jueves 25 de abril de 2024
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Historias de elecciones | Urtubey, el anti K que llegó a la gobernación de Salta como soldado de Néstor y Cristina

En este extracto del libro “El oficio del operador político en Salta”, Daniel Ávalos narra el triunfo de aquel joven que antes de los comicios de 2007 estaba 20 puntos por debajo de Walter Wayar. El giro romerista “U” a meses de asumir el mando.

La campaña electoral por la gobernación del año 2007 tuvo a Juan Pablo Rodríguez trabajando por la candidatura de Walter Wayar. Vicegobernador de Juan Carlos Romero durante doce años, el cacheño –ocho meses antes de los comicios– parecía protagonizar un tránsito cómodo hacia el sillón del Grand Bourg. No fue así. Las contradicciones internas del oficialismo se combinaron con la potencia subestimada del candidato opositor, que terminó imponiéndose en octubre de ese año. Las debilidades del primero y la subestimación del segundo sólo podían explicarse por un convencimiento que resultó letal: que la bendición de Romero, la certeza de contar con dinero para la campaña y la estructura del Estado al servicio de la misma mantendrían al candidato oficial muy por encima de Juan Manuel Urtubey.

Se habló mucho y se escribió poco sobre esa derrota electoral, aunque ambas cosas podrían resumirse de la siguiente manera: el entusiasmo de Wayar por su candidatura no poseía igual intensidad en todos los sectores del romerismo y carecía del control de la campaña, que quedó en manos de quien le había ganado todas las disputas palaciegas en doce años: Ángel Torres. Para un movimiento como el peronismo, los dobles comandos no existen y mientras más tarda un sector en imponer su conducción, más se debilita la persona que desea sin éxito liderar al conjunto.

Wayar nunca pudo imponer su voluntad al romerismo químicamente puro, que veía en él la personalización del “viejo” justicialismo, al que Romero otorgó un papel de reparto durante sus gestiones. Buena parte del “viejo” justicialismo, por su parte, veía en el entonces vicegobernador no tanto a un líder, sino a un compañero que encabezando el gobierno provocaría un deshielo del férreo centralismo romeriano y la posibilidad de ajustar cuentas con los “técnicos” y consecuentemente habilitar el crecimiento de nuevos dirigentes. La obsesión de los “técnicos” era simple: mantener vigencia en el gobierno de un peronista de vieja escuela, algo que se garantizaba con la candidatura a vice de un destacado Golden Boy: Javier David. Para los “viejos”, el triunfo de Wayar era muy importante, pero a condición de que ellos se asegurasen triunfos en sus respectivos distritos para mantener su condición de “Dones” territoriales.

El rol de Juampi Rodríguez en esa campaña confirma las heterogéneas aspiraciones del espacio. Amigo y colaborador de Javier David durante años, integraba el grupo “Proyecto Salta XXI”, que seguramente contenía bien su concepción de la política. Se trataba de jóvenes funcionarios de segundas y terceras líneas –Sebastián Gomeza, Gustavo Serralta, Marcelo Ferraris, Héctor De Francesco o Daniel Cabrera – que recorrían el interior provincial organizando charlas debate donde la estrella era Javier David y no Walter Wayar.

Eso no era todo. A través de la empresa que conducía con Zambrano y Storniolo –Troka–, Rodríguez realizaba encuestas para los experimentados caudillos de interior provincial con los que entabló relación en el Ministerio de Gobierno. Caudillos que pronto empezaron a sospechar que Wayar era prisionero de informes y números que el comando de campaña le preparaba para mantenerlo tranquilo a él, a sus generales y hasta sus soldados. “Aunque vos los podías ver como antiguos, los tipos eran visionarios. Querían tener información”. Así recuerda Rodríguez a algunos de esos “Dones” territoriales dispuestos a invertir en mediciones para evitar enterarse de una derrota el día mismo de la votación, pero también para colar candidatos propios aprovechando la flexibilización política que generaba la partida inminente del gobernador Romero.

