El ex Director General de Seguridad de la dictadura cuenta con cinco condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad. Retazos de una biografía macabra. (Daniel Avalos)*
Joaquín Guil sintetiza en Salta los muchos pliegues del sadismo que la dictadura consolidó en marzo de 1976. Por ello, aunque él no fue el único represor, la mayoría de quienes sufrieron la represión en Salta lo identifican como el portador patológico del mal, el torturador por excelencia.
La relación de Guil con la tortura fue precoz y quedó registrada en una publicación de mayo de 1973 titulada “Proceso a la explotación y represión en la Argentina”. Se editó en plena primavera camporista, cuando las organizaciones populares creyeron que tras el triunfo electoral de Héctor Campora en la nación y Miguel Ragone en Salta – el 11 de marzo de 1973 – el cielo estaba al alcance de las manos. Entonces el Foro de Buenos Aires por la Vigencia de los DDHH quiso ajustar cuentas con los crímenes de la dictadura que se inició con Onganía en 1966 y culminó con Lanusse en 1973. Publicó 222 páginas de testimonios de personas y organizaciones que habían padecido un tipo de represión brutal luego opacada por la brutalidad mayor de los grupos de tareas de 1976.
En ese libro del 73 ya aparece Guil. Fue denunciado por el metanense Antonio Villanueva, detenido en Salta en 1972: “… me llevaron directamente a la central de policía y allí me recibe el Oficial Pastrana, quien me da los primeros golpes al tiempo que me pregunta por mi dirección. Me llevaron a una pieza donde está el inspector jefe de la policía de la provincia, creo que se llama Joaquín Guilly, y este me golpea en el estómago hasta tirarme al piso. Después me desnudaron y con mi pañuelo me vendan los ojos mientras me amenazan violarme. Tras nuevos golpes me ponen los pantalones hasta las rodillas, me obligan a ponerme en cuclillas y con algo que se parece a un aerosol me rocían con ácido los genitales y el ano. Me suben los pantalones (‘para que no se vaya el gas’ dicen) y me sostienen para que me quede quieto. Debido al dolor termino por soltarme y me arrastro por el suelo. Me levantan tirándome de los pelos y me golpean en el estómago durante una hora aproximadamente. (…) A las cuatro y media de la mañana llega la Federal y se va la Policía provincial” (pp. 151-152). Cuatro años después, el 14 de octubre de 1976, Villanueva fue secuestrado en Buenos Aires, engrosando desde entonces la lista de desaparecidos.
Joaquín Guil, mientras tanto concentraba poder policial en la provincia comandando lo que desde principios de los 70 se conoció como “La Patota Policial”, una banda de comisarios y oficiales de la policía salteña como Vicente Murúa, Ignacio Toranzos, Héctor Trobatto, Roberto Arredes y tantos otros que en lo central se dedicaban a perseguir a militantes políticos para torturarlos. El objeto de esas prácticas era que sus víctimas hablen, delaten y traicionen mientras ellos, torturando, se entregaban a una fiereza y un sadismo sin retorno. Con la llegada de Miguel Ragone al poder en mayo de 1973, los miembros de la “Patota” fueron detenidos a partir de testimonios de presos políticos. El 6 de julio de 1973 Joaquín Guil se convierte en uno de esos detenidos por orden del juez de Instrucción Mario Arsenio Salvadores que lo acusa de tortura.
Un año después es liberado, aunque sigue procesado por el delito junto a otros seis comisarios y oficiales policiales: Pastrana, Amaya, Trobato, Murua, Saravia y Toranzos. La liberación, sin embargo, se explicaba por el cambio radical del escenario político: la primavera camporista en donde la revolución parecía estar al alcance de las manos había concluido; Perón ya había bendecido a lo peor del peronismo para escarmentar al “zurdaje”; el escarmiento se recrudeció tras la muerte de Perón un 1 de julio de 1974; Miguel Ragone en Salta era hostigado diariamente por esos sectores; mientas tanto, Joaquín Guil recuperaba en octubre de ese año su condición de Director General de Seguridad desde donde empieza a reestructurar toda la fuerza.
En noviembre de 1974 Guil recibe el empujón final cuando el gobierno de Miguel Ragone es intervenido por orden de una Partido Justicialista que ya estaba a merced de quienes identificaban comunismo con todo lo que poseía aroma a progresismo. Ragone era cosa juzgada para ese justicialismo. En la Casa de Gobierno salteña (Mitre 23) desembarcó José Mosquera. Un cordobés que había cumplido funciones similares en su provincia cuando, con la misma lógica, Perón la intervino para deshacerse del gobernador y el vicegobernador relacionados con la “tendencia revolucionaria” del peronismo. Mosquera venía a disciplinar y tras condenar al ostracismo político al propio Ragone, desataba un proceso que los medios titularían con letras catástrofe: “operativos antisubversivos” diversos en Capital, Orán, Güemes o Tartagal. Al frente de los mismos figuraba siempre un nombre: Joaquín Guil que desde entonces y hasta diciembre de 1975 consigue “recuperar” para la fuerza policial a la mayoría de los secuaces de la “Patota” que se mantendrán en sus cargos durante toda la dictadura.
Luego la historia es más conocida y más macabra aún. Los torturadores de la dictadura de Lanusse a principios de los años setenta sumaron a su sádica inclinación la práctica del asesinato y la desaparición de personas tal como hicieron con el propio Miguel Ragone a quien secuestraron, asesinaron y desaparecieron. Por esa causa y otras cuatro relacionadas con delitos de lesa humanidad, Joaquín Guil carga con cinco condenas a prisión perpetua. Como muchos otros genocidas, goza del beneficio de prisión domiciliaria que en los últimos días de octubre violó para escarnio de las militantes de los organismos de derechos humanos de la provincia quienes, con su lucha de casi cuarenta años, lograron enjuiciar y encarcelar a los símbolos del mal.
*Este artículo fue publicado originalmente el 5 de noviembre del 2019, en ocasión de que Guil violara su prisión domiciliaria.