viernes 19 de abril de 2024
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Síndrome Taxi Driver | Docente salteño “puso el cuerpo” para impedir que un violento ahorcara a su pareja

La violencia de género en contextos domésticos se acentúa con el aislamiento social. Un caso en Salta combina ribetes dramáticos con una desidia estatal sorprendente. (F.H.)

El Servicio de Emergencias 911 centraliza en Salta todas las llamadas que representan una urgencia. Hasta hace no mucho el 144 captaba las denuncias por violencia de género, pero desde hace un tiempo todos los contactos se dan a través del número que los yanquis popularizaron para las emergencias. Nadie es tan ingenuo para creer que al llamar al 911 tendrá respuestas inmediatas, pese a que algunas situaciones son perentorias. Todos son conscientes que la emergencia corre a velocidades imposibles de alcanzar para cualquier cuerpo de policías, incluso confiando en que éste estuviera integrado por oficiales probos y empeñosos, algo de lo que no siempre podemos fiarnos cuando de fuerzas policiales se trata.

Miguel se vio de frente ante ese dilema ético, qué hacer ante una urgencia. Consciente de que la emergencia se presentaba ante sus ojos a un ritmo que sería inalcanzable para los policías del 911, debió elegir entre intervenir de modo directo o llamar y esperar afuera. Y/o gritar. Y/o correr. La emergencia se precipitó demasiado rápido, Miguel actuó sin detenerse a decidir qué era lo más atinado, enajenado por el impulso de impedir lo que parecía inminente si alguien no se interponía.

Volvía caminando del hospital donde su vieja estaba internada por un golpe en la cadera y se le presentó una escena ineluctable. Una muchacha discutía con un joven que la perseguía en bicicleta, se detuvieron en lo que parecía ser la casa de ella y las desavenencias pasaron a mayores, él le metió una piña que puso a la joven de bruces en el suelo de la entrada de la vivienda.

Miguel estuvo pasmado unos segundos hasta que, mientras el agresor la ahorcaba y seguía pegándole, corrió hasta la puerta y le gritó que parara, que la iba a matar, que no fuera hijo de puta. Pretendió razonar con el muchacho, unos veinte años menor que él. Miguel dice que hay tres tipos de situaciones que él no puede tolerar: la violencia de cualquier tipo contra niños, mujeres y ancianos.

Lo que siguió fue lo obvio: el agresor se ensañó con Miguel, quien trataba de neutralizarlo sin agredirlo, y que podría haberlo matado a golpes si no fuera porque entre las dos mujeres que habían en la casa – entre ellas la muchacha agredida originalmente – contuvieron de modo parcial al atacante. Cuando se zafó, Miguel dobló en la esquina y pidió asistencia a mitad de cuadra, en una casa donde una familia le hacía trampa a la cuarentena de Alberto, el grande, con las reposeras en la vereda. Lo atendieron, le dieron agua y llamaron a la policía para denunciar la urgencia.

La policía nunca llegó a la casa donde Miguel fue asistido. Un auto con una pareja de jóvenes se detuvo al observar cómo lo auxiliaban y confirmó su testimonio ante la familia que estaba en la vereda. La pareja había visto desde el auto cómo el joven violento ahorcaba a una muchacha y le daba bofetadas, aminoraron la marcha del vehículo y ello concitó otra vez la furia del agresor, quien salió corriendo y pateó el auto. El joven conductor se bajó y con la ayuda de las mujeres logró reducir al violento que, según relataron, había huido tras esa segunda secuencia. Luego de ello la pareja dobló en la esquina y se encontró con Miguel, que ahora se sentía más aliviado de saber que su intervención no había sido en vano.

Dobló la emergencia, la guardó en un bolsillo y se dirigió a la Comisaría Primera de Salta capital. Allí sacó la emergencia del bolsillo, ya estaba algo arrugada, y ofreció detalles de lo que había vivido. Miguel radicó la denuncia por las agresiones recibidas y mencionó la situación de violencia de género que había desencadenado todo. Los policías reaccionaron con la mecánica de una máquina, siguiendo al pie de la letra la rutina administrativa que ameritaba el asunto.

Lo primero que le dije a Miguel cuando lo vi fue que no era ningún héroe, pero que me causaba un profundo orgullo la cabalidad con la que había experimentado sus convicciones. Le di un par de palmadas en el pecho que él repelió acusando dolor. Se levantó la remera y me mostró debajo de las costillas un moretón del tamaño de un melón. Como todo tipo honesto e idealista, para Miguel no alcanzan las palabras cuando se trata de las cosas que indignan. Hay que poner el cuerpo en serio y él lo puso, sin pensarlo. Podría haber acabado muerto.

Mientras prepara el mate, reflexiona sobre cuántos pibes que habrán matado en situaciones así también habrán sido alumnos suyos, ya que trabaja desde hace muchos años como docente en las unidades carcelarias de Villa Las Rosas.

Está afligido, se vislumbra no sólo por las magulladuras en su rostro y por su propia suerte, sino por la incertidumbre por esa chica a la que creyó salvarle la vida. Apenas salió de la comisaría, él puso en conocimiento sobre lo ocurrido al Observatorio de Violencia contra las Mujeres -órgano del estado salteño-. Recuperando su habitual ampulosidad para hablar y su entusiasmo para renegar, Miguel subraya que desde el Observatorio se limitaron a darle condolencias y apoyo a él. “Parece que no hicieron nada con la mina”, se queja mientras abre los brazos y sacude la testa con indignación.

Por momentos vuelve a apagarse, Miguel tiene la mirada esquiva y no se queja entusiasmado, como siempre, sino que más bien se lamenta, como si fuese el sapo cancionero de los chantaleros o como si estuviera entonando una plegaria religiosa. Cuando se percata de eso, se apresura a aclarar que él no es ningún buen samaritano. “Porque el samaritano interviene después del hecho, post-factum, en cambio esto fue ahí, mientras estaba pasando el hecho, porque la iba a matar a la mina”, me explica recuperando talante.

Otra vez recuerda que no sabe qué pasó después ni qué pasa ahora con la piba. Nos preguntamos si seguirá en el infierno de violencia del que Miguel fue testigo y víctima sólo unos minutos. Nos preguntamos por la masculinidad, por los mandatos de la masculinidad. Pasa un rato en el que sólo se oye la radio de fondo, hasta que él admite: “Tal vez yo me metí por mandato de mi masculinidad también, porque me vi como el único que podía defender a la mujer, que desde esa masculinidad es vista como más débil, vulnerable, como los niños y los viejos”. No decimos más por un lapso considerable de tiempo.

Miguel se apichona de nuevo, admite que tiene vergüenza, que no está pudiendo dormir bien. Hablamos de la bronca y de la vergüenza. Del orgullo. Del afán de redención. También del recelo y la venganza. Del temor. De un momento a otro empezamos a discutir la cuarentena y la política sanitaria. A los dos nos falta coca para mascar y nos preocupa el desabastecimiento.

Unas horas más tarde me envía un mensaje al celular: “Me quedé reflexionando eso de las masculinidades y creo que, en mayor o menor medida, me invadió el síndrome del personaje de Taxi Driver. Ese que quiere hacer justicia por mano propia rescatando a la mujer de la red de trata”.

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