“En aquellos tiempos, ellos [Romero-Torres] ordenaban. No había consenso. Por ejemplo, reunían a los dirigentes de La Viña. Venían los 5 o 6 actores del lugar. En una de esas me contaron que estaba Ángel Torres, Javier David y creo que Alejandro San Millán, que estaba en el armado, y le decían: ´Vos, candidato a intendente; vos, a senador; vos, a diputado; vos, a concejal y vos, nada´. Y los tipos se iban. Aquella vez nosotros hicimos encuestas para La Viña, Güemes y Rosario de Lerma. Entonces, cuando le dicen a Jorge Soto [hoy senador provincial] que no le tocaba, que no era su momento, Jorge le saca la encuesta y le dice ´tengo encuesta y estoy bien´. Le contestan que no existía, que medía 6 puntos y él le responde que medía 24. Le preguntan quién le había hecho la encuesta y el responde ‘Juampi’, no ‘Troka’. Primer quilombo. Imagínate. Si hoy hay políticos que no gastan en encuestas, en aquella época, menos. Entonces te decían ‘vos no’ y chau. Jorge aquella vez se plantó. Les dijo que estaba todo bien, pero que él iba a internas”.

El episodio provocó la llamada de atención de Javier David y una orden perentoria a Juampi: terminar con las encuestas para no complicar lo que en la estrategia de campaña debía ser más fácil. Los números de las encuestas, no obstante, empezaban a reflejar las sensaciones que los integrantes del “Proyecto Salta XXI” traían del interior. Escuchemos de nuevo a Rodríguez:

“Cuando nosotros nos instalábamos en el interior una semana, percibíamos el crecimiento de Urtubey. ¿Cómo había arrancado la historia? Con Wayar midiendo 43 puntos y Urtubey 8 en el mes de febrero o marzo de 2007. Pero vos salías a la calle y sentías ´Urtubey, Urtubey´. Nosotros volvíamos y le decíamos a Javier: ´Guarda´. Él nos respondía que no pasaba nada”.

Los relatos están siempre atravesados por una ausencia de alto valor analítico: la del propio Walter Wayar. El detalle sólo viene a confirmar la versión de quienes aseguran que, a pesar de ser el candidato, lo importante en materia de estrategia electoral ocurría por debajo de las suelas de sus zapatos. La situación acarreaba una pésima promoción del candidato que al equipo de campaña opositor no le costó trabajo capitalizar: asegurar que cuando Wayar abría la boca el que susurraba era Romero, con lo cual un eventual gobierno del primero suponía la continuidad del segundo en el Poder. Un afiche de campaña que mostraba cacheño en primer plano y al gobernador en ejercicio por detrás se convirtió en materia prima de análisis y declaraciones en ese sentido. Promediando el año 2007, un fantasma sobrevolaba al propio Wayar: había empezado la carrera hacia la gobernación con números muy superiores a los de Urtubey, pero ello parecía ser sólo un indicador de lo conocida que era su figura.

Paralelamente, la figura de Urtubey se agigantaba. Irrumpió como alguien con capacidades y fuerzas intransferibles a terceros para conducir a un conjunto heterogéneo de partidos y grupos políticos; aspecto que le permitió promocionarse como parte de una nueva generación de políticos con posibilidades ciertas de ganar elecciones. A ello le sumó un armado político potente y una campaña electoral de un profesionalismo que todos destacaron. Incluso los que, siendo aliados de primera hora, luego abandonaron la coalición electoral y de gobierno.

“Era un gran candidato. Era un tipo que te convencía. Sabía cuándo citar a Perón, a Alfonsín, a Néstor o a Cristina. En un lado contaba una anécdota; para un lugar distinto tenía otra. Se lucía en un barrio o en la universidad. A nosotros nos convenció. Después de doce años de gobierno ya le conocés todas las mañas, pero cuando recién llegó todo era novedad. Aparte de eso, la campaña fue súper profesional. Yo no creo, como dicen, que el tipo innovó las campañas en Salta. Lo que pasa es que todo lo que hacían lo hacían bien. Preparaban todo. Desde la forma de presentar su imagen hasta los discursos”.

