jueves 18 de abril de 2024
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Martín Miguel de Güemes | El salteño que renunció a su clase social y ofrendó su vida por la independencia

La Antigua Roma atribuía a sus poetas el don de identificar en el pasado aquello que merecía ser contado en el presente y en el futuro. Güemes es merecedor de ese ejercicio y por ello venimos a evocarlo. (Daniel Avalos)

Por ello mismo tiene ya su propio feriado nacional que no necesariamente desliza a millones de argentinos a bucear en la vida del héroe gaucho, aunque tal feriado sí generó el pasado lunes los principales medios nacionales dedicaran a sus lectores informes que daban cuenta de cuál había sido el aporte del salteño a la construcción de la historia nacional. Y entonces, los poetas de la antigüedad podrían asegurar que ese hombre representa lo que también los romanos calificaban como grandes hombres: aquellos que además de fundar un orden nuevo, fueron capaces de preservarlo a partir de andanzas épicas y sufrimientos constantes que en este caso supuso la construcción de un país.

Una aclaración se impone. Servirá para diferenciar el concepto de grandes hombres que emplearon los romanos y el de próceres que popularizó la historiografía nacional que además de recelar de los caudillos como el salteño, interpretó a los próceres como hombres cuyas virtudes los elevaban a la condición de cuasi dioses que por sí solos echaban a andar la historia. Güemes no. Era de aquellos que atravesado por un impulso liberador que un determinado contexto inyectara en él, desplegó una pasión que terminó dando nuevo impulso al motivo que lo arrojó al combate. Una pasión que tal vez pudiera explicarse por la determinación a terminar con lo que había empezado, aunque para ello debió fundirse con otros que en medio de la oscuridad más intensa de la guerra, no dejaron nunca de buscar la tenue luz que les permitiera seguir caminando hacia el objetivo estratégico: la emancipación nacional que entonces dependía de imponerle a los españoles la voluntad de los alzados a partir de la guerra.

En medio de esa empresa aparecieron los compañeros. Entre ellos hubo otros grandes hombres. José de San Martín era uno de ellos. Ese militar que tras formarse en las modernas técnicas militares y haber batallado en Europa, retornó al país para prestar sus servicios a la revolución. Llegó en 1812 y pronto debió hacerse cargo del Ejército de Norte sólo para concluir que una guerra por el actual norte argentino dilataría en extremo el conflicto. Por ello decidió partir a Mendoza, organizar un ejército, cruzar los Andes, derrotar a los españoles en Chile, partir de allí al Perú y dar la estocada final al Imperio en el corazón mismo del ex virreinato para acabar con la guerra. Plan Sanmartiniano que requería de una misión no menos titánica: que alguien se encargara “como sea” de contener los avances españoles que necesariamente amenazarían el territorio nacional ingresando desde la actual Bolivia.

Güemes fue ese alguien. Consciente de que la magnitud de los medios con los que contaba el español eran muy superiores a los de él, apeló a las tácticas guerrilleras para lo cual fundió su suerte a otros compañeros: el gauchaje plebeyo, la negrada conocedora de la geografía, el populacho que sabía cómo aprovechar los secretos del terreno y que fundamentalmente confiaba en su bravura y en su astucia para golpear al invasor y desaparecer la más de las veces; o para, de cuando en cuando, ejercitar esos ataques que entre fulminantes, confusos y alborotados arremetían contra un enemigo que acostumbrado al cálculo matemático no sabía bien cómo manejar el arrojo tumultuario. El resultado fue el que hoy conocemos: Güemes y sus Infernales como antemural en la frontera norte que posibilitó el éxito de la estrategia sanmartiniana, aun cuando fuera Simón Bolívar y no San Martín quien concluyera la tarea.

