viernes 26 de abril de 2024
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Opinión | “Ya estamos hartos”

Preocupado por los crispados días que se viven en Salta que van desde el incidente de los pañuelos hasta lo que él calificó de “reclamo patoteril” al gobernador; el historiador Gregorio Caro Figueroa* nos remitió esta columna que cumplimos en publicar.

Cuando, como en mi caso, se tienen recuerdos muy claros de penosos acontecimientos acumulados desde hace casi 70 años, se adquiere el derecho, y también el deber, de preguntarse qué razón y qué derecho tienen unos pocos fanáticos a seguir imponiendo que optemos entre la prepotencia y la vocación autoritaria de unos, o la de otros.

¿Qué derecho tienen para obligarnos a decir que en la Argentina hubo asesinos buenos y asesinos malos, asesinatos merecidos y muertes injustas? ¿Qué derecho pueden invocar para obligarnos a justificar e idealizar unos crímenes y a que condenemos a otros?

¿Qué razón los asiste para pintar nuestra vida y nuestro mundo en blanco y negro? ¿A guardar silencio y justificar a Firmenich, glorificando a sus secuaces, y a condenar al infierno a sus represores, o viceversa? ¿A obligarnos a quedar atrapados en el fuego cruzado de provocaciones e intemperancias igualmente prepotentes?

Esas minorías insisten y persisten en expresar convicciones y creencias mediante la violencia, el insulto, la intimidación. Lo mismo da que esa intemperancia sea disparada desde los que se adjudican ser y hablar en nombre del pueblo, ejerciéndola de abajo hacia arriba, o que lo haga desde el poder, desde arriba hacia abajo.

Hace 40 y más años, se accionó el detonante de la violencia con aquello de que «a la violencia de arriba le responderemos con la violencia de abajo». Esa amenaza y desafío condujo al para militarismo de sectas armadas llamadas «formaciones especiales», que actuaron, sin mandato alguno, como representantes de «los de abajo». En esa apuesta «la violencia de arriba» no solo doblegó a sangre y fuego a aquella otra, sino que destruyó la legalidad, el orden institucional y la república.

Las pintadas y despintadas en Salta, y el «reclamo» patotero de ayer al gobernador Urtubey, son ejemplos y expresiones gemelas de barbarie, y una micro violencia que amenaza expandirse. En la agresión a Urtubey, y a su investidura, hay agravantes: que se produjo en el predio de una Universidad y que el gobernador manejaba su coche sin custodia.

Actitudes que unos y otros enfrentados tratan de justificar como «libertad de expresión», cuando en realidad se despliegan como negación y atropello de la libertad de los demás. La hipersensibilidad aflora en los sectarios violentos cuando ellos son los cuestionados, pero no se manifiesta cuando los agredidos son «los de la otra vereda». Callan, aplauden o sienten simpatía por estas agresiones y por la incitación a «ganar la calle para derrocar al gobierno».

Algunos pretenden degradar la convivencia y la política haciendo de estas un campo de batalla permanente, un tablero donde prevalezca el perverso juego «acción-reacción» de minorías, destinado a proporcionar el combustible necesario para realimentar la espiral de venganza y violencia.

Del mismo modo que no hay derecho a quebrantar el derecho, tampoco lo hay para arrasar con los modos civilizados de expresión y de reclamo. Unos, defienden los Derechos Humanos con palabras, gestos y actos que son un desprecio a la ley y una afrenta a esos mismos derechos apropiados en la Argentina por un sector a expensas de los demás. Otros, reivindican un patriotismo que tampoco se compadece con las formas y los contenidos de la Constitución Nacional.

Es un absurdo y también una falacia afirmar que se defienden los Derechos Humanos, cuando se niega el valor de la libertad y se desconoce el Estado de Derecho, únicas garantías de su vigencia y respeto.

“En una sociedad democrática el límite de la tolerancia es el Código Penal, donde se castigan no formas de pensar, de ser o de opinar, sino actos u omisiones dañosas, lesivas contra los derechos de los demás», escribió Francisco Tomás y Valiente.

Tomás y Valiente fue un eminente catedrático español que fue asesinado en su despacho en la Universidad Autónoma de Madrid el 14 de febrero de 1996, por la banda terrorista vasca ETA. «Hay que atreverse a decir que hay una «tolerancia mal entendida y acaso exagerada que puede equivaler a debilidad, a indiferencia y a una permisividad contraproducente», añadió.

A esta altura de los años, nos abruma tanta simplista y cruel hipocresía. No es el odio, ni la memoria rencorosa, ni el olvido irresponsable, sino la reflexión, el dolor, el reconocimiento de los errores y el ejercicio sereno y firme de la libertad, lo que podrá curarnos de estas traumáticas experiencias que unos y otros parecen dispuestos a realimentar y mantener vigentes.

La mayoría de los que padecimos esa época, y la mayoría de los jóvenes dispuestos a construir otra y mejor historia, estamos decididos a rechazar la extorsión de seguir eligiendo entre alternativas igualmente condenables y aborrecibles.

No estamos dispuestos a soportar esta otra tortura de sobrevivir en el asfixiante y enfermo clima de un pasado que no pasa, a vegetar en las aguas estancadas de la locura de unos iluminados más provistos de falta de escrúpulos, de esquemas elementales y brutales, que de ideas e ideales.

No estamos dispuestos al silencio de lo políticamente correcto ni a la estridencia de la idealización del crimen y de la violencia: del color y de la ideología con que se hayan disfrazado sus crímenes, su odio a la libertad, su rechazo a la vida y su inhumanidad.

No les será fácil, esta vez, poner ese cepo en nuestras cabezas y nuestras manos. No será fácil hacernos comulgar con ruedas de molino. Tampoco presentar la opresión como libertad, ni el asesinato como idealismo, ni sus infiernos como paraíso, ni el odio como valor, el atraso crónico como una virtud o una fatalidad, ni la demagogia y la corrupción como justicia social.

Solo el ejercicio responsable de la libertad podrá curarnos de ese cruel pasado que ahora algunos pretenden disfrazar de utopía. El futuro no queda atrás. No está en aquellas ruinas que nos duelen y nos agravian. El futuro está en los que tienen otras ideas, en los que tienen valores, en los que tienen voluntad de construir un futuro mejor en paz, justicia y fraternidad.-

* Gregorio Caro Figueroa es historiador y periodista, autor de libros y durante mucho tiempo miembro destacado de la revista «Todo es Historia».

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