Conviene repasar también la potencialidad del armado electoral. El Partido Renovador de Salta venía bajando su performance desde el año 2001, pero podía presumir de haber cosechado el 24% de los votos provinciales en las legislativas nacionales del año 2005. Un porcentaje que le permitía gobernar municipios y contar con bancas legislativas en todos los niveles: cámara alta y baja nacional, senadores y diputados provinciales, y concejales en cado uno de los 58 Concejos Deliberantes que existían en la provincia en aquel año. El Partido de la Victoria salteño no podía poner sobre la mesa grandes triunfos electorales en la provincia, pero sí tenía legisladores provinciales y presumía de algunos blasones altamente valorados en ese momento: contener peronistas que abandonaron el PJ de Salta criticando la conducción de Romero, y ser parte de la fuerza que el presidente Néstor Kirchner había ayudado a nacionalizar.

A ellos se sumaron movimientos sociales como el Evita o Barrios de Pie que, habiendo consolidado presencia territorial en la provincia –y el país– durante la presidencia de Néstor Kirchner, le pusieron el rostro de los vulnerables a la prédica permanente de Urtubey: que su gobierno tendría al ser humano como centro de su gestión. Promesa en la que estaba inscripta la crítica más despiadada que le dirigían a Romero: que la transformación de la infraestructura provincial nunca estuvo acompañada de la preocupación por lo social.

Walter Wayar, en definitiva, no podía sacar ventaja en ninguna de las múltiples variables que conforman una campaña electoral: si sus partidarios destacaban su carisma y su oratoria encendida –aspectos que lo diferenciaban de Romero–, del otro lado devolvían el golpe destacando las cualidades de Urtubey en igual sentido; si el cacheño trataba de despegarse del menemismo de Romero para abrazar los valores del kirchnerismo, el ex Golden Boy enfatizaba sin complejos su pertenencia al nuevo orden nacional, logrando que hasta diarios como Página 12 lo catalogaran de “K” ; si el control del Estado le permitía al candidato oficial contar con una intrincada red de intendentes, legisladores, candidatos y punteros que levantaran su nombre en toda Salta, en el otro bando la suma de renovadores, kirchneristas y militantes sociales replicaban la acción resaltando que lo hacían por convicción militante y no por ser funcionarios pagos. Puede que un involucramiento más decidido de Romero en contra de Urtubey pudiera haber desequilibrado los números a favor de Wayar, aunque eso tampoco era seguro: la mayoría de los que tenían una buena imagen de sus tres gestiones gubernamentales creían que había llegado el momento de cambio.

El entusiasmo “U” se agrandaba y un lema de campaña lo sintetizaba: “Nada ni nadie podrá detener este cambio”. El mismo tenía la enorme virtud de presentar como certezas los deseos latentes de renovación en la provincia: Salta avanzaba inexorablemente hacia un horizonte deseable en relación al romerismo y la persona que garantizaba el “progreso” era Urtubey. Un joven de 38 años cuyo rostro aparecía en los avisos publicitarios televisivos y gráficos, en las gigantografías ubicadas en toda la provincia, en los cientos de miles de volantes que se repartían en las caminatas, en los votos de papel que se tiraban por debajo de las puertas de miles de casas y en los banners que se paseaban entre los vehículos en cientos de esquinas donde sus seguidores aprovechaban el rojo de los semáforos para conversar con los conductores.

Cuando el derrotismo se afincó en el entorno de Wayar, Juan Pablo Rodríguez pudo tener contacto con él. Faltaban tres meses para las elecciones y los caciques territoriales de los municipios del Valle de Lerma lo visitaron en Troka. Iban a pedirle que desobedeciera la orden de Javier David. Así recuerda Rodríguez la visita de Alfredo “Pucho” Jorge –Cerrillos– y Pedro Liverato –Rosario de Lerma–:

