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“Mi sabiduría viene de esta tierra” | La Universidad Nacional de Salta cumplió 47 años

La Ley de creación fue la 19633 y se firmó el 11 de mayo de 1972. Por esos días los estudiantes exigían una universidad que forme a un salteño partícipe de los problemas de la región y al servicio de las necesidades populares.

Un repaso por los medios gráficos de la época, muestran notas que recuerdan que la lucha por contar con una universidad pública en Salta había tomado dos décadas. Las notas gráficas del 12 de mayo de 1972, estaban ilustradas con estudiantes universitarios eufóricos que daban vueltas a la plaza 9 de Julio festejando un triunfo que sintieron suyo.

Y en esos días de euforia, todos discutían qué modelo de Universidad se pretendía. La sugerencia común era poner la “creación” al servicio del medio en donde se levantaría. Incluso el presidente de la F.U.A. que había llegado a Salta para participar de esas discusiones declaró a la prensa que la U.N.Sa. debía formar “antes que a un técnico, a un hombre argentino, integrado culturalmente y partícipe de los problemas de su región y su época (…) al servicio de las necesidades populares”.

El ex presidente de facto, Agustín Lanusse, anuncia la creación de la UNSa.

Los profesionales, por su parte, no se quedaban atrás. Preveían conformar un Instituto de Desarrollo Regional con investigaciones que impulsaran la región y una docencia que “proporcione elementos científicos capitalizables por el alumno en su búsqueda de comprensión de los problemas que afectan al país y el NOA”.

Preocupaciones finalmente plasmadas entre los fines institucionales de esa universidad y que se resumieron de la siguiente manera: orientación regional, proyección cultural, generación de conocimientos, sensibilidad con el medio, educación desde perspectivas éticas. Una promesa tan enorme como bella.

Pero en algún momento la promesa dejó de funcionar y empezó a andar mal. Las explicaciones, por supuesto, abundan. Primero sectores fascistas del peronismo de entonces que atacaron el intelectualismo universitario en donde decían que anidaba la subversión.

Luego el golpe del 76 que la vació de fines, contenidos y recursos humanos que pueden corroborarse empíricamente con estadísticas que la propia universidad publicó en 1991: si en 1975 había 4662 estudiantes, los mismos descendieron a 3716 en 1979; mientras los 573 profesores de 1975 se redujeron a 451 en 1976.

La democracia encontró entonces una universidad débil, sin potencia transformadora ante el aniquilamiento físico y el desarme moral de los sectores que habían impulsado su existencia. La primavera alfonsinista revitalizó la población universitaria en todos los claustros, pero la Universidad estaba en manos de políticas y funcionarios medios o altos que habían accedido a los cargos en los años de plomo.

Desde entonces el recorrido ha sido zigzagueante y resultaría injusto esbozar críticas o cuestionamientos sin detenerse a desarrollar los múltiples pliegos de la realidad social que expliquen y hasta disculpen las críticas.

Cerremos entonces este breve homenaje tratando de recordar a esos jóvenes estudiantes y entusiastas docentes que en días como estos pero de 1972, daban vueltas la plaza 9 de julio vitoreando el logro y discutiendo al servicio de qué debía ponerse el mismo.

Eran hijos políticos de esa generación de universitarios que en 1918 protagonizaron la Reforma Universitaria en cuyo manifiesto liminar se refirieron a la juventud. Puede que esa acta sea el acta de nacimiento de la juventud argentina como fenómeno cultural que asumía un compromiso con el resto de la sociedad como un mandato.

Un mandato que en el manifiesto mencionado se expresaba con una vehemencia maravillosa: “El sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las juventudes americanas nuestra única recompensa. La juventud vive siempre en trance de heroísmo, es desinteresada, es pura, no ha tenido tiempo aún de contaminarse.”

Una juventud, entonces, que no se veía como un sector que demandaba derechos particulares, y sí como un sector que cargaba con un deber para con el conjunto de la sociedad, valorándose a sí misma según el grado de entrega a esa práctica colectiva.

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