de Estado que, con fuerte sostén clerical y alto componente empresarial, estableció relaciones con el Fondo Monetario Internacional. Un organismo que empezó a recetar ajustes a los gastos del Estado, aspectos que no desconocen hoy ni los que se oponen a ello en nombre de lo público ni quienes promueven esas políticas en nombre de la necesidad de terminar con Estados caros e ineficientes. En Salta el proceso no fue distinto y la Palúdica fue perdiendo la musculatura con la que había nacido y protagonizado luchas sanitarias. El deterioro podía tener aceleramientos, frenos, contramarchas y nuevos aceleramientos, pero la tendencia era el inexorable debilitamiento. La agonía final comenzó en 1995 con la preminencia del negociado turístico se impuso. No se trataba de salvar aquello obstaculizando al turismo. Se trataba de promover el turismo sin destruir aquellos.

Por eso la “Palúdica” sintetiza los muchos pliegos de un modelo de provincia en donde el “mercado” y la “tradición como mercancía” ajusta cuentas con la salud pública que se hizo robusta siguiendo los criterios de la ciencia. El edificio fue transferido a la provincia en el 2016 para montar un “Museo del Folclore”. La iniciativa fue impulsada por el ahora gobernador, Gustavo Sáenz, pero recibió el apoyo entusiasta de Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey. El primero retomaba la iniciativa que trató de llevar adelante en 1999, cuando el entonces presidente Menem quiso trasferir el predio a la provincia para que se montara un centro turístico con museo incluido; el segundo aprobaba el proyecto confesando que, en 1998 (cuando era diputado nacional), desplegó enormes energías para gestionar el traspaso finalmente frustrado. Gustavo Sáenz, por su parte, se proclamó en el 2016 dueño de la iniciativa que ya no cobijaría a las momias de Llullaico como pretendía Romero, sino atuendos gauchescos e instrumentos musicales.

La última novedad que se tuvo del mentado “Museo del Folclore” la realizó el propio Gustavo Sáenz, cuando lamentó que esa fuera una de las pocas promesas que no pudo cumplir como intendente. No mentía: los trabajadores de la Dirección Nacional de Vectores aseguran que nunca vieron el proyecto del Museo y que nada saben de los 1.000 millones que Macri aportaría a Sáenz para honrar a gauchos y poetas. Lo que saben es otra cosa: perdieron espacio en el edificio para realizar tareas clave en la lucha contra el dengue y que el legado moderno de los hermanos Güemes – nacido de las posibilidades que da la ciencia para luchar contra las enfermedades – sucumbió ante políticas neoliberales y una tradición fosilizada reivindicada por gobernantes, empresarios turísticos y patricios salteños que hacen del atuendo gauchesco un signo de distinción. Los mismos que ahora demandan a los gritos que el Estado resuelva los problemas sanitarios que padecemos por el coronavirus y los descalabros económicos que ello trae aparejado.

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