“´Hermano, hagamos una encuesta en Rosario de Lerma’, fue el pedido. Les respondí que ‘ni en pedo’. Pucho Jorge insistía y me decía que ‘Pedro tiene que ser senador’. Me convencen, preparamos todo, mandamos gente, procesamos los datos y había un empate técnico entre Wayar y Urtubey, mientras Liverato ganaba. Yo estaba cercano al comando de campaña y veía las encuestas que se manejaban allí y que le daban 20 puntos a Wayar. Pucho y Liverato agarran las encuestas y se van con la carpetita. Yo les digo a mis socios, ‘me va a hablar Wayar, estos tipos le van a mostrar los números porque le están mintiendo’. A la media hora Wayar me habla y me dice: ‘Venite a casa’. Voy y estaba Pucho, Liverato, Pablo Kosiner que era el jefe de campaña en los papeles, porque ese rol lo ocupaba Ángel Torres. ‘Explicame esto’, me dijo”.

A ese primer encuentro le siguió otro más tenso aún, del que también participaron Ángel Torres y Javier David. El primero desestimó los números de Troka y atribuyó el error a la inexperiencia juvenil de Rodríguez. “Medio que lo cruzo y decido irme. Cuando salí pensé que me seguiría alguien, pero estaba solo”, rememora la escena doce años después. Uno de los últimos debates que organizó como parte del grupo “Proyecto Salta XXI” se realizó en Rosario de la Frontera. Del mismo participó Wayar y la numerosa comitiva se alojaba en el Hotel Termas de esa ciudad. Rodríguez recuerda que, mientras desayunaba, le informaron que el candidato a gobernador pidió hablar con él. Quería saber si efectivamente el comando de campaña le ocultaba los números reales. Del otro lado le respondieron que sólo podía hablar de aquellos lugares en donde él había medido: Güemes, Rosario de Lerma, Cerrillos y Campo Quijano. “Los 20 puntos no existen. Te puedo dar un solo consejo. No escatimen un recurso porque esta elección no está ganada”.

El 28 de octubre de 2007, Walter Wayar perdía la elección ante Juan Manuel Urtubey, quien obtuvo el 45,47% de los sufragios (230.311 votos) contra el 44,68% (226.311 votos) del primero. El oficialismo, no obstante, ganó la mayoría de las intendencias de la provincia (36 sobre 58) y conservaba la mayoría en diputados y senadores. El corte de boleta había sido un hecho. En el entorno más cercano a Wayar se desenfundó una vieja categoría peronista para explicar la derrota: las quintas columnas, nombre con el que se designa al derrotismo y la traición organizada. Juan Pablo Rodríguez vuelve a hablar.

“Me acuerdo de ese domingo. Estábamos en el PJ. Llegaban los números y algunos decían que no, que ya llegaban los números de las mesas de no sé dónde. Me fui a dormir a la una de la mañana porque ya sabía cómo venía la mano. Llego y mi mujer prende el velador, me pregunta ‘¿Y?’, le digo que perdimos. ‘Es lo mejor que te puede pasar’, me dice. Yo pensaba qué le pasaba. Mi segundo hijo acababa de nacer, me quedaba sin laburo y sin obra social. Al otro día quilombo, me hablan y me decían que todavía no estaban los resultados, que todo era muy parejo. Cerré la persiana y dije: ´Se terminó. El gobernador es Urtubey’”.

El gatopardo

(…) Urtubey inició su gestión parcelando con bastante equidad las áreas de gobierno entre los aliados del frente electoral que encabezó. La Secretaría General de la Gobernación quedó en manos de un técnico –Ernesto Samson– que podía presumir de saber cómo desmenuzar las leyes para encontrar los argumentos jurídicos a los actos de gobierno; en materia financiera, optó por la continuidad: se designó a Carlos Parodi, un joven que durante el gobierno de Romero había actuado bajo el paraguas de Fernando Yarade. El nombramiento que generó expectativas en una provincia castigada por los desmontes fue el de Julio Nasser en Medio Ambiente: un académico de la UNSa que formaba parte de grupos universitarios que condenaban la deforestación romeriana. La promesa –como veremos más adelante– pronto dejó de funcionar.