Antemural que Güemes garantizó con una templanza que debió lidiar contra los embates del español, pero también contra un patriciado local que sumándose a la revolución en 1810 pronto se desencantó de ella al menos por dos razones: las contribuciones forzosas que Güemes les imponía para costear la guerra que el gauchaje protagonizaba y la desestructuración de la economía regional que le había posibilitado emerger como el sector más pudiente de la región. Detengámonos un momento en el último punto al que podríamos verbalizar así: ese patriciado que amasó fortunas en el siglo XVIII proveyendo de insumos y mercancías a las minas de la actual Bolivia, se sumó a la gesta emancipadora empujada por una España que – a partir de 1750 con las denominadas Reformas Borbónicas – decidió que su decadencia en Europa se remediaría imponiendo a América nuevos impuestos cuya fiscalización quedaría en manos de funcionarios provenientes de la península ibérica, relegando a los criollos del control del Estado colonial mientras paralelamente eran objeto de nuevas presiones tributarias. En ese marco, el patriciado vio en el movimiento revolucionario la posibilidad de arrebatarle el poder político a los peninsulares, aunque empezaron a renegar de esa revolución cuando la guerra los privó de comerciar con un Alto Perú que por años quedó en manos de los realistas. Desencanto, decíamos, que se potenció cuando las nuevas ideas amenazaban el orden social dictado por el espíritu de casta de la España colonial y cuando el propio Güemes les exigió sacrificios que los patricios vivenciaron como intolerables.

Esos intereses no dudaron en conspirar con el ejército español y esa combinación generó las condiciones que explican la muerte del gaucho que había repelido nueve invasiones realistas, aunque la prensa unitaria del puerto -como lo era La Gaceta de Buenos Aires-celebrara la noticia anunciando que esa muerte dejaba al país con un “caudillo menos”. Diez días después de su muerte y tal como el propio Güemes había ordenado a sus hombres, los gauchos recuperaron la ciudad de Salta que estaba en manos de los españoles que la ocuparon el día que hirieron de muerte al héroe. Los realistas nunca más volvieron y la guerra en su conjunto, definitivamente, empezaba a encaminarse hacia el triunfo de las fuerzas emancipadoras de América del Sur, aunque las batallas definitivas en el Alto Perú todavía no se habían librado.

Güemes, en definitiva, fue uno de los que parió el país aun cuando la historiografía oficial lo ninguneara apelando a los olvidos prefabricados. A veces por pura visión metropolitana que siempre considera que los hechos y los protagonistas destacados de la historia se producen y actúan en el centro del país irradiando hacia la periferia  sus bondades; otras por la apuesta radical de los sectores ilustrados del puerto que optaron por un tipo de “progreso” cuyo triunfo dependía, según ellos, de que la ciudad se impusiera sobre el campo, Buenos Aires sobre el interior, el blanco sobre el indio y el gaucho, y el militar a la europea que ama el orden hasta la minucia sobre el caudillo acostumbrado a manejar el caos.

Doscientos años de historiografía tradicional no lograron sin embargo arrebatarle a Güemes el rol de padre fundador de la Patria. Un concepto que aun proviniendo de la tradición norteamericana pincela mejor a los San Martín, Belgrano o Güemes: hombres que asumieron una responsabilidad histórica sin buscarla porque simplemente ésta recayó en quienes aceptaron el mandato sin que mediase cálculo alguno de proyección personal. Güemes lo hizo prescindiendo de esa condición a la que siempre se inclina la salteñidad oficial: el provincialismo espacial y temporal. Lo primero se relaciona con esa conducta comarcana que atribuye una importancia desmesurada a lo que ocurre en el limitado territorio en el que vive; lo segundo a la convicción de que el mundo es propiedad exclusiva de los vivos y sin participación alguna de los muertos.

Uno y otro como símbolo de cierto tribalismo al que el héroe gaucho escapó integrando la parte a ese todo denominado Patria a la que alguien, alguna vez, definió como una devoción hacia algo que siendo cambiante es presentida como místicamente similar a sí misma.

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