El Partido Renovador de Salta se hizo cargo de aquellos puestos que, a priori, convenía entregar a dirigentes de una fuerza con experiencia de gestión: Educación (Elena Torino), Salud (Elio Qüerio), Desarrollo Económico (Julio César Loutayf) y Turismo (Horacio Cornejo). El Partido de la Victoria se quedó con el manejo de la política y aquellas áreas que el kirchnerismo reivindicaba como propias: Ministerio de Gobierno (Antonio Marocco), Trabajo (Nora Giménez), Justicia (Nicolás Juárez Campo) y Desarrollo Humano (Silvia Miranda). En el ámbito de este último, ingresaron a la gestión referentes de los movimientos sociales que habían formado parte del frente electoral: Barrios de Pie, el Movimiento Evita y algunos otros.

Silvia Miranda fue la primera eyectada de ese gabinete. Ocurrió a solo dos meses de asumir tras protagonizar una torpeza evidente: ebria de un protagonismo político que le llegó de golpe y a avanzada edad, utilizó los recursos del ministerio para repartir en los barrios canastas navideñas que promocionaban su área y su nombre. El 19 de febrero del año 2008 el Boletín Oficial publicaba el decreto que aceptaba su renuncia. La precoz torpeza permitió al nuevo gobernador dejar en claro hacia el interior de su gobierno una premisa que verbalizaría a lo largo de todos sus mandatos: su gabinete tendría bajo voltaje político para evitar, según declaraba, que se mezclaran quienes debían gestionar con quienes debían hacer política. A los íntimos les aseguraba que el único que haría política en su gobierno sería él.

El reemplazante de Miranda fue Claudio Mastrandrea, un funcionario de perfil técnico que había ocupado cargos de segunda o tercera línea durante el romerismo. Su ascenso permitió visualizar movimientos subterráneos “U”. Entre ellos, uno que recuerda a la vieja táctica del círculo concéntrico: rodear de secretarios de Estado y Coordinadores de mayor confianza al ministro del que se desconfiaba. Tales aliados, mientras controlaban al titular de la cartera, se empapaban de los contactos y saberes específicos que los prepararían para dar el salto. Los aliados tácticos que podían convertirse en estratégicos para la gestión eran de dos tipos: funcionarios formados durante el gobierno anterior, o “urtubeicistas” de la primera hora que demostraron un compromiso absoluto y eficaz durante la campaña.

Mastrandrea representó eso, pero no fue el único. En mayo, un oscuro asesor del gobernador que había formado parte del gobierno de Hernán Cornejo –Leopoldo Van Cauwlaert– reemplazó a la renovadora Elena Torino en Educación; en diciembre de ese año, Federico Posadas desplazó al también renovador Horacio Cornejo en Turismo; pocos meses después, el exfuncionario romerista Rubén Fortuny ocuparía el cargo de Nora Giménez en Trabajo. Algunos se mantuvieron más tiempo, pero al precio de resignar todo lo que dijeron que iban a hacer. Fue el caso del ministro de Ambiente, Julio Nasser.

(…) [En] agosto del año 2008 Urtubey protagonizó un volantazo que inauguraría la tendencia definitiva de su gobierno: la apertura de la gestión a figuras de primera línea del romerismo vencido en las elecciones. El proceso había comenzado cuando, con la bendición de Urtubey, la Cámara de Diputados reeligió como presidente del cuerpo a Manuel Santiago Godoy. Siguió en el ejecutivo provincial en julio de 2008, cuando se produjo el retorno de Fernando Yarade a la Escuela de Administración Pública, la Patria Chica de los Golden Boys durante el primer gobierno de Romero. Yarade y un hombre de su entorno que había llegado a una banca en diputados –Alfredo Petrón– formarían el Consejo Consultor Honorario de la EAP. ¿El objetivo? Asistir en la conducción y fijación de metas, como así también en aspectos relacionados con su funcionamiento y representación. Yarade encabezaría un año después la lista de diputados nacionales apadrinada por el propio Urtubey.

A principios de agosto, Francisco Palópoli –hermano del vocero del exgobernador– asume como Secretario de Deportes; mientras Aldo Rogelio Saravia –Procurador General durante el gobierno de Romero– se hacía cargo de la secretaría de Seguridad el 11 de agosto de 2008. Ese mismo día se concreta otro retorno rutilante. El de Pablo Kosiner como ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos en reemplazo de Nicolás Juárez Campos. Kosiner había sido un destacado diputado provincial del romerismo y mano derecha de Walter Wayar durante años. Como todo el “wayarismo” vivió a la sombra de los apadrinados por Ángel Torres en el ejecutivo provincial y de Santiago Godoy en la Legislatura, aunque se le reconocía vuelo propio. Era un hábil constructor de vínculos y contaba con bases para sostener proyectos políticos de distinto alcance. Urtubey le reconocería tales características. Ocho meses después, prescindiría de Antonio Marocco en el ministerio de Gobierno y adicionaría el área a la jurisdicción del propio Kosiner, que devino en una especie de súper ministro.

Entre los repatriados se encontraba Juan Pablo Rodríguez. Llegó sin estridencia a fines de julio con el cargo de Coordinador de Cabecera de la Secretaría de Prensa y Difusión, con remuneración de Secretario de Estado. Su arribo formaba parte de los movimientos que se realizaron en el área: un urtubeicista de primera hora que era parte del entorno de los hermanos Posadas –Gonzalo Quilodrán– reemplazó a Rodrigo García en prensa. Hay quienes aseguran que el razonamiento de Urtubey con ese movimiento era simple: las dotes personales de Quilodrán lo volvían un buen vocero, pero a su lado precisaba de alguien que pudiera vehiculizar la voz oficial por los medios tradicionales y aquellos otros que surgían en la nueva era de Internet. La versión de Rodríguez corrobora esa teoría en sus aspectos centrales.

“En agosto Urtubey lo pone a Quilodrán. Gonzalo me llama y me dice: ‘Mirá, yo no entiendo mucho de esto; me gusta, pero soy licenciado en Ciencias Políticas y necesito a alguien que conozca. Me gustaría que vengas conmigo’. Me costó ir porque yo era de otro equipo por más que no me hayan bancado. Mirá que tenía poca relación con Wayar, pero lo llamé. Me dijo: ‘Agarrá, siempre es bueno tener un amigo en lugares importantes’. Hablé con Javier [David] y me pidió que aguante, pero yo aguantaba de afuera y ellos estaban ubicados. Decidí entrar. Justo había entrado Kosiner, que después de la derrota de Wayar también había recalado conmigo en el Senado. Ahí empecé a trabajar fuerte en comunicación con Gonzalo. Yo era segundo de él. Un año más o menos estuvimos. La relación con Urtubey era cero…”

La tarea incluía lo obvio en la era de la propaganda: invisibilizar o atenuar los rasgos poco convenientes de la gestión y resaltar al máximo los convenientes. A ello empezaba a sumársele otro bien importante en la era “U”: trabajar en la promoción del propio Urtubey. Los testimonios coinciden: el objetivo del momento era aprovechar las obvias diferencias entre el anterior y el actual gobernador, para presentar al último como lo radicalmente otro de Juan Carlos Romero. Urtubey como el mandatario que desistía de ofender a sus adversarios para presentarse como un dirigente diplomático; mediáticamente hábil, de hablar pausado y razonado; un joven con intereses académicos dispuesto a compartir con la audiencia su visión de la política exterior, asuntos sociales varios, teorías políticas y hasta la historia de las democracias más avanzadas en las que había que inspirarse si la idea era llegar lo más lejos posible en lo que a institucionalidad se refería.

Urtubey, en definitiva, hablaba ya como el político que deseaba proyectar su figura a nivel nacional. No importaba que los desmontes hubieran encontrado una forma de legalizarse ni que la religión se convirtiera en obligatoria para las escuelas públicas. Se aferró con determinación a enunciados que presentaba como el resultado de un buscado roce con instituciones nacionales y extranjeras que debatían cosas que debían servir a la comarca. Si el éxito de la propaganda política consiste en instalar como verdadero y posible algo que no necesariamente se condice con lo que las cosas son, la tarea comunicacional del gobierno iba muy bien encaminada.

*El extracto publicado prescindió de las notas al pie de páginas de la publicación original. Quien desee acceder al libro puede pedirlo al 3874496462.

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